Veinte años
Era un edificio gris y feo, rodeado por una muralla que parecía destinada a contener los sueños. Por encima del muro sobresalían los postes que alumbraban como luces de un estadio deportivo. Amalia intentaba calcular cuánto consumirían esos reflectores, mientras las ciudades y los pueblos cercanos padecían extensos apagones.
Alguien la empujó levemente. Salió de su ensueño y avanzó unos pasos más en la fila de personas que aguardaban. Había llegado el momento que esperara durante tantos años. Veinte, para ser más exactos. Nada de indultos por buena conducta, ni revisión del caso, ni apelaciones a un alto tribunal. Nada de eso existía ahora.
Durante todos esos años vio a Pablo cada vez que se lo permitieron. Las visitas dependían del humor de sus carceleros. En algunos momentos le habían dejado verlo mes tras mes; otras veces se había quedado aguardando bajo el sol, la lluvia o la frialdad del amanecer sin que nadie se compadeciera de ella. En varias ocasiones lo mantuvieron aislado durante seis, siete y hasta ocho meses. ¿Por qué razón? Ninguna que ella supiera. ¿Estaba vivo? ¿Enfermo? Ninguna respuesta. Parecía un país de sordos. O de mudos. Una pesadilla.
Pero hoy sí, hoy sí, se repetía. Y quería bailar de gozo, cantar, reírse… Pero no, mejor se quedaba tranquila y ponía cara de arrepentimiento, no fuera a ser que los castigaran de nuevo; mejor bajaba la mirada y adoptaba esa expresión humilde que estaba lejos de sentir. No soportaba otra noche sin abrazarlo, sin escuchar aquella voz que espantaba sus miedos… Cuando escuchó su nombre por los altavoces, se dio cuenta de que en algún momento había mostrado su identificación y ni siquiera se había enterado. Trató de mantenerse serena. No quería temblar, no quería que los guardias se dieran cuenta. Podía ser sospechoso, cualquier cosa podía ser sospechosa. Pero sus nervios…
Clavó la mirada en la puerta de metal hasta que identificó a la frágil figura que permanecía en medio del pasillo, mirando alrededor sin lograr verla, hasta que finalmente la reconoció. Y ocurrieron dos cosas extrañas. Cuando intentó abrazarlo, él la apartó con rudeza mientras avanzaba a pasos largos con una expresión tensa y desconocida en el rostro.
– Pablo, Pablo… -susurró ella.
Pero el hombre siguió caminando, aferrado al bulto de ropas que sacara de la prisión. ¿Qué había pasado? Por fin las puertas se cerraron tras ellos, dejándolos a solas en la carretera llena de polvo. Y allí ocurrió la segunda cosa extraña. Pablo se volvió hacia su mujer y, sin ningún aviso, comenzó a besarla, a abrazarla, a olería, a acariciarla, hasta que ella comprendió por qué apenas la había mirado antes. No quería que los guardias vieran lo que ella veía ahora. Pablo estaba llorando. Y sus lágrimas caían sobre los cabellos de la mujer, revelando una pasión que ella creyera perdida. Pablo sollozaba como un niño, y Amalia supo que ni siquiera el llanto de su hija le había dolido tanto como el de aquel hombre que ahora parecía un dios vencido. Y deseó -en un instante de delirio- renunciar a la bienaventuranza de la muerte para convertirse en un espíritu que pudiera velar por las almas de quienes sufren. Confusamente creyó escuchar un sonido delicado, como el de una flauta oculta en la maleza, pero enseguida dejó de prestarle atención.
Pablo y ella se besaron, y ninguno reparó en el cuerpo macilento del otro, ni en la piel desgastada, ni en las ropas casi harapientas; y tampoco vieron la luz que irradiaba de ellos y ascendía rumbo a algún reino invisible y cercano donde se cumplían todas las promesas; una luz como aquella que brotara de sus cuerpos cierta tarde, cuando se amaron por primera vez en el valle encantado de los mogotes.
Ahora parecía vivir en otro mundo. Amalia contemplaba su figura encorvada, y apenas se atrevía a imaginar cuánto sufrimiento se habría asentado en él. Nunca se atrevió a preguntarle sobre su vida en la cárcel; ya era bastante terrible comprobar los estragos que había dejado en su espíritu, pero la expresión de su rostro reflejaba una soledad sin fin.
Tampoco vivían ya en aquel luminoso apartamento de El Vedado. El gobierno lo había decomisado con el pretexto de que lo necesitaba para un diplomático extranjero.
Todavía le quedaban a Pablo doce años de cárcel cuando ella se mudó a una de las tres viviendas que le propusieron. Cualquiera de ellas era un cuchitril comparado con su apartamento, pero no le quedó otro remedio que aceptar. Se mudó a una casita en el corazón del Barrio Chino, no porque fuera mejor que las otras, sino porque pensó que a Pablo le agradaría regresar al barrio de su infancia. Allí lo esperó hasta que salió de la cárcel. Pero nunca imaginó que los recuerdos se convirtieran en algo tan doloroso.
A veces Pablo preguntaba por la fonda de los Meng o por los helados del chinito Julio, como si aún le costara creer que veinte años de aquella debacle hubieran podido arrasar con las vidas de quienes conociera.
– Ha sido peor que una guerra -murmuraba él cuando Amalia le describía el destino de sus antiguos vecinos.
Y eso que ella se guardaba las peores historias e inventaba otras para sustituirlas. Por ejemplo, nunca le contó que el doctor Loreto había sido hallado muerto una mañana en el mismo escalón donde Rosa solía llevarle su cena. Vagamente le dijo que el doctor se había marchado a Estados Unidos para reunirse con sus hijos.
Amalia era feliz de tenerlo a su lado, aunque su felicidad estaba empañada por una angustia que no quería admitir: le habían robado veinte años de vida junto a aquel hombre, un tiempo que nadie -ni siquiera Dios- podría devolverle.
¿Y Pablo? ¿Qué guardaba en su cabeza aquel hombre que cada tarde recorría el barrio de su infancia, ahora poblado de criaturas que parecían sombras? Aunque nunca se quejó, Amalia sabía que un trozo de su alma se había convertido en un paisaje lleno de cenizas y oscuridad. Sólo sonreía cuando Isabel los visitaba y le traía a su nieto, un chiquillo de ojos verdosos y rasgados. Entonces ambos se sentaban en el umbral de la casa y, como hiciera su bisabuelo Yuang con él, le contaba historias de la época gloriosa en que los mambises escuchaban la palabra sagrada del apak José Martí, el Buda iluminado, y soñaban con la libertad que llegaría pronto. Y el niño, que aún era muy pequeño, pensaba que todo había terminado como en los cuentos de hadas y sonreía feliz.
A veces Pablo insistía en salir del Barrio Chino. Entonces caminaban por el Paseo del Prado, que conservaba sus leones de bronce y la algarabía de los gorriones entre las ramas. O se iban hasta el malecón para rememorar sus tiempos de novios.
Un Día de Difuntos quiso visitar el monumento a los mambises chinos con Amalia, su hija y su nieto. El marido de Isabel no fue. Años de asedio y amenazas lo habían convertido en un individuo mezquino y lleno de temores, muy diferente al joven soñador que la muchacha conociera. Ya no iba a ver a sus suegros, sabiendo que él había pasado veinte años en la cárcel por contrarrevolucionario. Fue durante aquella salida cuando Pablo se dio cuenta del alcance de la destrucción.
La Habana parecía una Pompeya caribeña, destrozada por un Vesubio de proporciones cósmicas. Las calles se hallaban cubiertas de baches que los escasos vehículos -viejos y destartalados- debían ir vadeando si no querían caer en ellos y terminar allí sus días. El sol chamuscaba árboles y jardines. No había césped por ningún sitio. La ciudad estaba inundada de vallas y carteles que llamaban a la guerra, a la destrucción del enemigo y al odio sin cuartel.
Sólo el monumento de mármol negro permanecía intacto, como si estuviera hecho de la misma materia de los héroes a los cuales rendía tributo; la misma sustancia de esos sueños por los que lucharan los guerreros de antaño: «No hubo un chino cubano desertor; no hubo un chino cubano traidor». Aspiró la brisa que soplaba desde el malecón y, por primera vez desde que abandonara la cárcel, se sintió mejor. Su bisabuelo Yuang estaría orgulloso de él.