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La anciana suspiró.

– ¡Y pensar que fuiste tan importante para él!

– ¿Yo?

– Voy a contarte un secreto -le dijo Loló, sentándose en una mecedora-. Después que murió mi esposo, que en paz descanse, Demetrio se convirtió en mi mayor apoyo. Nos conocíamos desde que éramos jóvenes. Siempre estuvo enamorado de mí, pero nunca me lo dijo. Por eso vino para acá, apenas salí de Cuba. Tú fuiste la única nieta de Delfina, y ella no cesaba de enviarnos tus fotos y contarnos de ti. Tus padres estaban planeando venir para acá cuando naciste, aunque al final tu madre nunca se decidió. En realidad, le tenía miedo a los cambios. Delfina murió, pero siguió dándonos noticias tuyas. Demetrio sabía que yo hablaba con mi hermana muerta y lo encontraba muy natural. Así seguimos al tanto de tu vida, especialmente después que murieron tus padres. Yo estaba muy preocupada, sabiéndote tan sola. Fue entonces cuando Demetrio me confesó su amor y me dijo que, si tú venías, entre los dos podríamos cuidarte como la hija que nunca tendríamos. No sabes cómo se obsesionó con la idea. Le hacía mucha ilusión conocerte, ir a tu boda, criar a sus nietos… Porque hablaba de tus hijos como si fueran sus propios nietos. ¡Pobre Demetrio! ¡Hubiera sido tan buen padre!

A medida que Loló hablaba, Cecilia sentía que sus rodillas se volvían de piedra. Aquélla era la conexión que faltaba. Demetrio había deseado protegerla. Para él hubiera sido la hija providencial y su vínculo con Loló, la novia de sus sueños, a la que seguía visitando después de muerto. Por eso también viajaba en la casa junto a sus padres: para protegerla, para cuidarla…

– Tengo que irme, tía -musitó.

– Llámame cuando quieras -le rogó la anciana, sorprendida por su abrupta retirada.

Desde su ventana la vio meterse en el auto y ponerlo en marcha. ¡Qué modales tan raros tenían los jóvenes! ¿Y para qué necesitaba el significado de esos números? Recordó que en su juventud estuvo de moda jugar a las adivinanzas con la charada. Si la muchacha hubiera sido de otra época, habría jurado que andaba enfrascada en algún acertijo. Puso el pestillo y se volvió. Allí estaban Delfina y Demetrio, como cada tarde, meciéndose levemente en sus sillones.

– Debiste decirle… -masculló Delfina.

– Todo a su tiempo -dijo Loló.

– Es cierto -suspiró Demetrio-. Ya se dará cuenta por sí misma. Lo importante es que estamos aquí para ella.

Y así conversaron un rato más hasta que el crepúsculo llenó la casa.

Una hora después, la noche había caído sobre la ciudad. Loló se despidió de sus huéspedes, que ahora acudían a tareas más propias de su actual estado.

El reloj dio las nueve. Cuando la anciana se dirigía a la cocina notó que, desde hacía rato, el apartamento se hallaba sumido en un inquietante silencio. La cotorra parecía dormir en su jaula. ¿Tan temprano? Se dirigió al comedor y metió un dedo entre los barrotes, pero el animalito no se movió. Tuvo un presentimiento y abrió la puerta de la jaula para tocar su plumaje. La carne rígida y aún tibia se iba enfriando rápidamente. Dio un rodeo a la jaula para mirar desde otro ángulo. Fidelina había muerto con los ojos abiertos.

Sintió lástima de la pobre cotorra y estuvo a punto de rezar una oración por su alma… Pero ¡qué demonios! Esa desgraciada le había desquiciado la vida a ella, a sus vecinos y a media humanidad. Por lo menos ya no volvería a gritar aquellas consignas que enloquecían a cualquiera. De rezos, nada. Mejor se ocupaba de hacerla desaparecer; algo que -pensó con arrepentimiento- debió haber hecho tiempo atrás, cuando la bestia aún estaba con vida. ¿Por qué no lo intentó antes? Designios del cielo, algún karma ineludible. ¿Quién sabe? Pero ya no. Se había librado de esa miserable parca y juró que nunca más dejaría que algo así volviera a aparecer en su vida.

– Descansa en el infierno, Fidelina -dijo, y arrojó un trapo sobre el cadáver de la cotorra.

Mientras regresaba a su apartamento con la respuesta del enigma, Cecilia iba recordando su adolescencia. En aquellos tiempos felices, su mayor aventura era explorar las casas clausuradas por el gobierno, como esa mansión de Miramar, a la que llamaban El Castillito, donde ella y sus amigos se reunían a contar historias de fantasmas en la noche de Halloween. Aunque tal fiesta no se celebraba en la isla, todos los años subían a la azotea de la casa embrujada para invocar los espectros de una Habana loca y lujuriosa que, sin embargo, parecía libre de pecados.

El océano, la lluvia y los huracanes eran bautizos naturales que redimían a los hijos de una virgen que, según la leyenda, había llegado por mar en una tabla, deslizándose sobre las olas en el primer surfing de la historia. No era extraño que esa misma virgen, a la que el Papa coronara Reina de Cuba, se pareciera a la diosa del amor que adoraban los esclavos, vistiera de amarillo como la deidad negra, y tuviera su santuario en El Cobre, región de la cual se extraía el metal consagrado a la orisha africana… Oh, su isla alucinante y mezclada, inocente y pura como un Edén.

Evocó la llovizna que despidiera al Papa en el santuario de San Lázaro -una lluvia curativa, delicada como una filigrana, que se derramó sobre la noche de la isla- y recordó la lluvia sin nubes que cayera sobre Pablo frente al monumento de mármol negro. Por algún azar de la memoria, también pensó en Roberto… Ay, su amante imposible. Hermoso y lejano como su isla. Mentalmente le envió un beso y le deseó suerte.

Tú me acostumbraste

Y fue como si el mensaje lluvioso de Yuang hubiera renovado ese espíritu rebelde y aventurero que era la marca de su signo. La lluvia fortaleció el ánimo que nunca perdiera. Su llanto al salir de la cárcel no había sido una señal de derrota, como pensó Amalia, sino de rabia. Apenas volvió a ponerse en contacto con la vida, recobró el tono de su voz interior: esa que le exigía clamar justicia por encima de todo. Siguió diciendo lo que pensaba, como si no tuviera conciencia de que aquello podía costarle una paliza o el regreso a la cárcel. En el fondo seguía siendo un tigre, viejo y enjaulado en esa isla, pero tigre al fin y al cabo.

Amalia, en cambio, temía por él y por el resto de su familia en un sitio donde la justicia se había vuelto draconiana. Por eso comenzó a gestionar -papeles van, papeles vienen; certificados y matasellos, entrevistas y documentos- la única posibilidad de que todos continuaran con sus vidas.

Un día llegó de la calle y se detuvo en el umbral, tratando de recuperar el aliento. Miró a Pablo, a su hija y a su nieto, que coloreaba los barcos de papel que su abuelo iba colocando sobre la mesa.

– Nos vamos -anunció.

– ¿Adónde? -preguntó Isabel.

Amalia resopló con impaciencia. ¡Como si hubiera algún otro sitio al cual se pudiera ir!

– Al norte. Le dieron la visa a Pablo.

El niño dejó de atender sus barcos. Había estado oyendo hablar de esa visa durante meses. Sabía que tenía que ver con su abuelo, que era un ex preso político, aunque no entendía muy bien lo que significaba eso. Sólo sabía que no debía comentarlo en la escuela, sobre todo después que aquella especie de estigma provocara el divorcio de sus padres.

– ¿Cuándo se van? -preguntó Isabel.

– Querrás decir cuándo nos vamos. Tú y el niño también tienen visa.

– Arturo nunca me dará permiso para sacarlo.

– Pensé que ya habías hablado con él.

– A él le da igual, pero no puede autorizarlo. Perdería su trabajo.

– Ese… -comenzó a decir Amalia, pero se contuvo al notar la mirada del nieto- sólo piensa en él.

– No podré hacer nada hasta que el niño sea mayor.

– Sí, y cuando cumpla los quince años ya estará en la edad del Servicio Militar y entonces no lo dejarán salir.

Isabel suspiró.