– La gente de antes se movía distinto.
Cecilia se sobresaltó. El comentario provenía de un oscuro rincón a su derecha, pero no tuvo necesidad de ver para adivinar de quién se trataba.
– Y hablaba distinto también -respondió la joven, y avanzó a tientas en dirección a la voz.
– No creí que volverías.
– ¿Y perderme lo que sigue de esa historia? -replicó Cecilia, acomodándose a tientas-. Se ve que usted no me conoce.
Una sonrisa se asomó a los ojos de Amalia, pero la muchacha no lo notó.
– Tiene tiempo para contar algo, ¿verdad? -la apremió con impaciencia.
– Todo el tiempo del mundo.
Y tomó un sorbo de su copa, antes de empezar a hablar.
Fiebre de ti
Esta niña está aojada.
En el centro de la habitación, la Obispa observaba diluirse y desaparecer las tres gotas de aceite en el plato lleno de agua: señal inequívoca del maleficio.
– Jesús! -susurró doña Clara, persignándose-. ¿Y ahora qué haremos?
– Tranquila, mujer -murmuró la Obispa, haciendo una señal a una ayudante-. Ya me trajiste a tu hija, que es lo principal.
Ángela asistía con indiferencia al ritual de su diagnóstico, demasiado inmersa en el fogaje que borboteaba por todos los recovecos de su cuerpo. Era un escalofrío que la bañaba en sudor, un infierno que la deshacía en suspiros, una vorágine confusa que la dejaba clavada en cualquier sitio, imposibilitada de hablar o moverse. Ajena al vaticinio sobre su mal de ojo, siguió sosteniendo el plato con agua como le había indicado la mujer. Encima de su cabeza, un candil oscilante vomitaba sombras por doquier, atrayendo quizás a más espectros de los que la vieja se aprestaba a conjurar.
La ayudante, que había salido momentos antes, entró ahora con un cazo que destilaba vapores casi apetitosos: ruda y culantro hervidos en vino.
Dos te han aojado, tres te han de sanar,
la Virgen María y la Santísima Trinidad…
La Obispa fue haciendo la señal de la cruz sobre Ángela, siguiendo las indicaciones del rezo.
Si lo tienes en la cabeza, santa Elena,
si lo tienes en la frente, san Vicente,
si lo tienes en los ojos, san Ambrosio,
si lo tienes en la boca, santa Polonia,
si lo tienes en las manos, san Urbano,
si lo tienes en el cuerpo, dulcísimo Sacramento,
si lo tienes en los pies, san Andrés,
con sus ángeles treinta y tres.
Y al decir esto le arrebató el plato de las manos y lo arrojó contra un rincón. El agua dejó un rastro de oscuridad en la madera.
– Ya está, hija. Vete con Dios.
Ángela se levantó, ayudada por su madre.
– ¡No! Por ahí, no -la atajó la Obispa-. No debes pisar esa agua o el maleficio regresará.
Ya era noche cerrada cuando abandonaron la casa. Don Pedro las había esperado sobre la piedra que se alzaba a una treintena de pasos, en los límites de la aldea que descansaba junto a la sierra helada de Cuenca.
– ¿Qué? -susurró con ansiedad.
Doña Clara hizo un leve gesto. Muchos años viviendo junto a la misma mujer lo ayudaron a comprender: «Todo está resuelto, pero hablemos más tarde». Hacía meses que ni él ni Clara lograban dormir tranquilos. Su hija, esa niña que hasta hace poco corría feliz a campo traviesa, persiguiendo toda clase de bichos y pájaros, se había transformado en otra persona.
Primero fueron las visiones. Aunque don Pedro estaba avisado, no por eso dejó de sorprenderse. Su propia mujer se lo había advertido la tarde en que él le propuso matrimonio: todas las mujeres de su familia, desde tiempos inmemoriales, andaban acompañadas de un duende Martinico.
– Yo comencé a verlo de moza -le contó Clara-. Y mi madre también, y mi abuela, y todas las mujeres de mi familia.
– ¿Y si no nacen hembras? -preguntó él, con escepticismo.
– Lo hereda la esposa del primogénito. Eso le pasó a mi bisabuela, que había nacido en Puertollano y se casó con el hijo único de mi tatarabuela. Ella misma quiso mudarse a Priego para no tener que dar explicaciones a su familia.
El hombre no supo si reír o enfadarse, pero el semblante de su novia le indicó la gravedad del asunto.
– No importa -dijo él finalmente, cuando se convenció de que la cosa iba en serio-. Con Martinico o sin Martinico, tú y yo nos casamos.
Aunque su mujer acostumbraba a quejarse de la invisible presencia, siempre creyó que todo surgía de su imaginación. Sospechaba que aquella historia, tan arraigada en su familia, la inducía a ver lo inexistente. Y para evitar lo que llamaba «el contagio», le hizo jurar que jamás le hablaría a la niña de esa tradición visionaria y que mucho menos le contaría historias de duendes ni de seres sobrenaturales. Por eso casi se murió del susto el día en que Angelita, con apenas doce años, se quedó mirando el estante donde él colocaba sus vasijas a secar y susurró con aire de sorpresa:
– ¿Qué hace ese enano allí?
– ¿Cuál enano? -repuso su padre, tras echar una rápida ojeada a la repisa.
– Hay un hombrecito vestido de cura, sentado sobre esa pila de platos -respondió la niña, bajando aún más la voz; y al notar la expresión de su padre, agregó-: ¿No lo ves?
Pedro sintió que se le erizaban todos los pelos del cuerpo. Ésa fue la confirmación de que, pese a sus precauciones, la sangre de su hija estaba contaminada con aquella epidemia sobrenatural. Espantado, la agarró por un brazo y la arrastró fuera del taller.
– Lo ha visto -susurró al oído de su mujer.
Pero Clara recibió la noticia con regocijo.
– La niña ya es una moza -murmuró.
No fue sencillo convivir con dos mujeres que veían y escuchaban lo que él no podía percibir, por mucho que se esforzara. Sobre todo, le resultaba difícil aceptar el cambio en su hija. A su mujer ya la había conocido con esa manía. En cambio, Ángela siempre había sido una niña normal que prefería corretear tras las gallinas o treparse a los árboles. Jamás había prestado atención a las historias de aparecidos o de moras encantadas que a veces circulaban por el pueblo. ¡Y ahora aquello!
Clara tuvo una larga conversación con Ángela para explicarle quién era el visitante y por qué sólo ambas lo veían. No fue necesario pedirle que mantuviera la boca cerrada. Su hija siempre fue una niña juiciosa.
Sólo Pedro se veía abatido. Su hija lo sorprendió varias veces mirándola con aire consternado. Instintivamente comprendió lo que ocurría y trató de ser más cariñosa con él para demostrar que seguía siendo la misma. Poco a poco, el hombre comenzó a olvidar su ansiedad. Casi se había acostumbrado a la idea del Martinico cuando ocurrió lo otro.
Un buen día, cuando ya Ángela estaba por cumplir dieciséis años, la joven amaneció pálida y llorosa. Se negó a hablar y a comer. Permaneció quieta como una estatua, indiferente al mundo, y sintiendo que su pecho podría estallar como una fruta madura al caer del árbol.
Sus padres la mimaron, la tentaron con golosinas, y terminaron por gritarle y encerrarla en un cuarto. Pero no estaban furiosos, sólo asustados; y no sabían cómo hacerla reaccionar. Cuando agotaron todos los recursos, Clara decidió llevarla a la Obispa, una mujer sabia y emparentada con los poderes del cielo porque su hermano era obispo en Toledo. Él curaba las almas con la palabra de Dios y ella curaba los cuerpos con la ayuda de los santos.
Los oficios de la aojadora confirmaron lo que Clara ya sospechaba: su hija era víctima del mal de ojo; pero la Obispa tenía remedios para cualquier eventualidad y después del exorcismo la madre se sintió más tranquila, segura de que las oraciones ayudarían. Pedro hubiera deseado tener la misma confianza. Mientras regresaban observó con disimulo a su hija, tratando de advertir alguna señal de mejoría. La joven caminaba cabizbaja, mirando el suelo como si tanteara por primera vez los senderos húmedos y fríos de la sierra que, en aquel plácido año de 1886, parecían más desolados que de costumbre.