– Váyanse ustedes. Papá y tú han sufrido mucho; no tienen nada que hacer en este país.
El niño escuchaba, casi asustado, aquel duelo entre su madre y su abuela.
– No he esperado veinte años a tu padre para perder a mi hija y mi nieto ahora.
– No nos perderás, ya nos reuniremos -le aseguró observando de reojo a su padre, que no había abierto la boca, sumido en quién sabe cuáles pensamientos-. Son ustedes quienes no deben esperar.
– Por lo menos trata de hablar con Arturo. ¿O prefieres que lo haga yo?
– Ya veremos -susurró sin mucho convencimiento-. Es tarde, mejor nos vamos… Despídete, corazón.
El niño besó a sus abuelos y salió brincando a la acera. Allí permaneció saltando sobre un pie hasta que su madre lo tomó de la mano y se alejó con él.
Amalia se asomó para verlos marchar y sintió que el corazón le dolía tanto como el día en que vio morir a su padre.
¿Cómo podía dejarlos atrás? No ver crecer a su nieto, dejar de abrazar a su hija: ésa era la mitad de su miedo. La otra mitad era perder nuevamente a Pablo, y eso era lo que ocurriría si no lo sacaba de allí.
Por eso esperaba con ansiedad el permiso de salida que debía otorgarle el gobierno: la famosa tarjeta blanca. O la «carta de libertad», como le llamaban los cubanos tras el éxito de cierta telenovela donde una esclava se pasaba más de cien episodios esperando ese documento. Todos aquellos con visado para viajar debían pasar por una telenovela semejante: a menos que llegara esa tarjeta, nunca podrían salir.
Los primeros meses estuvieron llenos de esperanza. Cuando pasó el primer año, la esperanza se transformó en ansiedad. Después del tercer año, la ansiedad se convirtió en angustia. Y después del cuarto, Amalia se convenció de que jamás los dejarían irse. Quizás veinte años de cárcel les habían parecido insuficientes.
Se consolaba viendo crecer a su nieto: un muchacho hermoso y dulce como su Pablo en la lejana época en que se conocieron. Amalia notaba cómo se esmeraba en complacer a su abuelo. Siempre se las arreglaba para estar cerca de él, como si la amenaza de su separación hubiera hecho que atesorara cada minuto que pasaban juntos: temor que cada vez parecía más irreal, porque el tiempo pasaba y Pablo continuaba viviendo en esa prisión que era la isla.
Aunque seguía asustando a la gente con sus frases temerarias, nunca regresó a la cárcel. Quizás, después de todo, la policía secreta hubiera decidido que era un anciano inofensivo. De cualquier manera, dijera lo que dijera, nada podría hacer.
La escasez es el arma más eficaz para controlar las rebeliones. Con la excepción de algunos letreros que aparecían en los muros y los baños de ciertos lugares públicos, nada parecía ocurrir… Tampoco había con quién conspirar. La culpa era de esa epidemia que se había adherido como un parásito a la piel de todos: el miedo. Nadie se atrevía a hacer algo. Bueno, sólo algunos; pero ésos ya estaban en la cárcel. Entraban y salían regularmente de ella, y jamás lograban otra cosa que no fuera denunciar o protestar. Eran hombres y mujeres más jóvenes que Pablo, de un valor semejante al suyo, aunque sin los medios para conseguir más de lo que el propio Pablo había podido lograr.
A Pablo no le quedó otro remedio que observar; observar y tratar de entender ese país que cada vez se volvía más extraño. Un día, por ejemplo, había salido muy temprano a dar una vuelta y se detuvo frente a la antigua fonda de los Meng, que ahora era un local donde se almacenaban folletos de la Unión de Jóvenes Comunistas. Alzó el rostro al cielo enlodado de nubes, deseando que lloviera un poco para recibir las bendiciones de su bisabuelo. Junto a él pasó un perro sarnoso y lampiño, de esa especie que allí llamaban «perros chinos» porque apenas tienen pelos. El animal lo miró con miedo y esperanza. Pablo se agachó para acariciarlo y recordó aquella tonada de su niñez:
Cuando salí de La Habana
de nadie me despedí,
sólo de un perrito chino
que venía tras de mí.
Como el perrito era chino
un señor me lo compró
por un poco de dinero
y unas botas de charol.
Las botas se me rompieron,
el dinero se acabó.
¡Ay, perrito de mi vida!
¡Ay, perrito de mi amor!
Miró a su alrededor, como si esperara escuchar las campanillas del chino Julián anunciando sus helados de coco, guanábana y mantecado: los mejores del barrio; pero en la calle sólo jugaban tres chiquillos medio desnudos, que pronto se aburrieron y entraron a una casa.
A punto de marcharse, notó la expresión con que una niñita contemplaba algo que ocurría al doblar de la esquina, fuera del campo de su visión. Se asomó un poco, sin delatar su presencia, y vio a dos muchachas que conversaban animadamente junto a unos latones de basura. Comprendió de inmediato que una de ellas era prostituta. Su vestimenta y maquillaje la delataban; una pena, porque era bonita, de rasgos delicados y con un aire muy distinguido. La otra era monja, pero no parecía estarle dando ningún sermón a la descarriada. Por el contrario, ambas parecían charlar como si fueran viejas amigas.
La prostituta tenía una risa dulce y traviesa.
– Me imagino la cara que pondría tu confesor si le dijeras que hablas con el espíritu de una negra conga -se mofó.
– No digas eso, Claudia -respondió la monja-. No sabes lo mal que me hace sentir.
¿De qué hablaban aquellas mujeres? Miró en torno. No había nadie más a la vista, excepto la niñita, que permanecía sentada en el quicio de la puerta.
Los tres muchachos que antes jugaran en la acera volvieron a salir, dando alaridos y batiéndose a machetazos contra los colonizadores españoles. Pablo no pudo escuchar el resto de la conversación. Sólo vio que la monja se guardaba un papelito que le diera la prostituta antes de marcharse; después hizo algo más extraño todavía: miró hacia un montón de basura y se persignó. Enseguida pareció ruborizarse y, casi con furia, hizo la señal de la cruz en dirección a los latones, antes de seguir su camino.
Dios, qué país tan raro se había vuelto la isla.
Llegaron noches de lluvia y días de calor. Se inventaron nuevas consignas y se prohibieron otras. Hubo manifestaciones convocadas por el gobierno y protestas silenciosas en las casas. Corrieron rumores de atentados y se hicieron discursos que los negaban. Con el tiempo, Pablo lo fue olvidando todo. Olvidó sus primeros años en la isla, sus angustias por comprender su idioma, las interminables tardes de llevar y traer ropa; olvidó sus años universitarios cuando se debatía entre tres existencias: estudiar medicina, verse con Amalia a escondidas y luchar en el clandestinaje; olvidó que alguna vez quiso irse de un país al que había llegado a amar; olvidó los documentos que se enmohecían en una gaveta… Pero no olvidó su rabia.
En las noches más oscuras, su pecho gemía con un dolor antiguo. Huracanes, sequías, inundaciones: de todo fue testigo durante aquellos años en los que su vida tenía cada vez menos sentido. Ahora el país atravesaba una nueva etapa que, a diferencia de otras, parecía planificada porque hasta tenía un nombre oficiaclass="underline" Período Especial de Guerra en Tiempo de Paz. Un nombre estúpido y pedante, pensó Pablo, intentando acallar sus entrañas que chillaban de soledad. Nunca antes había sentido un hambre tan atroz, tan dominante, tan omnipresente. ¿Sería por eso que nunca le dejaron abandonar el país? ¿Para matarlo lentamente?
Abrió la puerta y se sentó en el umbral. El vecindario permanecía en tinieblas, inmerso nuevamente en uno de sus interminables apagones. Una ligera brisa recorría la calle, trayendo el vago rumor de las palmeras que cuchicheaban en el Parque Central. Sombras luminosas cubrían a medias el disco de la luna y se transformaban en volutas tiznadas. Por alguna razón recordó a Yuang. Últimamente pensaba mucho en él, quizás porque los años le habían hecho valorar más su sabiduría.
«Es una lástima que yo no la haya aprovechado más cuando él estaba vivo», se dijo, «pero debe pasarle a mucha gente. Demasiado tarde nos damos cuenta de cuánto quisimos a nuestros abuelos, de cuánto pudieron darnos y de lo que no supimos tomar en nuestra inocente ignorancia. Pero la huella de esa experiencia es imperecedera y de algún modo permanece en nosotros…».