– Un amigo me presentó a Claudia cuando ella trabajaba en una pizzería -contó él-, algo raro porque era licenciada en Historia del Arte. Parece que tuvo un problema político. Le regalé algún dinero cuando me enteré que tenía un niño pequeño.
– No sabía que estuviera casada.
– No lo estaba.
Cecilia se mordió los labios.
– A Gaia la conocí porque trabajó un tiempo en mi oficina después que salió de la universidad. Siempre andaba con la mirada asustada, como si quisiera huir de todo… Traté de llevarla a un psicólogo, pero nunca logré que lo viera porque vino para Miami.
– No me parece que Gaia esté enferma.
Frente a la pantalla, el rostro de Miguel se llenó de luz. Ahora sus ojos parecían verdes.
– Tal vez esta ciudad la haya sanado -aventuró él-; me han dicho que Miami tiene ese poder sobre los cubanos. También Melisa estuvo bajo tratamiento psiquiátrico, y ya la ves. Aunque yo nunca creí que tuviera ningún problema. Fue un asunto misterioso…
El bolero terminó y ellos regresaron a la mesa. Las muchachas habían ocupado otra con un grupo de amigos. Claudia les hizo señas para que se les unieran, pero Cecilia no se decidía a perder de vista su rincón.
– No quiero irme de aquí -confesó ella.
– Yo tampoco.
Rechazaron la invitación con un gesto.
– ¿De qué te graduaste?
– Soy sociólogo.
– ¿Y qué hacías allá?
Allá significaba la isla.
– Trabajaba en hospitales ayudando en las terapias de grupo, pero nunca le confesé a nadie mi verdadero sueño. Cecilia lo escuchó sin hacer comentarios.
– Desde hace tiempo estoy recopilando notas para un libro.
– ¿Eres escritor?
– No, sólo investigo.
– ¿Sobre qué?
– Los aportes de la cultura china en Cuba.
Ella lo observó con sorpresa.
– Casi nadie menciona a los chinos -insistió él-, aunque los manuales de historia y de sociología insisten en que son el tercer eslabón de nuestra cultura.
Una camarera se acercó a la mesa.
– ¿Van a tomar algo?
– Un Mojito -pidió Cecilia sin vacilar.
– Creí que no bebías con desconocidos -dijo él, sonriendo por primera vez cuando la mujer se marchó.
Se estudiaron por unos segundos. La oscuridad ya no era un obstáculo para la visión y Cecilia pudo distinguir el brillo de sus pupilas.
– ¿Cuándo llegaste de Cuba?
– Hace dos días.
Cecilia creyó que había oído mal.
– ¿Sólo dos días?
Y como él no respondiera, ensayó otra pregunta.
– ¿Quién te habló de este sitio?
La camarera llegó con las bebidas. Cuando se fue, Miguel se inclinó sobre la mesa.
– No sé qué vas a pensar si te cuento algo un poco extraño.
«Haz la prueba», lo desafió ella mentalmente; pero en voz alta dijo:
– No pensaré nada.
– Vine por mi abuela. Fue ella quien me habló de este bar.
Cecilia se quedó de una pieza.
Una mujer envuelta en chales salió a la pista, abrió los brazos como si fuera a bailar la danza de los siete velos, y dejó escuchar su voz susurrante, hecha para cantar boleros:
– «¿Cómo fue? No sé decirte cómo fue, no sé explicarte qué pasó, pero de ti me enamoré…»
– Vamos -le dijo Miguel, arrastrándola de nuevo. ¡Qué difícil era hablar así!
– ¿Desde cuándo tu abuela vive en Miami? -preguntó la muchacha, sin atreverse a pronunciar el nombre que retozaba en su lengua.
– Estuvo en Cuba varios años, esperando el permiso de salida para ella y mi abuelo. Sólo después que él murió se lo dieron. Entonces viajó sola para acá, pensando que mi madre y yo vendríamos enseguida, pero no nos dejaron viajar hasta hace poco. Mira -dijo buscando bajo su camisa-, esto es de ella.
El familiar azabache negro, engarzado en su manita de oro, colgaba de la cadena que llevaba al cuello. Parecía una joya muy delicada, apenas visible, sobre aquel pecho joven y robusto. Cecilia cerró los ojos. No sabía cómo decirle… Intentó seguir el ritmo de la melodía.
– ¿Y cuándo vendrá por aquí?
– ¿Quién?
– Tu abuela.
Miguel la miró con un brillo raro en los ojos.
– Mi abuela murió.
Cecilia dejó de moverse.
– ¿Cómo?
– Hace un año.
El trató de seguir bailando, pero Cecilia se había quedado clavada en su lugar.
– ¿No dijiste que te habló del bar?
– En un sueño. Me dijo que viniera aquí y… ¿Te sientes mal?
– Quiero sentarme.
La cabeza le daba vueltas.
– ¿Cómo tienes ese amuleto suyo? -consiguió preguntar mientras se recuperaba.
– Se lo dio a una amiga para que me lo entregara. Desde anoche lo tengo. Quizás por eso soñé con ella.
Entonces Cecilia recordó el primer acertijo: «cantina», «visión», «iluminaciones». ¿Cómo no se dio cuenta antes? Cantina: así llamaban a los bares en la época de Amalia. Eso era lo que la mujer había querido decirle: ella era una visión en un bar, alguien que estaba allí para ser iluminada. Pensó en las palabras de Amalia: «Su combinación te mostrará quién eres y qué debes esperar de ti». Ya no le quedaban dudas: ella también era una visionaria; alguien que podía hablar con los espíritus. Por eso arrastraba consigo una casa habitada por las almas de quienes se negaban a abandonarla. Ahora estaba segura de que había heredado los genes de su abuela Delfina. Si hasta Claudia se lo había dicho: «Tú andas con muertos». Pero había estado ciega.
Sin embargo, quedaba el segundo acertijo. ¿Cuál sería el «desafío» relacionado con ese futuro que obsesionaba a todos? Amalia le había advertido que los oráculos eran intuitivos, que debía buscar asociaciones. Muy bien. La «paloma» era un símbolo de paz. Pero ¿cómo asociarla a la imagen de un «cementerio»? ¿Significaba que el futuro de la isla era un desafío donde todos tendrían que decidir entre la paz y la muerte, entre la armonía y el caos?
– «No existe un momento del día en que pueda apartarte de mí -cantó la dama de los velos-. «El mundo parece distinto cuando no estás junto a mí…»
La canción, dulce y melancólica, logró tranquilizarla.
– ¿Te sientes mejor?
– No fue nada.
– ¿Puedes bailar?
– Creo que sí.
– «No hay bella melodía en que no surjas tú, ni yo quiero escucharla cuando me faltas tú…»
Aquel bolero parecía cantarle a su ciudad. O tal vez era que no podía escuchar un bolero sin recordar La Habana.
– «Es que te has convertido en parte de mi alma…»
Sí, su ciudad también era parte de ella, como el soplo de su respiración, como la naturaleza de sus visiones… igual que aquella que creía estar teniendo ahora en la atmósfera neblinosa del locaclass="underline" un hombrecito deforme, vestido con una especie de sotana, que se mecía ridículamente sobre el piano.
– Miguel…
– ¿Sí?
– ¿Me habré emborrachado con medio Mojito o es cierto que hay un enano encima del piano?
El observó por encima de su hombro.
– ¿De qué hablas? -comenzó a decir-. Yo no veo…
Se quedó en suspenso. Y cuando bajó la vista para mirarla, ella comprendió que conocía la leyenda del Martinico y que sabía lo que significaba verlo, pero ninguno de los dos dijo nada. Ya habría tiempo para explicaciones. Ya habría tiempo para hacer preguntas sobre los muertos. Ahora sospechó que siempre los tendría cerca, porque también acababa de descubrir a Amalia en medio del humo que danzaba como la niebla que sube del río.
Cecilia dejó de bailar.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Miguel.
– Nada -contestó estremeciéndose, cuando Amalia pasó entre ellos dejando una sensación gélida.
Pero la muchacha no reparó en aquella frialdad. Sólo quería saber qué perseguía la mujer con esa mirada fija y fascinada. Giró un poco su cabeza y apenas la reconoció: una Amalia casi adolescente bailaba con un joven parecido a Miguel, aunque de rasgos más asiáticos.