«Habrá que esperar», se dijo.
El viento olía a sangre y las gotas de lluvia se prendían en su piel como dedos espinosos. Cada rayo de sol era un dardo que le perforaba las pupilas. Cada destello de luna era una lengua que lamía sus hombros. Tres meses después del exorcismo, Ángela se quejaba de esas y otras monstruosidades.
– No está aojada -sentenció la Obispa, cuando Clara volvió a llamarla-. Tu hija tiene el mal de madre.
– ¿Qué es eso? -preguntó desde su susto doña Clara.
– El útero, el sitio de la paridera, se ha desprendido de su lugar y ahora está vagando por todo el cuerpo. Eso causa dolores de alma en las mujeres. Esta, al menos, anda callada. A otras les da por chillar como lamias en celo.
– ¿Y qué hacemos?
– Es un caso grave. Lo único que puedo recomendar son rezos… Ven aquí, Ángela.
Las tres mujeres se arrodillaron en torno a una vela:
En el nombre de la Trinidad,
de la misa de cada día,
y el evangelio de San Juan,
Madre Dolorida,
vuélvete a tu lugar.
Pero el rezo no sirvió de nada. Amanecía, y Ángela lloraba por los rincones. Llegaba el sol al cénit, y Ángela contemplaba la comida sin tocarla. Atardecía, y Ángela se quedaba junto a la puerta de su casa, después de haber vagado durante horas, mientras el Martinico hacía de las suyas… Y eso fue lo más terrible: el mal de madre atontó a Ángela, pero empeoró la conducta del duende.
Todas las tardes, cuando la joven se sentaba a contemplar las crecientes sombras, las piedras volaban sobre los caminantes que traían sus ganados de pastar o de beber, o atacaban a los comerciantes que regresaban de vender sus mercancías. Los aldeanos se quejaron ante Pedro, quien no tuvo más remedio que revelarles el secreto del Martinico.
– Sea duende o espectro, sólo queremos que no nos rompa la crisma. -Era la súplica común, después de conocer la novedad.
– Hablaré con Ángela -decía el padre con un nudo en la garganta, sabiendo de antemano que la conducta del duende dependía del ánimo de su hija y que, al mismo tiempo, lo que el Martinico hacía era independiente de la voluntad de la muchacha.
– Ángela, tienes que convencerlo. Ese duende no puede seguir molestando a la gente o nos echarán de aquí.
– Díselo tú, padre -respondía ella-. Tal vez a ti te escuche.
– ¿Crees que no se lo he pedido antes? Pero no parece oírme. Sospecho que nunca está presente cuando le hablo.
– Hoy sí.
– ¿Está cerca?
– Ahí mismo.
Pedro casi volcó un tarro de mermelada.
– No lo veo.
– Si le hablas, te oirá.
– Caballero Martinico…
Empezó su respetuoso discurso como ya había hecho otras veces, a lo cual siguió una parrafada donde le explicaba los problemas que podía ocasionar su conducta a la propia Angelita. No se lo rogaba por él, que era un indigno y mísero alfarero, sino por su esposa y por su niña, gracias a las cuales el respetable duende podía vivir entre los humanos.
Era evidente que el Martinico lo escuchaba. Durante la charla, los alrededores permanecieron tranquilos. Dos vecinos pasaron de largo y oyeron la perorata del hombre, que parecía dirigirse al aire, pero como ya estaban al tanto de la existencia del duende, sospecharon lo que ocurría y se apresuraron a seguir antes de que los alcanzara algún proyectil.
Pedro terminó su discurso y, satisfecho de su gestión, dio media vuelta para regresar a sus labores. De inmediato las piedras volvieron a llover en todas direcciones hasta que una de ellas le dio en la cabeza. Ángela fue a socorrerlo y recibió un garrotazo en plenas posaderas. Ambos tuvieron que esconderse en el taller, pero las piedras siguieron sacudiendo la casucha y amenazaron con desplomarla. Por primera vez en muchos meses, Ángela pareció salir de su estupor.
– ¡Eres un duende horrible! -le gritó, mientras limpiaba el rostro ensangrentado de su padre-. Te odio. ¡No quiero verte más!
Como por ensalmo, todo se calmó. Aún se escucharon los graznidos de algunas aves, asustadas por la ruidosa tempestad de piedras, pero Ángela estaba tan furiosa que no atendió a los ruegos de su padre para que no saliera del refugio.
– ¡Si vuelves a golpear a mi padre, a mi madre, o a mí, te juro que te echaré para siempre de nosotras! -vociferó ella con toda la fuerza de sus pulmones.
Hasta el viento pareció detenerse. Pedro sintió la oleada de miedo que penetraba por sus cabellos y sospechó que ese terror eran las emociones del duende.
La familia se acostó temprano después de colocar emplastos en la cabeza de Pedro, quien juró que jamás volvería a hablar con el Martinico; prefería que fueran otros los que recibieran las pedradas. Además, no sabía si las palabras de su hija tendrían un efecto permanente y no deseaba exponerse de nuevo. De todos modos, debía descansar. Llevaba dos días trabajando en un pedido de vasijas que pensaba decorar a la mañana siguiente.
En medio de la noche los despertó un estruendo espantoso, como si un trozo de luna se hubiera desplomado sobre la tierra. Pedro encendió un cirio y salió de la casa tiritando, seguido por su mujer e hija. La campiña semejaba una gruta ciega.
En el taller de alfarería reinaba el pandemónium: las vasijas volaban en todas direcciones, estallando en mil fragmentos al chocar contra las paredes; las mesas temblaban sobre sus patas; el torno daba vueltas como un molino indetenible… Pedro contempló el desastre, ciego de desesperación. Con aquel duende impenitente, su oficio de alfarero estaba condenado a la ruina.
– Mujer, empieza a recoger las cosas -murmuró-. Nos vamos a Torrelila.
– ¿Cómo?
– Que nos vamos con el tío Paco. Se acabó la alfarería. Clara empezó a llorar. -Con lo que has trabajado…
– Mañana venderé lo que pueda. Con ese dinero nos iremos a lo del tío, que ya me lo ha pedido muchas veces. -Y confiado en que el duende no lo oiría mientras siguiera destrozando cosas, agregó-: A partir de ahora, este Martinico comerá azafrán.
Humo y espuma
El mar reptaba hasta la orilla, derramando allí su cargamento de algas y besando los pies de quienes dormitaban cerca. Luego se replegaba como un felino furtivo para volver a su acoso con insistencia.
– No, nunca he vuelto -dijo Gaia-. Y creo que nunca lo haré.
– ¿Por qué?
– Demasiados recuerdos.
– Todos los tenemos.
– No tan terribles como los míos.
El sol descendía en South Beach, y la multitud de cuerpos jóvenes y dorados comenzaba a cambiar sus atuendos de andar por otros más acordes con la noche sofisticada de Miami. Las muchachas llevaban horas sentadas frente al mar y habían tenido tiempo de conversar sobre sus experiencias comunes en la isla, aunque no de aquellas que son propias de cada persona. Cecilia lo había intentado, pero la otra se empeñaba en guardar un extraño silencio.
– Es por esa casa fantasma, ¿verdad? -aventuró Cecilia.
– ¿Cómo?
– No quieres regresar a Cuba por aquella casa que me contaste.
Gaia asintió.
– Tengo una teoría -murmuró Gaia después de un instante-. Pienso que ese tipo de casas que cambian de sitio o de apariencia son las almas de ciertos lugares.
– ¿Y si hubiera dos o más merodeando por la misma zona? -preguntó Cecilia-. ¿Todas son almas de la misma ciudad?
– Un lugar puede tener más de un alma. O más bien, diferentes facetas de un alma. Los lugares son como las personas. Tienen muchas caras.