– La verdad es que jamás había oído hablar de casas fantasmas que cambiaran de esa manera que me has contado.
– Yo tampoco, pero te aseguro que en La Habana existe una mansión que se transforma cada vez que entras en ella; y ahora, en Miami, existe otra que se pasea por todas partes.
Cecilia escarbó en la arena y encontró un caracol.
– ¿Cómo era la casa de La Habana? -preguntó.
– Un lugar de engaños, un monstruo hecho para confundir. Allí nada es lo que parece, y lo que parece nunca es. No creo que el espíritu humano esté preparado para vivir en semejante incertidumbre.
– Pero nunca podemos estar seguros de nada.
– En la vida siempre hay imprevistos y accidentes; ésa es la dosis de inseguridad que admitimos. Pero si ocurre algo que conmueve los cimientos de lo cotidiano, la desconfianza empieza a cobrar proporciones inhumanas. Es ahí donde se vuelve peligrosa para la cordura. Podemos soportar nuestros miedos individuales si sabemos que el resto de la sociedad fluye dentro de ciertos parámetros normales, porque en el fondo esperamos que esos temores sólo sean un pequeño disloque individual que no se reflejará en el exterior. Pero apenas el miedo afecta el entorno, el individuo pierde su sostén natural; pierde la posibilidad de acudir a otros en busca de ayuda o consuelo… Eso era la casa fantasma de La Habana: un pozo oscuro y sin fondo.
Cecilia la observó de reojo.
– ¿Crees que la casa de Miami sea como aquélla?
– Por supuesto que no -respondió Gaia vivamente.
– Entonces ¿por qué no quieres hablar de ella?
– Ya te dije que esas mansiones fantasmas contienen trozos del alma de una ciudad. Los hay oscuros y los hay luminosos. No quiero averiguar de qué tipo es éste. Por si acaso.
– Es una pena que nunca me contaras sobre la segunda vez que viste la casa -aventuró Cecilia, sin mucha esperanza.
– Estaba en la playa.
Cecilia se sobresaltó.
– ¿Aquí?
– No, en la playita de Hammock Park, cerca de Old Cutler Road. ¿Nunca has ido?
– La verdad es que salgo muy poco -admitió Cecilia, casi avergonzada-. No hay mucho que ver en Miami.
Ahora fue Gaia quien la miró de un modo curioso, aunque no añadió nada.
– ¿Y qué pasó? -la animó Cecilia.
– Una tarde fui al restaurante que hay frente a esa playa. Me gusta comer mirando el mar. Cuando acabé, decidí caminar un poco por el parque y me entretuve mirando una zarigüeya con su cría. Habían bajado de un cocotero y ya se metían en el bosquecito cuando la madre se detuvo, alzó la cola y huyó entre la maleza con su hijo. Al principio no supe qué los había espantado. A poca distancia, sólo había una casa que parecía vacía. Las matas la cubrían un poco, así es que no la distinguí bien hasta que estuve cerca. Entonces la puerta se abrió y vi a una mujer vestida con ropa de otra época.
– ¿Un traje largo? -la interrumpió Cecilia, pensando en las doncellas fantasmas de los libros.
– No, nada de eso. Era una señora con un vestido de flores, parecido a los trajes de los años cuarenta o cincuenta. La señora me sonrió muy amable. Detrás salió un viejo que tío me hizo el menor caso. Cargaba una jaula vacía, que colgó de un gancho. Me acerqué un poco más y entonces descubrí que había otro piso encima, rodeado por un balcón. Ahí fue cuando reconocí la casa: era la misma que había visto junto a la mía aquella noche.
– ¿Y la mujer te habló?
– Creo que iba a decirme algo, pero no le di tiempo. Salí corriendo.
– ¿Puedo contarlo en mi artículo?
– No.
– Pero esto es nuevo. No aparece en la historia anterior.
– Porque ocurrió después.
– Sólo tengo tu testimonio -se quejó Cecilia-, y a la vez no puedo contar nada de lo que dices.
Gaia se mordió una uña.
– Pregunta en el restaurante frente a la playita. A lo mejor algún empleado ha visto algo.
Cecilia movió la cabeza.
– No creo que pueda conseguir un testigo mejor.
– ¿Sabes dónde está Atlantis?
– ¿La librería de Coral Cables?
– Es de una amiga mía que puede darte información. Se llama Lisa.
– ¿También vio la casa?
– No, pero conoce a personas que la han visto.
La oscuridad descendía sobre la arena y Gaia se había marchado, pero Cecilia continuaba oyendo a sus espaldas la música de los cafés abiertos al aire libre. Por alguna razón, el relato de la segunda visión la había deprimido. ¿Por qué Gaia no había ido a la playita con algún amigo? ¿Sería porque estaba tan sola como ella?
Su mirada resbaló entre las olas de un mar cada vez más agitado a medida que avanzaba la noche. Pensaba cómo habría sido su vida si sus padres le hubieran regalado un hermano. Mucho antes de que pensara en irse, ambos murieron con pocos meses de diferencia y la dejaron abandonada en una casona de El Vedado, hasta que ella decidió huir durante aquellos días en que miles de personas se lanzaban a las calles gritando «¡libertad, libertad!» como una manada enloquecida…
Harta de soledad, recogió su toalla y la metió en su bolso. Se daría una ducha antes de ir al bar. La gente salía a fiestas, se reunía con amigos, hacía planes con su pareja; pero ella sólo parecía tener una rutina… si es que puede llamársele así a conversar un par de veces con la misma anciana. Sin embargo, no tenía otra cosa que hacer. Sólo necesitó media hora para llegar a su apartamento, y otra más para comer y vestirse.
Cuando llegó al bar, ya estaba lleno de juerguistas y de humo: una niebla asfixiante y naturalmente tóxica. Apenas se podía respirar en aquella atmósfera que parecía la antesala de un hospital oncológico. Estornudó varias veces, antes de que sus pulmones se acostumbraran a la concentración de veneno.
«El hombre es un ser adaptable a cualquier mierda -pensó-. Por eso sobrevive a todas las catástrofes que provoca.»
La gente se apretujaba en la pista, arrullada por la voz del cantante. Junto a la barra, una pareja se contemplaba amorosamente en esa oscuridad de ultratumba. No había nadie más en las mesas.
Cecilia se sentó en el otro extremo, pero ni siquiera había un camarero para atenderla. Quizás también huyera a la pista para mecerse con el septuagenario bolero: «Sufro la inmensa pena de tu extravío, y siento el dolor profundo de tu partida, y lloro sin que sepas que el llanto mío tiene lágrimas negras… tiene lágrimas negras como mi vida…». De pronto, el bolero abandonó su tono quejumbroso y se convirtió en un jolgorio rumbero: «Tú me quieres dejar, yo no quiero sufrir. Contigo me voy, mi santa, aunque me cueste morir…». Las parejas rompieron su abrazo para mover sabrosamente caderas y hombros, abandonando el ánimo fúnebre de la canción. Así era su pueblo, pensó Cecilia, gozador hasta en la tragedia.
– Esa fue siempre una de mis canciones favoritas -dijo a sus espaldas una voz.
Cecilia saltó del susto, volviéndose hacia la mujer que parecía haber entrado sigilosamente.
– Y era también la favorita de mi madre -siguió diciendo la recién llegada-. Cada vez que la oigo, me acuerdo de ella.
Cecilia se fijó en su rostro. La oscuridad debió haberla engañado antes, porque la mujer apenas tendría cincuenta años.
– Nunca me dijo qué le ocurrió a Kui-fa cuando su marido se marchó a Cuba, ni qué fue de la muchacha medio loca.
– ¿Cuál muchacha?
– Esa que tenía visiones… la que creía ver a un duende.
– Ángela no estaba loca -aseguró la mujer-. Tener visiones no convierte a nadie en un desquiciado. Tú, más que nadie, deberías saberlo.
– ¿Por qué?
– ¿Piensas que tu abuela estaba loca?
– ¿Quién le dijo que ella tenía visiones?
– Tú misma.
Cecilia estaba segura de que jamás había mencionado la mediumnidad de su abuela. ¿O lo hizo la primera noche? Había estado un poco mareada…