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Esta visión escasamente duradera, en absoluto grandiosa, aunque indudable; la percepción insólita de acontecimientos y de personas que se extendían como en un desierto inmenso (ese desierto es, seguro, la Mente en que se realizan); la convicción de ser maciza y de bulto aquella gente y de que todos respiraban, me condujeron a tomar en serio y a recibir como verdad lo que el Gran Copto me mostraba, y tuve entonces la ocurrencia de rogarle que me ilustrase acerca de Napoleón, de quien probablemente había sido contemporáneo, o cuya época había atravesado, como quien desde los tiempos de El collar de la Reina ha llegado hasta aquí; a lo cual se echó a reír, y me ofreció que, si tenía interés, un interés razonable y discreto, me ayudaría a averiguarlo por mí mismo, aunque en otra ocasión. No sé por qué, Ariadna, interpreté aquella risa como la corroboración, por un testigo excepcional, de que Claire anda en lo cierto, porque si no significa que Napoleón no ha existido jamás, habrá que tomarla como el aserto convencido de que ninguno de nosotros existe: fue, sin duda, la risa que niega la realidad de todo, y aún es éste el momento en que, si la recuerdo, algo tiembla y se espeluzna en mi interior.

II

1. – Me sugirió, pues, el Gran Copto que orientase mi búsqueda, o al menos mi curiosidad, hacia la Isla de La Gorgona: cierto pedrusco resplandeciente que emerge en las derrotas del Mediterráneo central, más historia que tierra, como quien dice toda la historia que cabe en un brazado de peñas amontonadas, Ulises, Eneas, los Templarios, y ya te la contaré. Ese nombre me trajo inmediatamente a la memoria el de sir Ronald Sidney, ese de quien desciende Claire, el que nos cita sin citarlo, venga o no venga a cuento, aunque siempre venga a cuento un poema de amor cuando se está contigo: quizá no los de ese hombre, que nunca son de esperanza, sino sólo de presencia o de recuerdo. ¿No has visto su retrato, el de sir Ronald, colgado en su dormitorio, en el de Claire? ¡Aquel perfil impertinente, aquellos ojos clavados en la Nada! ¿O es que no te ha llevado nunca a su alcoba, Claire? No es menester que te ruborices al confesar que no: Claire es, en eso, muy mirado. No tiene, en cambio, escrúpulos en recitarte poemas de las Melodías eróticas, ese puñado de diamantes en ignición que contiene el repertorio entero de las alegrías y de las decepciones de la carne: todo lo que te falta, Ariadna. Tengo observado que Claire, a este respecto, es de imaginación escasa, como que toda su inventiva la consumió en el libro sobre Napoleón, de modo que si pasa una chica con las tetas bien puestas, el comentario se lo pone con versos de su tío tatarabuelo, cuando no del propio Donne. Pues susurrándote al oído o declamando en tu presencia este poema o el otro; haciendo suyas, en resumen, las palabras ajenas, quedaba bien contigo, que te gustaba escucharlas, las recibías como un mensaje personal, pero sin comprometerse él, después de todo, ya que no obliga a nada el texto repetido de un clásico; declamando, eso sí, con el mejor acento inglés del mundo.

Surgió esta digresión cuando iba a referirte que sir Ronald, tras varias vueltas por Europa, una temporada en Rusia, la acostumbrada visita a las Pirámides y un par de años al socaire del papa, se refugió en La Gorgona. El clima de la Isla es bueno, se vivía barato, y a sir Ronald no le iban bien las cosas en Inglaterra: como que su mujer, una presbiteriana insoportable de puro comedida en la cama, de puro remilgada y avara de sus dulzores, aunque muy bella, para cuya convicción, para cuyo deseo, el poeta estaba ya en el infierno, le perseguía incluso las ganancias granjeadas con aquellos versos pecaminosos, los que todo el mundo leía, esto es lo cierto, aunque nadie quisiera reconocerlo: versos de boudoir recoleto y de rincón nocturno: como que los ingleses que visitaban Italia, si se encontraban con sir Ronald, le volvían la espalda. ¡Lo que cuesta decir en un inglés como el céfiro lo que los demás piensan, pero que no se atreven a proclamar! Sir Ronald muestra en sus cartas la intención de permanecer para siempre en La Gorgona, e incluso en una de ellas asegura que ya tiene adquirido el lugar donde habrán de sepultarlo, cierto lecho de arena entre dos rocas, a la sombra de un ciprés batido por el terral, lo cual era materialmente imposible, por no decir falso, ya que en la Isla no había un solo ciprés, no lo hay aún, y sí algunos olivos varias veces milenarios, de esos que se retuercen como los hijos de Laoconte, y un matorral espeso de valor estratégico; pero quizá sir Ronald haya dado por vivo, por erguido y por plantado ante los aires furiosos un ciprés imaginado. Lo cual no le impidió escribir el famoso poema que figura en todas las antologías, y que también has oído recitar a Claire (cuando se pone triste): «Al ciprés que asombrará mi sueño», un prodigio de humor y fantasía, de fe en la vida y en la carne. He leído bastante de la obra de sir Ronald, pero lo que me gusta de ella es más de oídas, esos fragmentos de poemas o poemas enteros que incluye Claire en sus monólogos y que le sirven para tender, desde la tierra, escalas a la luna; también para excavar los pozos que le llevan al abismo. Un poco más voy conociendo de la vida de Sidney: tengo desde hace días en mi cuarto una biografía breve, de intención escolar, convencional y tópica, escrita para halagar a los escoceses exaltando el genio del poeta, y para no disgustar su quisquillosidad nacionalista con el relato de sus padecimientos en Inglaterra, pero tampoco su escrupulosidad moral con el recuerdo de sus diabólicas orgías en Italia: todo esto lo calla, y algunas cosas más que no deben saber los estudiantes, pero revela, poco antes del final, que el poeta marchó de La Gorgona, expulsado de la Isla, inmediatamente después de la revolución tras de la que una oligarquía innovadora de importadores e industriales suplantó a la oligarquía tradicional de los banqueros y los marinos. Y era precisamente entonces, al arribar sir Ronald al muelle de Palermo viniendo de La Gorgona, al quedar sentado encima de su petate, más impertinente y más altivo que nunca, aunque sin un chelín en el bolsillo, cuando se dice que le encontró Agnesse Contarini y lo aferró a su vida para siempre: al menos así lo cuenta ella en una de sus cartas, si bien parece que algún investigador de los más discretos lo haya puesto recientemente en duda. Tengo encargada, y espero recibirla pronto, una biografía más amplia de sir Ronald, más moderna también, pero, por el momento, con el nombre de Agnesse me basta, y de eso pienso hablarte. Cuando lo haga, darás un salto en la hamaca, hasta quedar sentada y balanceándote; tus ojos anhelantes y asustados, lucirán en la oscuridad como lucen esos insectos luminosos que a veces vuelan en parejas. (Es cierto que hay insectos que de noche vuelan y relumbran, pero, ¿es posible que lo hagan también tus ojos? ¿No estoy exagerando y alterando las leyes de la óptica y, por supuesto, las de la noche profunda?) Te darás cuenta entonces de que aquella tarde en que te sentiste confidencial, porque llegaste triste y te consolé, te fui sacando poco a poco lo de Agnesse de que ya me habíais hablado Claire y tú, pero por alusiones, fantasías o fragmentos que no aclaraban nada, sino más bien embarullaban. ¡Y no digamos cuando fue Claire el que habló, con ese laberinto de sus palabras y de sus intricadas ironías! ¡ Y luego dices que yo soy charlatán! Pues, ¿y Claire? Yo, algunas veces, digo verdades: él no hace más que delirar en un inglés excelente, sí, aunque bastante rebuscado, o en un francés más aceptable, lo reconozco, que el mío. Lo que deduje de aquella confusión brillante en que consistió su cuento, de aquellos retazos inconexos que formaban el tuyo, fue más o menos un esquema biográfico de Agnesse, eso mismo que según su expresión (que aceptas) sembró Claire en tu memoria, al modo ya explicado del haya en el regazo de un alcornoque. Pero yo sé algo más, la vida de la niña abandonada a sí misma y perdida en el palacio inmenso de cimientos lamidos por las aguas: un palacio ya entonces carcomido, a veces caían pedazos de las techumbres al fresco o losanges de las vidrieras emplomadas; los sirvientes, a quienes se tardaba en pagar, robaban cuadros cuyas huellas marcaban las paredes con una ausencia; y así también se rompían las alfombras y se deslucían los tapices: todo envejecido menos los espejos, espejos enormes en todas partes, la mejor colección de Venecia, verticales o apaisados, redondos, ovales. No sabía por qué, empujada por quién, Agnesse iba de uno en otro, y sin saberlo, como si fuera natural, aprendió a descubrir lo que guardaban en su fondo; en éste una escena de alcoba, en aquél un concierto, en el otro una conspiración o un asesinato, y así escuchándolos, mirándolos, averiguó la historia de su familia y otras historias más, y se halló en posesión para siempre de aquella virtud singular, merced a la cual leía en los espejos como en un libro, o presenciaba los espectáculos que se repetían en ellos como si asistiera al teatro, mientras a su alrededor, transcurrían el adulterio, la muerte por veneno, la conspiración, la santidad y la ruina; rezaban, apocalípticas, abuelas enlutadas y solemnes, antaño casquivanas; reñían y amenazaban tías carnales de soltería agriada, trasnochaban hermanos crápulas, robaban proveedores sin escrúpulos, y los mendigos que acudían al pórtico le llenaban la memoria de relatos antiguos, que remontaban a los tiempos en que estaba sin gente la laguna y por la mar andaba Ulises. Un profesor lunático le enseñó unos cuantos idiomas cultos y le imbuyó el gusto por los cuadros y las músicas, le hizo aprender de memoria versos de los poetas muertos, y recitarlos en la terraza nocturna ante la ciudad dormida, envuelta (Agnesse) en clámidas improvisadas. También le hablaba del amor y el heroísmo, de la libertad y de la aventura, y proyectaba con palabras precisas, aunque poéticas, el porvenir de una Agnesse ya adulta, que ella buscó después en los mismos espejos, sin hallarla; que intentó más tarde imaginar, especie de ménade frenética unas veces, perseguidora y perseguida, otras; temida y amada, conductora de muchedumbres o solitaria: si bien, diríamos hoy, aquellas imaginaciones no pasaban de meramente formales, casi puro movimiento y puro cauce, ya que a la niña le faltaba experiencia para llenarlas de sustancia, fuera política, erótica o religiosa, y a lo más que llegaba como cualquiera de su edad, era a atribuirse actos de heroínas halladas en las novelas. Pero, ¡eran tan aburridas aquellas que le traían de Inglaterra,

Clarissas y gente así, cuando le hubiera gustado ser una lady Stanhope, de quien su profesor también le había hablado! Aquel chiflado nacido en Rávena y que ocultaba su condición de sacerdote sacrilego bajo el aspecto y la conducta de un erudito libertino con paréntesis líricos, le había hecho escuchar al demonio en las pautas de Tartini, sonata que ejecutaba a veces un ciego en el rincón del puente próximo, y por aquella música a modo de tobogán se deslizaban las esperanzas de Agnesse, furiosas y vacías. Aunque más tarde, algo más tarde (su maestro de inglés había muerto o desaparecido: lo habían ahogado en un canal o lo habían expulsado de la ciudad), al descubrir la sensualidad en un rincón de su cuerpo, tenía ya de qué llenar los sueños, algunos de ellos. Pero no le dieron tiempo de ir muy lejos, porque la casaron a los diecisiete años con un mancebo, Manfredo, noble, rico y valiente, que la usó de momento para su personal desahogo, que hizo con ella lo que quiso, inspirado en los libros más que en su personal necesidad, lo cual le permitió a Agnesse entrever, quizá anhelar, el amor compartido. Manfredo la abandonó en seguida para irse con las tropas francesas cuando Venecia fue invadida. Agnesse se quedó con un cuerpo mancillado y solitario. Ella y sus familiares pertenecían al bando austríaco: tuvieron que emigrar.