2. – Cuando me preguntaste por qué llegué contento, por qué mi grito desde el embarcadero fue como un penetrante y orgulloso hal-lal-lí (lo comparaste, endiablada lectora, al que lanzaba Peter Pan después de haber matado un buen montón de piratas), te respondí cuando ya casi habías llegado con la barca, que porque estaba ya en posesión del Sésamo, ábrete, y tú te echaste a reír, cosa por otra parte nada nueva con la que sueles evitar llamarme loco. Ahora que lo pienso otra vez, creo que hay un matiz que no quedó del todo claro, y que lo de poseer, en cuanto aclaración, se queda en la mitad, porque no es sólo eso, sino como si al mismo tiempo me hubieran reintegrado al poder de crear mundos o al menos de sacarlos de la manga, como un prestímano: había temido que Cagliostro me dotase de alguno de esos instrumentos mágicos, lámpara o polvos: infundado temor, porque él mismo, según me dijo, nunca usó de semejantes recursos, sino tan sólo del poder incalculable de la mente cuando no se la encierra en los límites escuetos de lo convencional y de lo matemático: ¡en ese caso mueve montes, trastrueca tiempos, anticipa visiones y nos transporta a esas ínsulas extrañas que los científicos llaman la cuarta dimensión! Que sea así o de otro modo me importa, en el fondo, un bledo: las cuestiones aledañas, esta noche, discurren por sus propios caminos, y si me mandas ir al grano (sueles decirlo con distintas palabras cada vez que divago), te podré responder que me siento como Enrique al descubrir la flor azul (se me ocurre, de paso, si no serán la misma cosa, aquella flor y este poder): soy señor de las imágenes y podré viajar contigo, ir y venir por el tiempo, que debe ser algo así como usar de resbalillo un rayo de sol poniente. Me siento tembloroso de impaciencia, y no estaré tranquilo hasta que te haya cogido de la mano después del canto de la calandria y antes de la respuesta del ruiseñor: lo que se dice un santiamén.
Pero antes quiero precisar lo de Cagliostro. Me dijo: «Si va usted a La Gorgona por esos años que dice, no deje de visitarme. Me hallará disfrazado de cura en el palacio del obispo y podré contarle cosas». Le pregunté si en ese caso me reconocería. Me respondió que no: «Hace ciento setenta años, amigo mío, usted aún no existía». «¿Cómo, entonces, podremos visitarle? ¿A la manera, acaso, de una premonición?» «A la manera de un sueño. Sólo así tal encuentro no podrá influir en los hechos posteriores. Tenga usted en cuenta que si el ir y venir de la gente al pasado, como yo he ido tantas veces, o al futuro, como he ido también, pudiera alcanzar otra clase de realidad que la del sueño, estaría en nuestras manos la corrección de la historia, así como la prevención de las catástrofes, si bien es cierto que el hombre es tan estúpido que si le anuncian el abismo, se arroja a él más de prisa.» Me daba cuenta, Ariadna, conforme le escuchaba, de las puertas que así nos quedan francas, pues jamás se me hubiera figurado que se pueda ir más allá de la contemplación desconfiada del pretérito. Sin embargo, ¿lo comprendes?, aun a riesgo de no pasar de meros entes oníricos, podríamos hablar a Agnesse y también a sir Ronald, y su respuesta, soñada o no, serán palabras suyas. Bien, de acuerdo, no lo crees: lo impide tu conciencia de griega cultivada, mas no olvides que los misterios de Eleusis te pertenecen; yo no te comprometo a admitir que sea cierto, sino sólo a que escuches un relato, lo que oí de labios de ese hombre a quien llaman el Gran Copto, cuyo origen, cuya verdadera identidad desconozco, cuya razón de existir no se me alcanza, pero que bien pudiera obedecer a que está también formado de la sustancia del ensueño. Tus objeciones, no obstante, no las encuentro serias: que una invención novelesca, que patatín, que patatán. De acuerdo, ¿por qué no? Lo novelesco es una categoría legítima en la estética y en la historia. Quien a esta última entidad, que ya de por sí tiene un nombre imponente, la ve en su conjunto abrumador, como a ti te sucede, acaba por entenderla al modo de un proceso fraguado en el laboratorio: dadas ciertas personas y ciertas circunstancias, y puestas al fuego en un perol, se cambian en estas otras: igual que en la cocina. Pero mi corazón no abarca inmensidades abstractas, sino vivas, y, uno a uno, a su modo, es cada hombre una novela. Por otra parte no te obligo a que lo admitas: me basta con que sepas que ese obispo y ese supuesto cura a quienes visitaremos en La Gorgona, andan buscando un tesoro. Novelesco también, ¿verdad? No sabes cómo me alegra que lo sea, con toda la carga de inverosimilitud que te apetezca, aunque te convenga recordar que los españoles exploraron el Amazonas porque andaban tras un príncipe de oro, y que mientras perseguían, a través del desierto, la juventud perenne, descubrieron el Misisipí: siempre es bueno que se busque lo irreal, a condición de que sea en la tierra. Lo malo es si se va por ello a la luna. Cagliostro pretende nada menos que explorar los subterráneos del castillo en que habita el general Della Porta. ¿Que allí no hay nada? ¿Qué se hizo del oro y la plata de los Templarios? ¿Qué de sus misterios y secretos? ¿Piensas que todo se lo llevó Philippe le Bel para pagarle las minutas al señor Nogaret?