Ariadna, mi niña, olvídate de todo, quizá también de ti misma, y dispón al asombro ese ánimo entusiasta que alguna vez te sirvió para elevarte…Sí, no te enojes: aludo con alguna ironía a aquella ocasión en que fumaste marihuana, en que encendiste el porro en espera de que el humo sirviera de vehículo ascendente y de que te llevase, ¿adonde? Ni tú misma lo sabías: a un mundo de colores, de sonidos, de movimientos, torbellinos en que se engolfa, ¿quién? Porque habrías perdido la noción de ti misma y habrías sentido que alrededor pasaba algo, pero no a quién pasaba. Bueno, semejante a eso debe de ser, yo nunca fumé yerba, y describir sus efectos es como quien tropieza con un muro encalado. En todo caso, tú lo ignoras lo mismo, porque la yerba te mareó, quedaste fuera de juego, pero sin levantarte un solo pie sobre el nivel de tu propia conciencia. La barca que yo te invito a tripular no se menea, el aire que te invito a respirar a limpio huele, la mano a que te ofrezco asirte otras veces la has cogido. Ven, pues; acomódate ya. No sé si es la calandria la que canta, ni si responde el ruiseñor, allá ellos con sus canciones cruzadas; pero hay músicas que traspasan la umbría, salidas de minúsculos pechos entusiasmados: aunque descubro al escucharlas su revés melancólico, cantos de quienes saben que el bosque va en seguida a enmudecer, que el viento le robará las hojas, que cuajará en las ramas la nieve como marañas de cristal y que ni tú ni yo habitaremos ya la Isla. Estáte sosegada y deja que te coja de la mano: no es más que un tiempo breve, lo poco que tardaremos en desvelar cierto jirón de niebla que nos separa de la otra Isla, la que buscamos, ahí detrás, ahora. Pero, ¡no temas! No voy a conducirte delante del espejo, menos aún ante las aguas del lago, ahora reflejando un pedazo de luna. No te moverás de ahí, de ese sillón en que a veces me siento, y tú a mis pies, en que a veces te sientas y yo, como ahora, en la alfombra, alejado, acariciando, todo lo más, mi pipa. Te reservaba una sorpresa, y no era esa proclamación de la palabra prepotente, ese júbilo de quien posee el sésamo, con que te recibí, sino un cuento más largo, que te debo y que te contaré ahora, y fue que quise llevar a cabo las enseñanzas de Cagliostro, y lo preparé todo como un teatro: ventanas entornadas, una vela en el fondo, encendida, y el espejo en la silla, el de mi cuarto, que sabes que es capaz, y que con algo de esfuerzo mete en su cuadrilátero la batalla completa de Lepanto. Aunque yo no buscaba en él un golfo histórico, sino el espacio de mar indispensable para que pudiese navegar el
Artemisa, libre ya de galernas, la proa a La Gorgona. Pues no me fue posible arrancar al espejo ni la más modesta imagen, una gaviota volando, como no fuera la de mi rostro, cada vez más ceñudo y más desesperado, sospechoso ya de que Cagliostro me había embarullado, de que sus procedimientos no pasaban de mero ensayo de hipnotismo, o de otro género de sugestión, y de que me había hecho ver lo que él había querido que viese, aunque lo visto formase parte de la historia real y de la sabida, por eso. Te aseguro, Ariadna, que cuando la decepción me abandonó (jamás como en aquel momento se calentaron mis facultades críticas, aplicadas, a ratos, al que me había embaucado, a ratos a mi propia credulidad) no quedé muy bien ante mí mismo. Pero de aquel naufragio, y acaso como su consecuencia inevitable (yo necesitaba de alguna manera seguir a flote, quiero decir, averiguar la historia que pretendo regalarte), del fondo de la memoria, con muertos que vienen de las tumbas, igual que las palabras olvidadas que emergen del pasado y nos muestran su carga intacta de amor o de desprecio, así se levantaron imágenes antiguas, las de aquella vidente aldeana que leía en el fuego lo que estaba pasando en medio de la mar remota, ante los ojos estupefactos de la mujer y el niño que interrogaban por la suerte del marino partido, padre y esposo: escondía su morro gris el acorazado España y lo sacaba en medio de la espuma: el puente, la chimenea, las casamatas de los cañones, chorreaban el agua antes de hundirse otra vez, pero ni un solo bote salvavidas quedaba en la cubierta; y pudo verse también al comandante, un hombre pequeñito que se había amarrado a algún lugar, con el oficial de derrota, y conducía la nave con coraje y decisión: a aquel lugar espantoso le llaman el golfo de las Penas, pero eso no lo sabía la que sacaba las imágenes del fuego, ni la otra que, con su niño, las contemplaba. Todo esto lo recordé, como acabo de decirte; y tenía delante el fuego de nuestra chimenea, bailándole las llamas, alegres y dramáticas, y creándole formas innumerables. Se me ocurrió que acaso yo pudiera, como aquella mujer, interrogar al fuego… ¿Por qué no ha de residir en él, mejor que en un espejo, el secreto de lo pasado y de lo que ha de pasar, no solamente de lo que está pasando? Es posible que aquí nuestros criterios diverjan, Ariadna. Alguna vez, riéndote, me has contado que, en Nueva York, en momentos de angustia, acudiste a la maga, aquella que es de tu tierra y habla tu misma lengua, bueno, no exactamente, sino un dialecto próximo, que entiendes; y que ella trajo a un espejo la imagen de tu madre, de quien pudiste escuchar palabras de seguridad. Un espejo, Ariadna. En los espejos dice leer Cagliostro: cosa, el espejo, de ese mar tuyo, tan hermoso, en el que alguna vez quisiste competir con los delfines, en el que alguna vez pudiste competir con las sirenas. (En nuestro lago hay sólo unos pescaditos colorados.) Espejos, cosa vuestra, de esas riberas, no de las mías. En las riberas del océano, y también en los montes aledaños, y en los de tierra adentro, las verdades del tiempo se leen en el fuego. Como lo hacía Viviana, la que tuvo a Merlín prisionero en la tumbaga fulgurante de un anillo; como lo hizo Nyneve, que encerró al tal Merlín en el palacio de palabras, viento y ensueño que él mismo había inventado, y allí espera. Lo nuestro, Ariadna, es el fuego: por eso interrogué, temblando de esperanza, al de la chimenea, y las llamas respondieron. «¡No! -grité- ¡El Artemisa, no! ¡Antes, antes! ¡Quiero enterarme de algo de la revolución de La Gorgona!» El bergantín donde Agnesse dormía, tranquilos ya su corazón y el mar, se hundió en el centro oscurecido de las llamas, y apareció la Isla…