Lo que siguió, Ariadna, tengo también que resumírtelo. ¿Quién distribuyó en las horas profundas, descuidadas, de una noche, papeles con el manifiesto impreso del general Della Porta, nombre hasta entonces desconocido, interrogante a partir de entonces plantada en todas las conciencias? ¿Quién es Galvano? ¿De dónde viene? ¿Quién lo envía a redimir la atribulada Gorgona (o a alterar la paz de sus vecinos, según se mire)? El comodoro De Risi, antiguo Gran Almirante, ahora Podestá, lo preguntaba a su secretario, un capitán de fragata que había hecho la guerra en los siete mares, que había perdido una pierna en las Molucas y un ojo en el canal de Otranto. «¡Ah, no recuerdo ese nombre, almirante! Hubo unos Della Porta en la calle del Tránsito, cuando yo era muchacho, pero no sé que ninguno de ellos se llamase Galvano.» La respuesta le llegó al comodoro cuando alguien dejó encima de su mesa un papel de aleluyas cantadas por un ciego en el que se narraban las hazañas del general en la guerra de Rusia contra Turquía, y las que un día más tarde cantó otro ciego con las heroicidades de Galvano en las estepas del Asia Central. «Lo que no acierto a explicarme, dijo el comodoro De Risi, casi riendo, es cómo hemos ignorado durante tantos años que la Isla fuese cuna de un héroe tan pegado a la tierra. Porque, hasta ahora, todos los nuestros lo fueron de batallas navales o de tormentas, pero esto de ganar trifulcas en tierra firme es una novedad.» «Por eso, almirante, llama tanto la atención.» Otro día fue un soneto anónimo, pero de buena calidad, en que se exaltaban los méritos del militar, y el mismo día, por la tarde, sobrevino una algarada en el extremo de la ciudad latina, por la parte que mira al Arrabal, en que la gente victoreó a Della Porta y exigió al mismo tiempo que la sagrada reliquia de san Demetrio fuese devuelta a sus legítimos detentadores: los griegos de la otra parte de la ría, al escuchar el barullo, al traducir las voces, presintieron que una matanza amenazaba: las madres apretaban a sus hijos contra el pecho y, los hombres, los puños contra lo inevitable: en la ría no había barcos propios fondeados cuyas tripulaciones pudieran ayudar o en que los de más fortuna pudieran escapar. Mandaron una comisión cerca del Podestá: «¡Van a volver los viejos tiempos, Señoría, en que a las madres griegas se les arrancaban los hijos de los vientres hinchados!». El comodoro De Risi les respondió: «Lo más que puedo hacer para que os defendáis vosotros y me defendáis a mí es entregaros las armas. Llevároslas del arsenal los que trabajen en él. Daré órdenes». Al día siguiente, unas docenas de fusiles pasaron al barrio griego: eran armas bastante anticuadas. Al mismo tiempo, en los patios secretos de los comerciantes, escuadras de voluntarios hacían la instrucción con armas relucientes, que de los barcos ingleses habían desembarcado en la clandestinidad: las cajas que las traían venían consignadas como de bacalao.