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«¿Y cómo puede ser esto? Porque el velero no cabe por la boca de la botella, no hay más que mirarlo. ¡Hace pensar en brujerías!» El señor Pitti le explicó que metían las piezas dentro con pinzas como picos de cigüeña, aunque más finas, y las iban montando con paciencia. Aquél lo había hecho un francés. «¡Es una mercancía cara, señor! Pero, ¿no es verdad que lo vale? Le juro por la Virgen de Loreto que pagué sólo cinco piastras por debajo de lo que voy a pedir. Pero, ¿qué menos que otro tanto de ganancia? Es un capital expuesto, y si no doy a la mercancía una salida rápida, corro el peligro de que me roben. Las cosas raras, aunque el valor intrínseco no sea alto, son siempre tentadoras. ¡Y un primor como éste, más! Señor ministro, le puede preguntar a Franco Benvoglio, el corredor de comercio, que fue quien me lo trajo. Le pagué treinta piastras. Y no esperé a que llegaran clientes, que no habían de faltar. Vine a la Señoría pensando en el señor ministro. En toda la Isla no hay nadie, fuera del señor ministro, que merezca una alhaja como ésta. Treinta y cinco piastras.» No extendió la mano para recibirlas, pero en su mirada de bujarrón sentimental y un poco barrigudo había algo de pala para sacar del horno las hogazas. Ascanio llamó, y al que vino le ordenó pagar al señor Pitti «cuarenta piastras de su peculio personal, no fuera el vendedor diciendo por ahí…». Cuando acabaron las zalemas del señor Pitti, Ascanio entró en el despacho de Agnesse, y llevaba su carga con el mismo entusiasmo que las más eróticas orquídeas. Ella miró con asombro. «Un bergantín-goleta del comercio de Su Majestad Británica, His Majestic Ship, armado por si acaso, quizá en corso, y abanderado. ¿Usted no entiende de barcos? Pues aquéllas son cofas, éstos los botes salvavidas, el capitán manda desde ese sitio que se llama puente, y esos palos cruzados con las velas aferradas, se dice así, aferradas, tienen que ser tan fuertes que aguanten todo el viento que les llegue.» Agnesse había recogido de las manos de Ascanio, como de las de un rey que abdica, el barquichuelo. «Precioso, realmente precioso.» Lo miraba contra los vitrales, al contraluz: caía sobre los mástiles un rayo violeta. «¿Y ese palito delantero, ése que sale de la nariz del barco y aguanta tantas velas?» «Es el bauprés. Las velas se llaman foques, y, por triangulares, son de las de cuchillo.» «¡Qué cosa más bonita!»

Agnesse iba vestida de rosa, y Ascanio enteramente de negro. A Agnesse le relucía el fuego del cabello bajo la luz; los relumbres del de Ascanio eran como de acero pavón. La una tez, de la color del alba; la otra, del de la oliva. Ascanio, aunque cojo, tiraba a corpulento, y parecía cubrir la fragilidad de Agnesse. «¿Sabe que lo he comprado para usted?» Agnesse dio un respingo casi de susto. «¡No puede ser! A lo mejor le gusta a la señora Flaviarosa lo mismo que a mí.» «¿La señora Flaviarosa? ¡No tiene por qué enterarse! Usted lo recibirá en su casa sin que sepa nadie quién lo envía…»

En los cartapacios de sir Ronald Sidney constaban, por supuesto, los esbozos del poema al barquito en botella, el XXII si no recuerdo mal, sí, el XXII. Con el regalo del ministro delante, Agnesse lo releyó y deseó una vez más que aquellos versos hubieran nacido en su regazo, y lo demás pertinente. ¿Sabes, Ariadna, que el velero embotellado que, en el Museo Británico, acompaña a los manuscritos de sir Ronald, es un bergantín-goleta, H.M.S., y no la fragata española que de verdad sir Ronald regaló a Agnes? Alguien miente en esta historia, Ariadna. ¿No seré yo?

7. – Es de los días en que me toca esperar. Te llevaste mi coche, prometiste no olvidar las cartas y los paquetes, espero con ansiedad tu vuelta, pero aún falta un buen rato. Si te cuento lo que hice esta mañana, ¿te aburriré? Probablemente. Si me amases, leerías con avidez y tumulto en el corazón cualquier trivialidad que me tocase de lejos: no lo sería para ti, y esperarías cualquier sorpresa a la vuelta de cada nadería, siempre dispuesta al asombro, a la ansiedad, al desaliento: lo mismo que me sucede al escuchar ese resumen de tus mañanas que haces siempre al regreso, o mientras almorzamos cuando lo hacemos juntos. Pero si yo te escribiera aquí lo que desayuné, que se me quemó el pan al tostarlo, y que perdí una buena media hora buscando una camisa, ¿no es cierto que te aburrirías? Te gustan las historias que te cuento, a condición de que no sean mías, y, si lo son, que pertenezcan a un pasado tan remoto que pueda ser el de cualquiera. Te he prometido buscar ese momento que más te importa, la culminación, el climax, y lo haré. Mejor dicho, lo haremos, será de los viajes emparejados, la sorpresa, la atención compartidas, de modo que jamás olvides que venías conmigo. Sin embargo, por mi gusto, esperaría un poco más, no son nada unos días, hasta tener la historia más entera, los cabos bien atados, y no estos fragmentos sin coherencia a que la va reduciendo tu impaciencia. Fíjate tú, ahora que están para llegar, de una parte lord Nelson, con su reputación y sus heroicas deficiencias; su amiga de la otra, pero también Chateaubriand y Metternich con sus amantes. ¿Será posible que te deje indiferente lo que hagan y lo que digan, lo que suceda en la Isla, que algo tendrá que sucederles? No se columbra todos los días la ocasión de convivir, si bien al modo contemplativo, con tan distintos y distinguidos personajes. Pues tú sigues obsesionada con ese desenlace, podemos llamarle así, del que yo, la verdad, empiezo ya a olvidarme. O más bien desearía que así fuese. ¿No será que me arrepiento, aunque no me lo confiese, de habernos metido en esta danza? Aunque por otro lado, quiero decir… en fin, yo me entiendo. Considero sin embargo indispensable, y en este lugar situada, una aclaración digamos teórica, que hago al mismo tiempo para los dos, pues nos es necesaria tanto al uno como al otro. Fíjate, Ariadna, que eso que vamos quizá a presenciar, la invención del Corso, es el acontecimiento histórico más importante de su tiempo y uno de los capitales de la historia contemporánea, de magnitud equivalente a las de la muerte de Robespierre, la publicación de Das Kapital, la aparición en París de Cleo de Merode o el pánico causado por el cometa Halley. Tú, perita en historias y en interpretaciones, heredera de tantas filosofías, sabes que esa clase de sucesos jamás se manifiesta al modo inesperado y gratuito de una peste o de una erupción volcánica, sino que más bien resulta de unas fuerzas o de unos hechos que a los contemporáneos pueden pasar inadvertidos, pero no al historiador que contempla desde el pasado y con la debida perspectiva. La historia, tú lo sabes, se parece a un buen drama francés en ser un sistema de rigores. Y, ahora, yo me pregunto: ¿dónde están esos eventos previos que conducen necesariamente a la invención de Bonaparte? Te doy mi palabra de honor de que llevo escrutada la realidad de La Gorgona y, sobre todo, sus relaciones con Europa, Francia a un lado, al otro Inglaterra y el Imperio: pues, nada. Los generales de la República, el pueblo en armas, invaden, pelean, triunfan, saquean. Los cónsules se divierten de lo lindo, roban lo que pueden y pronuncian discursos de irreprochable retórica en los que no cree nadie. Pero nadie suspira por Napoleón, nadie piensa que la República desemboque en un poder personal, menos aún se espera o se desea que la nación, la France, se identifique con un emperador, pues para eso ya tenía un rey hereditario y absoluto al que no fue exactamente indispensable degollar. En resumen, se va a inventar a Napoleón gratuitamente. Por cierto que… ¡te va a coger de sorpresa! El señor cónsul de Inglaterra, ése de las orgías y la carta acerca de los dioses, tiene un criado corso llamado Napollione. Ya ves tú… Es un ragazzo alto y un poco desgarbado, de una potencia sexual incalculable, como que míster Algernon Smith lo tiene a su servicio para que le pruebe las mujeres, y días hay de cuatro o cinco.