Pero aquella alegría de mis palabras, te lo confieso, no fue sincera; y no tanto porque anunciases el fin de mi esperanza, sino porque no podía olvidar lo que sé de tu futuro inmediato, ahora mismo no sé cómo denominarlo, premonición, adivinación, corazonada, eso de que te espera la decepción y con ella, no sé, el dolor, la temible conciencia del fracaso. O lo que me causó tanto miedo cuando veía tu coche deslizarse entre las sombras, cerca del río -rotos ya todos los puentes entre Alain Sidney y tú. Es lo que se me impone ahora, es lo que me obsesiona con fuerza desde que dejé de oírte, desde que cesó el airecillo silbado con que te acompañaste mientras caía el agua de la ducha sobre tu cuerpo moreno, mientras te acostabas. Sólo cuando quedó la casa en silencio, me atreví a escribir: y tuve el cuaderno abierto ante mí, indeciso; incapaz, sobre todo, de decirte lo que de verdad sentía. Repasé algo de lo anterior, completé la última historia (quizá abreviándola), y ahora, antes de apagar la luz, quiero dejar aquí constancia de lo que temo y de lo que espero. Me esfuerzo en recobrar la imagen de tu coche y de seguirla; me esfuerzo en comprobar que dejas de vacilar, que conduces derecha, que te alejas del río, que entras finalmente en la ruta del bosque y que, al ver la luz de mi cuarto encendida, me llamas. Esta vez, sólo un rugido de claxon, no muy enérgico.
VI
1. – ¿Recuerdas que estaba hablando en el pasillo con el profesor Clark Martin cuando pasaste tú y dijiste: «¡No me esperes a comer, pero vendré a buscarte!»? Y te fuiste corriendo con esa chica morena que habla tan bien francés y de la que has dicho que la van a becar el próximo verano. Pues Clark te contempló, mientras corrías, con una sonrisa escueta colgada del bigote: no supe interpretarla de momento, pero la comprendí en cuanto dijo: «Pronto tendrán que dar una fiestecita juntos». «¿Una fiesta? ¿De cumpleaños, quizá? El mío ya ha pasado. En cuanto al de ella…» E intenté hacerle saber, con un guiño, que ignoro el día exacto en que naciste. Pero él, después de descolgar la sonrisa, me aclaró: «No se trata de cumpleaños, entiéndame, sino de dar un estado oficial a lo de ustedes». «¿Un estado oficial?», le dije, realmente sorprendido. Y a lo mejor me notó que no contaba con aquello: me echó la mano por los hombros: «Entiéndame. Aquí nadie se mete en si dos que viven juntos han pasado por la iglesia o por la casa de un juez, o si lo hacen tras haberse probado y comprobado, o, si el juez que les ampara es su propia voluntad. Lo único que les pedimos es que nos dejen entender, de manera visible y, sobre todo, social, que viven juntos. Y, para eso, basta un party un día cualquiera, de ocho a diez como todos los parties». Sentí la tentación de decirle que sí, que lo haríamos pronto: una tentación estúpida, sabiendo que al día siguiente (es decir, hoy mismo, el día en que esto escribo) marcharías a pasar el Thanksgiving con Claire. Por eso lo que hice fue desengañar a Clark, que se quedó algo perplejo. «Mire, querido Martin: indudablemente, la señorita Ariadna y yo llevamos viviendo juntos unas cuantas semanas, en esa casa tan linda que nos alquila la Universidad a los scholars en la Isla de los Jacintos Cortados, ya sabe a qué me refiero. Pero le puedo asegurar que ella duerme en su cama y yo en la mía, y que no hay trasvases nocturnos, ni cosa semejante.» Clark abrió entonces los ojos como expresión, impropia de un inglés, de su sorpresa. «Pero, en tal caso, ¿a qué viene…?» «Querido Martin, ya sé que son ustedes propicios a respetar la libertad ajena. Pues bien, si intentan respetar la de dos que se acuestan, háganlo también con dos que no lo hacen, aunque les cueste trabajo entenderlo.» «¡Ya lo creo que me lo costará! Usted no es un extravagante sexual, o, al menos, no lo dice su fama.» «Pues quizá por eso mismo pueda vivir en amistad con una compañera que es sólo amiga, aunque no para siempre, por supuesto, eso se lo aseguro, sino sólo lo que dure el alquiler.» Martin volvió a sonreír, aunque de otra manera, una sonrisa más declarada, de esas que se comprenden sólo con ver. «Pues si es así… No seré yo quien me meta, y, desde luego, no hay razón para el party.» Seguimos hablando, después, aunque no de lo mismo, hasta que por un extremo del corredor pasó la decana Ramsay, toda estirada y encopetada, nada informal, como sabes, y Clark le chistó y se fue con ella. No sé por qué me pareció entonces entender que había venido comisionado por el comité de las cotorras para que, de la manera más discreta posible, pero también más enérgica, nos enterase de que, de un modo o de otro, dos personas que se quieren no pueden vivir juntas si la sociedad no lo autoriza, al menos ya pasado un tiempo prudencial, el de prueba. Y no necesito explicarte que, ni antes del piscolabis, ni después, me fue posible trabajar, ni siquiera recordarte, pues toda imagen y toda idea habituales habían sido desplazadas por un tumulto de meditaciones inconexas acerca de algo que jamás me había preocupado más de quince minutos, la libertad del pueblo americano, o, al menos, la de esa parte del pueblo que vive alrededor de los «campuses» (ahí tienes un latinismo sajonizado) y que reclama para sí el estatuto libérrimo del universitario. Pues no hay tal libertad, Ariadna: si queremos dormir juntos, tiene que autorizarlo la doctora Ramsay. ¿Imaginas con qué amabilidad nos llevaría, después, a cenar a su casa? (Por cierto, me han dicho que se ha traído de España unas espléndidas imágenes barrocas, desecho de algún altar desmochado. Me gustaría verlas y, sobre todo, que no las tuviera ella. Lo cual no debes entender como invitación al hurto, aunque, ¿por qué no?)
Marchamos atardecido, Ariadna, uno detrás del otro, tú delante. Te perdí en dos semáforos seguidos, te recobré y, una vez en el bosque, perseguí las luces rojas de tu coche. Fue una de esas raras ocasiones nocturnas en que, yendo contigo, el cosmos permaneció invariable, o acaso que mi fantasía no modificó las sombras: seguramente se debió a que tenía que atender al volante. Llovía un poco, agua menuda, sin fuerza. Me hubiera gustado hallar un símbolo en las ramas del limpiaparabrisas, esas patas de mosca tan monótonas, tan escasamente significativas, pero no se me ocurrió nada medianamente estimable: estaba quieto mi caletre, quizá momentáneamente seco. Al entrar en nuestra vereda, sentí el crujir de las ramas desgajadas, de las hojas muertas. Abocamos el lago, el embarcadero, nuestra cabaña. Lucía la lámpara del pórtico y el barquichuelo se meneaba un poco. ¿Quieres creer que todo lo percibí en lo que es y cómo es, y que lo hallé empobrecido? ¡Querida Ariadna, la realidad sin tropos resulta francamente insuficiente! Anoche, en aquel momento de la llegada, me sentí incapaz de rescatarla ni aun con la palabra, el único rescate ya posible.
En la travesía (¡qué voz tan ancha para distancia tan corta!) me preguntaste por las cosas del día y, sin que te las hubiera contado, me hablaste de las tuyas. La alegría te salía a los ojos, y creí ver una emoción de esperanza en el modo que tuviste de remar, más seguro que el mío, mejor acompasado. Y no dejaste de hablar ya dentro, desde tu cuarto en tanto te cambiabas, desde el fogón mientras hacías la cena. Yo te escuché y encendí la chimenea, con un cuidado especiaclass="underline" nunca como entonces experimenté la sensación, casi la convicción, de que estaba preparando un escenario. Llegué a disponer los troncos en ángulo ordenado como si se tratase de un decorado, acaso de los antiguos, no de estos de ahora, tan abstractos, y llegué a ver, como en telones y forillos de brocha gorda, la Isla de La Gorgona y los rincones más conocidos y transitados de nuestra fantasía: un mar y un cielo más azules que nunca, demasiado azules, las casas encaladas, algunas paredes ocre y las ventanas verdes. Si no recuerdo mal, crecía incluso un ciprés que no pasó de añadido imaginario, porque en la ciudad de La Gorgona, como recordarás, nunca crecieron cipreses ni aun en el patio del monasterio, por falta de esa mínima tierra que un ciprés necesita. Pero todo el tinglado se disolvió en el aire al alzarse las llamas, y se expandió el olor al arce, tan agradable. Viniste con la sopera en la mano, y me dijiste que habías huroneado en la despensa, y que, aunque quedaban víveres bastantes, a lo mejor me resultaban las comidas monótonas, de modo que tal vez conviniera que alguno de estos tres días me fuese por los caminos en busca de un restaurante al azar o bien a tiro fijo, y enumeraste algunos de los varios en que hemos comido bien, aunque yo no pueda precisar ahora si el buen recuerdo que guardo de ellos se debe a unas viandas bien guisadas o a que estabas conmigo. ¡Hallé tan lógica tu advertencia, te encontré tan real, tan verdadera y, al mismo tiempo, tan generosa! Porque, ¿qué otra cosa que una enorme bondad permite, cuando se vive en la esperanza del amor, pensar en las necesidades mínimas de otro, que no es precisamente el otro? Después me preguntaste si ya sabía lo que íbamos a hacer al acabar la cena, y te dije que sí. «Por vez primera, no contemplé la Historia, sino que la escuché. No es música, te lo aseguro, pero no le presté gran atención, porque buscaba sólo una palabra, que se me reiteró, eso sí, que incluso me llegó con refuerzo de timbales y de cañones, pero lo que me interesaba no era su orquestación, sino su balbuceo, y, más o menos, tengo acotados ya el lugar y la fecha. A lo mejor me equivoco, de eso no se está libre nunca; pero, no sé por qué, confío en haber acertado. En todo caso, no creo que te aburras.» Alargaste la mano y cogiste la mía. «Esta noche no busco la diversión, lo sabes.» «Ya sé. Buscas un regalo que llevarle, mañana, a Claire.» Bajaste la cabeza, ruborizada. Y yo pensé, y estuve a punto de exclamar: «¡Qué más regalo que tú!».