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premier.» «¡Quizá tenga razón, pero el rey de Inglaterra es, por lo menos, visible de más cerca, y, con frecuencia, audible. Tiene vida privada, e incluso aventuras sentimentales, y los ingleses sabemos quién es su sastre, y todo eso.» Volvió a escucharse la risa sapientísima del cónsuclass="underline" «No creo que nadie de los presentes, hecha excepción de nuestros invitados forasteros, claro está, ignore que el general Della Porta sería un bulo si no fuese un muñeco, y pido perdón a la Misteriosa Dama si acabo de descubrir un secreto de Estado». También rió Flaviarosa, más inteligentemente todavía: una risa que, además, creaba espacios. «Un secreto de Estado, sí, aunque sui generis. Si todo el mundo sabe que el general Della Porta es una ficción flagrante, todo el mundo está de acuerdo en que el secreto debe permanecer secreto, porque es un secreto útil y en él se fundamenta la seguridad de todos. El señor cónsul de Inglaterra puede, probablemente, corroborarlo.» El señor Algernon Smith había estado ayudando a Napollione en la preparación de bebidas nuevas, de modo que se aproximó al grupo con dos vasos en la mano. Era el momento en que la silueta del general, mera sombra contra un cielo turquesa, se retiraba. «Pues lo haré con mucho gusto, y llegaré a reconocer que, como ardid, no tiene igual. Incluso me atrevería a recomendarlo como sustitución del Parlamento, por lo menos en algunos países, no en Inglaterra, por supuesto, porque allá estamos bien abastecidos de fantasmas. Hemos pasado todos por el trance desagradable de la ejecución de Luis XVI. Si los reyes de Francia fueran ficticios, o no habría necesidad de ajusticiarlos o, en el caso de hacerlo, no nos causaría repugnancia.» «Pero hubieran movido igual a los ejércitos del orden contra ese pueblo regicida», intervino Metternich; «con el cuerpo de un hombre o como mera ilusión, un rey es siempre un rey». «Yo añadiría -terció Chateaubriand- que, en cierto modo, todos los reyes tienen algo de fantástico.» «Pero no fantasmal -opuso el señor Smith, ya libres de bebidas sus delicadas manos-; en cualquier caso, admiro a la persona que inventó al general Della Porta.» «Y yo le doy las gracias en su nombre», le respondió Flaviarosa. Nelson había seguido los movimientos del general hasta su desaparición en la pared ensombrecida. «Luego, ¿qué es? ¿Sólo un muñeco?» «Sobre la consistencia física de Su Excelencia, yo no puedo informarle -le dijo Flaviarosa-, pero sí le aseguro que es, por lo menos, un uniforme.» «Sí, eso ya lo he podido ver. Un uniforme, por otra parte, muy corriente.» «Como conviene a un general amado de sus tropas que comparte con ellas el frío y el calor.» «Eso, según. Las tropas aman también a los generales de uniformes deslumbrantes.» «El general Della Porta desdeña esos atuendos como apropiados para los segundones.» «Pero, en esta Isla, ¿hay ejército?» «No, almirante. No hay más que seis soldados decorativos, y hasta un par de docenas de mandos intermedios. A esos me refería.» Napollione anunció que la mesa estaba servida, y se inició la ceremonia de dar el brazo a las damas y conducirlas a sus asientos. En la mesa abundaban las fuentes más espectaculares, desde los emplumados faisanes a las langostas en gelatina, y, en cuanto a vinos, los había de todos los colores, de todas las temperaturas y de bastantes nacionalidades, a causa, seguramente, de que la posición de La Gorgona en las rutas comerciales favorecía la importación de caldos apreciados. Incluso en un rincón estaba prevista la garrafa de Porto para cuando quedasen solos los caballeros. Se iniciaron entonces diálogos parciales, y a Nicolás le costó trabajo arrancar una sola palabra a lady Hamilton: el almirante, en cambio, halló en Agnesse una buena conversadora más informada de lo que pudiera esperarse de una muchacha con tan hermosa cabellera: singularmente enterada de los asuntos de Estado en todo lo concerniente a construcciones navales. Pudo charlar con ella, mientras duró el
consomé, de tiempos y de calidades, como si se tratara de un capataz del astillero, y en un momento de imprevista debilidad, admitió Nelson, complacido, que su inspección de los barcos a punto de botarse había sido satisfactoria, y Agnesse pensó que era una lástima que su asistencia a aquella cena fuese de tapadillo, pues, en caso contrario, le habría sido posible informar a Aldobrandini acerca de la opinión del almirante, y el ministro hubiera probablemente reconocido sus dotes de agente más o menos secreto. Y no pensó esto por deseo que hubiera de servir a su jefe, sino más bien de crecer en su estimación profesional. Se consoló, no obstante, al preguntar a su interlocutor por la ocasión gloriosa en que le habían arrebatado el brazo, y si era la misma en que había perdido el ojo. Lord Nelson le respondió con la acostumbrada sobriedad británica, y, por ser británico del todo, incluyó un chiste en el relato (chiste que, por desgracia, no ha pasado a la historia, a causa del olvido inmediato en que incurrió Agnesse).