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ipso facto con su fecunda magnanimidad: aquel orgasmo trascendió el lugar y el tiempo, y, por supuesto, los personajes; los poetas del mundo celebran desde entonces la generación de Helena, así como la supremacía del amor sobre la economía como causa de las guerras, lo cual dilató a su modo, más bien intelectual, la dimensión del espacio escénico, esta vez en dirección preferentemente dialéctica. Mientras los otros aplaudían, Agnesse dijo al bello Nicolás que, tal y como se iban poniendo las cosas, y puesto que el jardín había quedado desierto de músicos y de criados, que aquello iba a acabar rodando todos por el suelo, y lo mejor que podía ocurrir era que coincidiesen las parejas: palabras que recogió la Historia y que pueden verse en las antologías de frases célebres. Abandonó entonces a Nicolás y corrió al escenario, donde representó con la ya acostumbrada participación celeste y la correspondiente amplificación espacial, la ocasión en que Danae había sido mojada por la lluvia de oro, mimada en este caso por un chal de tisú dorado que colgado previamente de la enredadera y cayendo en forma de chorro, recogía Agnesse con una mano y lo dirigía a la entrepierna; el orgasmo de Danae fue de los que hacen temblar el misterio, exactamente, quizá por deseo divino de que fuera así; no obstante, y mientras tanto, la otra mano de Agnesse contenía no se sabe si los pechos o la respiración, hasta que se desvaneció y desapareció de escena: dejó en todos la impresión, esta insistencia en las aventuras de Zeus, de que aquellas damas intentaban de algún modo, con ofrendas al arquetipo contrario, disculparse de su escasa generosidad con el emperador en proyecto. El aplauso, nutrido, se interrumpió bruscamente, cuando Flaviarosa se adelantó, majestuosa y un poco nonchalante, y dijo que iba a representarse a sí misma, puesto que el antifaz, que todavía conservaba, le había estorbado una comunicación más completa de su persona. Y así fue: se limitó a desnudarse a la vista de todos -las prendas iban cayendo alrededor, como muralla mágica- y a mostrarse, primero quieta, luego en redondo. Quizá fue la más bella, pero en conjunto, pues lady Hamilton tenía mejores ancas, mejores tetas Agnesse, la espalda más hermosa Marie y las piernas más largas la condesa. Fue también la que dio el espectáculo más lento, y después de mostrarse a los treinta y seis rumbos de la rosa, como si contemplase puestas de sol o amaneceres, empezó a vestirse con parsimonia: bragas sutiles, enaguas como el céfiro; la túnica, tan bella y bien cortada. Fue entonces, cuando Algernon, ante el asombro de todos, emitió un largo silbido, seguido de palmadas, y empezó a oírse un tamboril, tocado con los dedos, a cuyo son se enmarañó en seguida el de una flauta suave y honda, una flauta como una caricia; componían un ritmo que se insinuó como una promesa y pronto sonó como una oferta. Todos habían quedado en silencio, y hasta lord Nelson había dejado de acariciar a lady Hamilton. Aquello duró un instante. Lo que surgió en seguida no fue una llama, aunque lo pareciera, sino el cuerpo de Agnesse: quieto, los brazos levantados, y, de pronto, sacudido por el ritmo en movimiento de brazos, de pechos, de caderas, con lentitud de astro. Volvió a semejarse a la llama que nosotros, Ariadna, mirábamos bailar. Iluminaba. La miraban miradas inmóviles, pero las manos y los pies le seguían el ritmo. ¿Alguien más se arrancaría a bailar? Pues, en aquel instante mismo, se oyeron unos fuertes aleteos, como si en la pureza augusta de la noche unas criadas furiosas sacudieran alfombras: como que les obligó a todos a mirar a los aires, a tiempo que pasaban en vuelo casi rasante las Tres Ancianas Aéreas, la Vieja, la Muerta y la Tonta, Una, Dos, Tres, Bruja es; y dejaron al paso un fuerte olor a almizcle y a ancianidad perfectamente mixturado. Quienes no las conocían, se replegaron: lady Hamilton, a los brazos de su almirante; Marie, a los del vizconde; Dorotea de Lieven, a los de Metternich. Y Flaviarosa, un poco más serena y menos sorprendida, le preguntó a Algernon si también las había invitado. «Le aseguro que no, se lo aseguro», y seguía la evolución aérea del trío, que después de unas vueltas por los altos del jardín, vino a posarse en el caballete de la muralla como tres avechuchos en su rama: los ojos de asombro, los pelos lacios. Las alumbraba, no hasta los rostros, el resplandor de las antorchas, y se vio cómo venían vestidas: la Vieja, de amarillo dorado y rojo vino, el mismo traje con que la había pintado el Tiziano cuando andaba por Venecia de puta de postín, y tenía palacete propio en la Isla de San Giorgio: una maravilla de la costura prebarroca, ahora bastante deteriorado y con algún jirón en la falda; a la Muerta la habían puesto ropa de gran sarao, muy escotada, de terciopelo bordado de estrellitas de oro: sólo que al dejarle al descubierto los hombros y el arranque de las tetas, se veía que era toda de trapo; la Tonta venía de colorado, un traje como quien dice de anteayer, como que habían enterrado con él a La Traviata después de su deceso, y alguien lo había adquirido y exhumado por razones de mera hechicería: le venía algo estrecho, claro, aunque no demasiado, porque la Tonta había adelgazado mucho últimamente a causa del régimen de comidas a que su hermana la tenía sometida: como que ya el volar le empezaba a resultar dificultoso, y por eso. Enjoyadas las tres, qué caray, de lo fino y de lo bueno, grandes alhajas de cortesanas de todos los regímenes antiguos, favoritas de proceres, duchas en las discretas artes del olvido: traían esmeraldas y perlas, y cosas de ésas azules y encarnadas, en collares, en diademas, en pulseras, y alguna de esas preseas revelaba notable antigüedad, con la firma de aurífice escondida, aunque nadie supiera la procedencia, a nadie confesada por el trío, que la había olvidado. (¿No te parece, Ariadna, que acabo de gastar demasiada prosa en unos meros culos de vaso?) Las luces que las gemas devolvían parecieron tranquilizar un tanto a las sorprendidas y en un principio temerosas damas, y, por lo menos, adelantaron las cabezas para curiosear, mientras Agnesse procuraba disimularse en una sombra y Flaviarosa comprobaba la seguridad de los lazos que le sujetaban el antifaz. El cónsul se encaminó hacia ellas, y con una reverencia cortés invitó a las Hermanas Apolilladas a tomar parte en la fiesta y a descender de la tapia. Cosa curiosa, el vuelo bajo de las Hermanas había achicado el espacio antes inmensurable, el que abarcaba hasta allende las más remotas galaxias, y lo había reducido a los límites domésticos de una habitación techada, aunque, para ámbito tal, los Pájaros quedasen algo grandes: de este modo anunciaban los cielos el final de su participación en el espectáculo y dejaban el sitio a los Infiernos.