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Sin embargo, y sólo como refugio personal o como escapatoria, pensé en el cuento, busqué en las llamas su continuación, y no por encontrarlo indispensable, el subterfugio ígneo, sino por fidelidad a lo que había sido rito y ceremonia. Y lo primero que se me presentó fue la sombra de la Vieja, plantada delante de Ascanio, en el enorme despacho de la Señoría, lleno de recuadros y fantasmas solemnes: le pedía a su sobrino nada menos que un decreto o bando en que se proclamase que La Muerta sería sepultada con honores de gran comodoro, y que la llevarían a la catedral en un armón de artillería, con la carrera cubierta por marineros armados y veintiún cañonazos de ordenanza. «¡Pero, estás loca! Si no tenemos marineros. ¿Cómo van a cubrir la carrera y mucho menos armados? Además, sería escandaloso para las cancillerías, un escándalo sobre todo en los despachos del imperio, tan cuidadoso siempre del protocolo, tan exigente; y los ingleses, no digamos. Existen unas leyes que rigen los ceremoniales, y tu hermana no es una princesa de sangre, lo que hubiera podido justificar el armón y los honores. Tendrás que resignarte a un entierro privado.» La Vieja estuvo a punto de rasgar las vestiduras. «¡Un entierro privado! ¡Mi hermana un entierro privado! ¡Ella, que fue más que princesa y más que reina, más que emperatriz y que papisa, por haber sido todas esas cosas juntas! ¿En qué piensas, Ascanio? ¿Es que has perdido el sentido de la decencia familiar?» Pero Ascanio se limitó a rogarle que no le diera la lata, porque estaba muy ocupado; que inventase otra clase de entierro, todo lo suntuoso que se le apeteciera, incluso con cohetes y bengalas si lo creía mejor, pero que no rozase en absoluto la vida oficial. Aquella mañana, Ascanio estaba de mal humor, estaba de un humor de perros, porque La Vieja, antes de pedirle honores de princesa reinante para La Muerta, le había relatado la presentida orgía en la quinta del cónsul, y había denunciado a Agnesse como oficiante en la ceremonia de la pelota viva. «¡Te aseguro que habían estado desnudas! ¡Mi olfato reconoce a la legua la carne de mujer! ¡Desnudas, las muy zorras! ¡Y una había que no le vi la cara, pero tendrías que preguntar a tu esposa dónde estuvo esta noche!» Y lo curioso era que a Ascanio no le había inquietado gran cosa lo hecho por su mujer aquella noche, ni dónde ni con quién había estado: pero saber a Agnesse presente en la cena del cónsul le había partido en dos mitades el corazón, de arriba abajo precisamente, y le había metido en el cerebro algo así como una nube oscura que le impedía entender, pero que desataba su furia. No obstante, en medio de la congoja, se preguntaba y no encontraba respuestas: ¿Qué relaciones tenía Agnesse con el cónsul? ¿Formaba parte de su harén acaso?, ¿O no era más que una agente del Foreing Office introducida en su despacho para espiarlo? Guando se fue La Vieja, rezongando, Ascanio entró en el despacho vacío de Agnesse, y la ausencia evidente le sacudió el alma, y fue seguramente en aquel instante cuando se complicó con los astros y con los meteoros el dolor que sentía, hasta mudarlo en un dolor cósmico, de modo que las punzadas sentidas en mitad del corazón repercutían sin duda alguna en Casiopea y alteraban la dirección del viento. Al mismo tiempo, sus suspiros, al igual que sus órdenes, resonaban bajo la bóveda pintada por los mejores maestros del XVIII: «¡ Que vaya inmediatamente un coche a casa de la viuda Fulcanelli y traiga a la señorita!». El coche regresó de vacío, con el recado de que la señorita no había vuelto a casa aquella noche. «¡Que traigan a la viuda Fulcanelli!» Cuando Marietta estuvo delante de él, medrosa pero digna, se limitó a contarle que, un poco antes de amanecer, ya rayaban las rosas en el oriente, había llegado un carruaje ante la puerta, y que un hombre al que no conocía le había traído una nota de Agnesse, de puño y letra, con la súplica de que entregase al dador sus cosas metidas en el baúl, sin olvidar papel ni horquilla. Y eso era todo. «¡Sin más explicaciones, señor ministro, y no porque yo no las pidiera! El hombre aquel era mudo.» «¿Tú sabes, Marietta, que puedo hacer que te torturen hasta que confieses lo que sabes?» «¡Puedes enviarme al potro, donde seguramente moriré, pero no me sacarán una palabra más porque no la hay!» A Ascanio le pareció que Marietta no mentía, y la despidió diciéndole que, de momento, habían terminado, y que ya hablarían más tarde, y a continuación llamó a los jefes de las distintas policías, la del Estado, la secreta y la suya personal, y les encomendó que buscasen a Agnesse casa por casa, sin excluir, por supuesto, la del cónsul de Inglaterra, respetable señor y amigo, al que desde luego pedía disculpas por las molestias; y todo esto lo hacía Ascanio dando voces, viniendo, yendo, y quedándose quieto, con muestras harto evidentes y fácilmente interpretables de haber perdido la mesura y quizá también la calma, con lo que se desconcertó el personal de la Señoría, qué le sucederá, qué le habrá sucedido, y la noticia del alboroto le llegó a Flaviarosa cuando, bastante tarde, apareció en su despacho, con huellas en los ojos de haber dormido poco, pero tranquila y segura como una reina algo viciosa. El primer gulipa a mano le refirió que Su Excelencia andaba a aquellas horas levantado de tono, que no hacía más que gritar, y que ninguna oficina funcionaba, porque a las órdenes sucedían las contraórdenes, y a los síes los noes. Flaviarosa despachó unos asuntos sin importancia, le puso unas letras a míster Algernon Smith pidiéndole disculpas por las molestias que la policía iba seguramente a causarle, si es que ella no llegaba a tiempo para evitarlo, y con calma se dirigió al gran salón de su marido, donde Ascanio, después del paroxismo y del clamor al cielo, había caído en una especie de melancolía silenciosa y a veces gimoteante. Vio a Flaviarosa, y no se meneó hasta que ella le dijo: «No busques más a esa muchacha, porque ha huido». Entonces, dio un salto Ascanio y agarró a su mujer con fuerza por los hombros. «¿Quién le ayudó a escapar? ¿fuiste tú?» «No, no fui yo porque no tuve ocasión, pero, de haberla tenido, lo hubiera hecho. Mi policía me informó de su marcha esta madrugada, en un patache griego, sin que se sepa el rumbo. Llevó con ella lo suyo.» Ascanio cayó de golpe en la poltrona y empezó a lamentarse: «¡Agnesse, Agnesse, se me ha escapado mi amor, me ha dejado sin vida!» y más cosas así, incoherentes, hasta que Flaviarosa, con voz bastante conmovida, le explicó que él tenía la culpa, que Agnesse había huido de puro miedo, después de que las brujas la habían descubierto en la quinta del cónsul. «Y tú, ¿cómo lo sabes?» «¡Lo sabe toda la ciudad y no se habla de otra cosa!» «Pero, ¿y qué tenía ella que hacer en la quinta del cónsul?» «¡Divertirse, nada más que divertirse!Bueno y también dormir con alguien, supongo. No se te ocurrió jamás que una muchacha joven necesita de algunas expansiones. La gente tiene su corazón.» Ascanio, entonces, se levantó y confesó a su esposa, con la voz temblona y los ojos en lo más alto del techo: «Yo la amaba, ¿comprendes? La amaba con el alma, la amaba como nunca te amé, la amaba más que a mi vida y más que a todo lo que hay en el mundo». «Sí, pero se te olvidó acostarte con ella.» «¡Ella y yo somos casados, Flaviarosa! ¡Y mi conciencia no me permitía…!» «La conciencia de Agnesse no coincidió con la tuya, ésa es la explicación.» «Yo la hubiera adorado en silencio hasta el fin de mi vida. Le hubiera dado poder, dinero.» Flaviarosa se encogió de hombros. «Agnesse prefería un poco de felicidad». «¿Es el placer a lo que te refieres?» «Naturalmente, a ese placer hasta ahora indispensable para ser dichoso.» «De saberlo, también se lo hubiera dado.» Al todopoderoso Aldobrandini le acometió en aquel mismo momento algo así como un hipo. Volvió a sentarse y escondió la cabeza entre las manos. Por el temblor comprendió Flaviarosa que lloraba. Le acarició el cabello y le dijo: «Ya no tiene remedio. Si quieres algo de mí, estaré en mi despacho».