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El catafalco que ves no son más que cajones disimulados, como todos los catafalcos; pero el terciopelo negro, bordado y blasonado, que lo cubre, ya figuró en el funeral del papa Alejandro VI, quedó en herencia a la Vieja por servicios prestados, con unas dosis de ponzoña de añadidura. Se había frisado un poco, el terciopelo, con los siglos, por la parte de las dobleces, pero, a fuerza de cepillo, quedó bastante bien, y, además, como decía la Vieja, y con razón, su mismo deterioro acreditaba su remota prosapia. Los candelabros eran un poco más recientes, de bronce pesado, con amorcillos trepando por rosales y vides y enviándose besos de descarado misticismo, obras atribuidas al Bernini en un momento de ebriedad. Cuanto a la alfombra, había venido de Persia un par de siglos antes. Pero eso carece de relieve en el conjunto; no resalta, como en seguida se advierte. Lo que atrae, lo que ha solicitado tu atención desde el momento de entrar en el salón tan triste y tan lujoso, fue el rostro de la Muerta (Talía, no lo olvides). Por lo pronto, el escultor se había esmerado, había puesto en la máscara suficiente talento. Como no le habían dado retrato que copiar, ni siquiera una idea, él había hojeado antiguos grabados y dibujos, y había acabado por elegir la bellísima cara de una doncella pintada seguramente por el Guardi con ocasión de un deceso, a la que había añadido por su cuenta unas arrugas apenas perceptibles en las esquinas de los ojos y de los labios, sólo por haber oído alguna vez que la Muerta, igual que sus hermanas, contaba siglos. La puso blanca, claro, pero de una blancura opalescente, casi cristal, y para el rojo de los labios imaginó la palidez de una guindilla (en esto, desde luego, no fue demasiado original, pero tampoco se le pueden pedir filigranas a un modesto escultor isleño). Añadió unas sombras muy leves, y el consabido violeta a las ojeras. Cuando a la Vieja le llegó aquella máscara, al momento no reconoció en ella a su hermana muerta, pero como el rostro de porcelana quebrada por el inglés tampoco representaba con toda exactitud la verdadera cara de la Muerta (de quien algunos aseguran que no existió jamás, y que fue una convención tácitamente aceptada a lo largo de los siglos, como se aceptó después la de Napoleón), dijo que bien, que se le parecía mucho, y sin dilaciones ella misma la instaló en el lugar adecuado, completó con ella la figura, vestida del ropón florentino (un primor de damasco rosado), yacente en el ataúd. No faltaba más que encender los blandones y mandó que lo hicieran. Y ya empezaba a entrar la gente que hacía cola a la puerta del palacio para los pésames y las visitas a la difunta, cuando se le ocurrió a la Vieja una novedad con la que completar, diríase perfeccionar, la leyenda de su hermana inexistente, y fue escribir en un largo y retorcido pergamino, con grandes letras de fuego, estas palabras:

Talía murió virgen

Y las puso ella misma a la cabecera del armatoste, casi tapando el Crucifijo: Entonces se enorgulleció de su obra y pensó sin atreverse a reconocerlo que, en el fondo, valía la pena que hubieran matado a la Muerta, pues así tenía un pretexto para organizar aquel magnífico espectáculo y poner en circulación aquella especie de la virginidad mantenida a través de tantas encarnaciones, que de ser cierto o, al menos, de ser creído, daría al acontecimiento en su conjunto un tono de solemnidad trascendente que (sobre todo si se lo proponía Ascanio) bien pudiera acabar con la beatificación de Talía como punto de arranque: pues, ¿no era una víctima de la intransigencia protestante? Y lo que después pudiera suceder no se atrevía a imaginarlo, pero su mero presentimiento la escalofriaba de gozo. Todo esto sucedía un par de semanas antes de ese momento elegido por nuestra curiosidad. El velorio había durado tanto porque los encargos hechos a la Península no los daban cumplidos, fuera porque en Nápoles hubiera pocos violines, fuera porque en Calabria los mendigos temieran que se intentase engañarlos y venderlos como esclavos a algún pachá de Oriente. Por fin lograron reunir ochenta. De violinistas, veinticinco, y costó caro: llevaban ya cuatro días ensayando el Misserere de Butarelli, que, por voluntad de la Vieja, habían de tocar durante el sepelio, siendo cantado por los niños de coro de la catedral latina (que ensayaban también). De este Butarelli, La Vieja hizo saber a las visitas que había amado a la Muerta en su mocedad (en la del mozo, pues la Muerta no había sido joven jamás), y que había compuesto una ópera en su honor, pero que, al sobrevenir alguna de sus muertes, quizá la cuarta o la quinta, el desesperado amante había utilizado los materiales sonoros de la ópera para componer una Elegía, que se cantó en la plaza con asistencia de príncipes y otros melómanos, y aquel tremendo Misserere, timbales a las puertas del infierno, para usar en los entierros previsibles de la Muerta.

La apertura del velorio tuvo una solemnidad de llantos muy loada por la asistencia: el de la Vieja era intenso y silencioso; el de la Tonta, aparatoso y chillón como de plañidera profesional. La Vieja, a veces, quedaba muda y transida, y después de un pedazo así, en que parecía que el alma le hubiese emigrado tras de la de su hermana, hipaba de repente y dejaba rodar las lágrimas calientes. Los chillidos de la Tonta subían y bajaban, y en alguna ocasión fueron tan fuertes que la Vieja dijo a un ujier cercano: «Decirle a esa tonta que se calle, que no la aguanto más», pero esto es seguramente una calumnia. Acaso lo sea también la especie de que, detrás de las orejas de la Muerta, vigilaban unos ojos petrificados en azabache como de dos arañas tremendas.

El sepelio se organizó a la caída de la tarde, y empezó a caminar cuando ya se ponía el sol, con la interrupción obligada de escuchar las trompetas vespertinas y contemplar allá arriba la figura envarada del General, padre leproso de la patria, merced a cuyo cuidado la gente de La Gorgona podía enterrarse como le viniera en gana. ¡ Pues no faltaba más! Arrancó la primera la cruz alzada con los ciriales consabidos, llevados por tres monagos de buena talla, sobrepelliz blanco y sotana negra, y detrás, cuarenta a cada lado de la calle y un gran espacio en medio, los ochenta mendigos con los hachones lucientes en las manos, ni uno cojo, ni uno manco, ni uno solo corcovado, mendigos como flores, lo mejor del mercado de mendigos, y las ochenta llamitas temblorosas y levemente rojizas, como un párpado múltiple en el crepúsculo creciente, y así marchaban, lentos y hermosos en su miseria: quizás fuesen también mendigos milenarios, trimilenarios, los ciudadanos libres que habían votado la cicuta para Sócrates y se veían ahora en aquella calamidad, libres aún, pero pobres. ¡Pues menuda Historia podía hacerse a cuenta de ellos, sólo con preguntarles uno a uno! Pero acaso llegase a fatigarte, a ti, Ariadna, que eres de la profesión. De modo que voy a detenerme unos instantes en decirte lo que son Las Cuatro Torres. Eso no lo has visto en tu tierra, menos aun aquí, en USA, donde el melodrama funerario prefiere otros materiales. Las Cuatro Torres son esas cuatro varas llevadas por cuatro porteadores, muy pesadas, como que se requieren para poder cargarlas esas cuatro correas que pendiendo del cuello reposan en las barrigas, y allí, en un agujero ad hoc, se enganchan los árboles o mástiles, quiero decir las varas, hacia cuya mitad, y hasta arriba, salen en orden de simetría esas tulipas moradas que ves, todas de vidrio afamado, hasta cuarenta en cada torre, cada tulipa con su vela y todas las velas encendidas, fíjate tú, tantas llamas moradas, tanto temblor de oraciones en lo alto, como breves castillos de luz que se movieran. Van situadas en las esquinas del féretro, un poco apartadas de él, naturalmente, para no tropezar, y alumbran si no a la Muerta (a la que llevan destapada, asómbrate, destapada para que todo el mundo le diga adiós a la belleza lánguida de su escayola), al menos a su nombre y su recuerdo, según la costumbre seguida sabe Dios dónde con las mozas que mueren con el virgo en la entrepierna. Destapada, te dije, y las manitas en cruz, y el cabello sin lazo y arrastrando, así como lo oyes, arrastrando, porque esos que la conducen, lacayos con libreas de luto y plata, peluca blanca, en vez de cargarla en hombros, la llevan de la mano, como ves, en unas parihuelas transversales en que reposa el féretro, y así la Muerta queda a la altura necesaria para que un palmo de su cabello arrastre y barra humildemente el pavimento. ¡Da escalofríos verlo…! ¿Verdad? Un cabello tan lindo, tan leonado, de ondas tan generosas, obra maestra de sabe Dios qué peluquera…! ¡Él solo hubiera hecho feliz a un amante, de haber existido alguna vez la Muerta y haberse dejado amar! ¿Dices que Butarelli? ¡A saber si no es una invención de la Vieja, a saber si escribió alguna vez el Misserere, a saber…! Todo lo cual contradice a lo que llevo dicho. De acuerdo, pero no olvides que esas contradicciones jamás dejarán de serlo a causa de la extravagante y diría extraviada sensibilidad de los investigadores, que nunca se fijan más que en cuestiones secundarias.