Pues ya van tres inmortales. Del cuarto te hablaré ahora mismo: no es de los milagrosos, muestra patente de que Dios lo puede todo, sino más bien de los técnicos, poseedor de un secreto químico que le permite mantenerse, lo cual le priva del halo trascendente y le confina a los límites de nuestra humanidad. Lo conocí por mediación de Ashverus y a petición mía, una noche de invierno, en un lugar extraño del Greenwich Village: extraño, no porque presentara o hiciese presentir circunstancias o caracteres extraordinarios, sino precisamente por su vulgaridad, tan evidente, tan llamativa y tan tranquilizadora: se descansaba en ella, protegía como el regazo de una madre, era una casita de dos plantas, con dos huecos en el alto y uno en el piso bajo, en cuya puerta llamó mi amigo de una manera convenida y en el que nos introdujo quien en seguida se presentó como el conde Cagliostro: sin sorpresa por ninguna de las partes, pues había sido advertido de quién era yo, de modo que fue una presentación convencional en las fórmulas, ceremonias y sonrisas. Me resultó agradable aquel a quien no sé si llamar farsante o tenerlo por la auténtica persona a que su nombre remite, y debo decir que otro tanto me sucedió con los otros, me sucede todavía: el Ashverus, y los dos emisarios del cielo, pues por alto que sea el refinamiento de una inteligencia, por rica que sea su experiencia en sucesos inhabituales, por ancha que sea su tolerancia intelectual, siempre queda en el interior de la conciencia, agazapado, esa especie de simio racional ahito de sensatez que desconfía de unos hombres porque se declaran inmortales, que los cataloga inmediatamente como impostores. Bastantes veces, a lo largo de mi vida, intenté desembarazarme de semejante personaje, expulsarlo de mí mediante los más increíbles exorcismos, sobre todo en aquellas ocasiones en que, por haber seguido sus consejos, cometí esa media docena de errores de que puedo arrepentirme y que me han ido conformando; pero no fue posible, porque él es yo mismo, es una parte indestructible de mí y, sobre todo, incansable en su charlatanería matemática y en su manera de advertir o de insultar: por símbolos más bien que por conceptos. Todo el tiempo que duraron mis relaciones con aquellos irreprochables caballeros, Enoch, Elias, Ashverus y Cagliostro, no hizo más que increparme y reírse de mí, de modo que temí, aquella noche en el Greenwich Village, que el huésped, tan amable, llegara a presentir sus carcajadas, que no son emocionales, como las de todo el mundo, sino cargadas de lógica. No debió de ser así, por cuanto Cagliostro mantuvo hasta el final su cortesía, no mostró desconfianza, ni siquiera suspicacia. Tampoco había motivos aparentes, pues yo le escuchaba entre arrobado y bobo, o, mejor dicho, escuchaba la conversación chispeante de aquellos personajes que, a lo largo de los dos últimos milenios, se habían encontrado muchas veces, amigos unas, otras en campos opuestos, y que se referían ahora a grandes acontecimientos o a personillas de las que no se guarda memoria: en cualquier caso, pedazos enteros del pasado parecían revivir en aquella conversación, y fue precisamente esa palabra, pasado, que pronuncié en una de mis escasas intervenciones, la que dio pie a Cagliostro para endilgarme un discurso que mejor parecía una lección de cátedra, como que comportaba nada menos que una interpretación desconocida de la historia y una nueva metafísica del tiempo. Pero, antes de repetir (siempre en la medida que permitan mis recuerdos) sus palabras o sus ideas, quiero dejar constancia de los preliminares de nuestra conversación, cuando le conté hasta qué punto su nombre y su figura me resultaban familiares y admirados, así como frecuentemente rememorados, incluso con emoción y terror, a partir de aquellos tiempos de mi infancia en que José Bálsamo, uno de sus muchos nombres, iba y venía y reclamaba mi atención en cuanto protagonista de unas novelas harto leídas. Evoqué sobre todo aquel comienzo de una de ellas en que Cagliostro, ignorado como tal por el lector, viajero anónimo y nocturno, asciende por la ladera de una montaña una noche de lluvia y viento, asciende pese a las voces que le aconsejan retroceder, que le amenazan si continúa, hasta que al fin, en las ruinas de un castillo probablemente gótico y tras un rito iniciático interrumpido y frustrado, resulta que el viajero y catecúmeno es nada menos que Cagliostro, el Grande Oriente de la Masonería. «¡Ah! -dijo él-. Era un buen tiempo aquél, era un buen tiempo, aunque más peligroso que éste. Pero yo no fui nunca masón, o al menos no lo fui de la especie racionalista, sino de la mística, y por eso me pasé a los Rosa Cruces hasta que pude fundar mi propia secta, o, si ustedes lo prefieren, mi propia organización. Hoy ya no soy el Grande Oriente, sino el Gran Copto, y como a tal me obedecen más de cien mil ciudadanos de este país; tengo pactos convenidos con los Templarios, y relaciones financieras con el Vaticano. La Casa Blanca ignora la magnitud de mi poder. El presidente puede, por supuesto, declarar la guerra y enviar bajo otros cielos marines y misiles, cosa que a mí me está vedada; pero si yo maquino una revolución, llevo el país a la ruina en menos de una semana. Claro que no me interesa hacerlo y que, en realidad, soy una potencia conservadora; pero alguna prueba menos aparatosa de mi poder quizá la dé algún día, aunque prefiera antes dar señal de mi ciencia, experiencia de siglos transmitida en secreto y con peligro, en la que se resumen los saberes que no convienen al Poder, que se oponen al Orden y que contradicen la Verdad. Mi ciencia es la única, la verdadera revolución».
Lo decía como bromeando, mientras mi simio interior me susurraba: «Pero, ¡qué tío! ¡Cómo se sabe el papel, y qué papel ha escogido! Me gustaría saber quién es y de dónde viene. Por la cara parece bizantino». Efectivamente, pese a sus aires de hombre moderno, en su rostro alargado y oliváceo, que a veces me recuerda al tuyo, quedaba mucho de santo helénico, de cara trazada según las normas y los principios de un arte que inscribe el cuerpo humano en un sistema de círculos y cuadros en que se guarda respeto al Áureo Número. Aquella vez que me llevaron de visita a ese monasterio ruso instalado en las montañas que quedan hacia el oeste de la Northway, y que me dejaron curiosear en el taller del monje que pintaba iconos, en una tabla arrinconada y medio embadurnada se veía el esbozo de un rostro como el de Cagliostro. Cierta noche, ya no recuerdo cuál, nos dijo haber nacido en Mantinea.