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Dos horas frente a la chimenea, Ariadna, las del crepúsculo; un sol hermoso, seguramente, incendiando los átomos del bosque: hasta que se me fatigaron los ojos de contemplar la lumbre, de leer unos hechos en sus lenguas cambiantes. Hubiera buscado a sir Ronald en medio de tanta gente, hubiera debido hacerlo, y hallar con él su estupefacción, su asombrada sonrisa ante el transcurso de los sucesos, su carcajada rigurosa y fría como un razonamiento al presenciar la apoteosis del general, pero cuando te sientes arrebatado por un barullo como éste que acabo de relatarte, en parte vendaval y en parte vocerío, rico en heroicidades que no aludo y en dramas personales que me callo, lo normal es olvidar las peripecias privadas de los que se mantienen ajenos al tumulto, que en este caso sería como al margen de la historia, a la cual, por otra parte, pertenecía ya sir Ronald; lo que entre tanto hacía o padecía, lo que se divertía quizá y probablemente, lo averiguaremos otro día, según lo vayan exigiendo las circunstancias del relato. Puedo, ahora, satisfacerte en cambio con un par de pequeñeces que innecesaria pero también inevitablemente pude averiguar: que debiera olvidar, pero que no olvidé, al modo como tampoco se olvidan ciertas minucias que en el recuerdo se agrandan y a veces llenan toda una vida o sirven de soporte a una esperanza, cuando no a un rencor: así, cierta mirada que me dirigiste, cierta caricia que me regalaste, no quiero decir ahora por qué ni cómo. La primera de esas minucias fue que en un momento de la reunión en la Gran Sala del Consejo, cuando aquellos que habían participado en la Liberación de la República con algo más que con el simple grado de sorche voluntario se habían congregado alrededor de Aldobrandini, cada cual deponía su declaración, y varios secretarios, en competencia de habilidad, lo registraban en actas, preguntó Ascanio al final y sonriente: «¿De manera que todos, vivos y muertos, animales, pedruscos y plantas, han participado en la conspiración con entusiasmo unánime?», uno, seguramente un bromista, o, ¿quién sabe?, un delator disimulado, le respondió: «Sí, Señoría, excepto los jacintos que plantan en sus macetas las esposas e hijas de los marinos. Ésos se han negado a toda colaboración», a lo que Ascanio respondió con una carcajada contagiosa: «¡Pues que los corten a todos, esos jacintos, sin que quede uno solo!», por lo que también la Isla de La Gorgona, como la nuestra, puede llamarse con entera propiedad, aunque sólo desde entonces y para nosotros, «La Isla de los Jacintos Cortados». ¿Verdad que hace bonito?

La segunda minucia requiere bastantes palabras más, con las que quiero presentarte a un personaje que en ese mismo salón, en esa ocasión solemne, al preguntarle qué había hecho por la revolución, respondió displicente, y en un italiano muy aspirado que parecía inglés de Oxford: «Soy el autor de esas coplas que cantaron los ciegos y de los sonetos en loor del general que recitan todas las mujeres. Mi colaboración fue de mera y sublime poesía». Y enmudeció. ¿Para qué preguntarle más? Requirió, mientras le ovacionaban, la silla que había ocupado en un rincón, en medio de un corro exiguo de damas y caballeros, y continuó la conversación hasta entonces mantenida. Era un tipo moreno, magro, de elevada estatura y comedido ademán, muy bien vestido, muy en su punto. Este sujeto se llama Nicolás, «le beau Niccolà», y se distingue por el corte atrevido de sus trajes, por la elegancia audaz de sus modales, si bien unos y otros no pasan de mera copia de los modales y de los trajes, aunque cambien de ímpetu y color, del señor cónsul inglés, míster Algernon Smith, uno que no está en Inglaterra por incompatibilidad con los ingleses, pero que tampoco se lanzó a la aventura, en Grecia o en Oriente Medio, como Byron o como lady Stanhope, sino que se quedó a la mitad del camino, en ese consulado insular desde el que puede servir al Imperio (que aún no se llama así, sino tan sólo The Great Britain) y al mismo tiempo mantener un recoleto harén de muchachas traídas de importación, disfrutadas, y enviadas después como mercancía secundaria a otros harenes de personal menos seleccionado; también se dice, aunque en secreto, y no se ha comprobado, que incluye algunos efebos. «le beau Niccolà» es hijo de un capitán de navio, héroe, por más señas, de una olvidada escaramuza a la salida del Mar Rojo, en que perdió sin embargo la vida. La relación de este retoño con la clase de origen, ahora derrotada, se mantuvo ante todo por medio de su tía, la viuda Fulcanelli. de quien acaso volvamos a hablar: se quieren mucho, él la visita, pero sus hábitos de trasnochador le impiden vivir con ella, que cierra la puerta a las nueve. Al «le beau Niccolà» no le permitieron la entrada en la Escuela Náutica, cuando aspiró a ser recibido en ella como honor al recuerdo de su padre debido, por la sola razón de que era corto de vista: defecto que desde entonces le autoriza al manejo de unas antiparras con las que obtiene buenos efectos de impertinencia, únicamnte comparables a los de míster Algernon Smith con su monóculo dorado; pero si ahora «le beau Niccolà» bendice secretamente la repulsa recibida cuando tenía catorce años, merced a la cual figura en el bando triunfante, aunque su tía le tenga por «declassé», lo cierto fue que en aquella ocasión y a partir de ella se sintió secretamente resentido contra la clase navegante, que así le excluía del uso del uniforme, aquella combinación de oros, rojos y azules, de líneas curvas y líneas rectas, de sobriedad y lujo, reputada como el traje más hermoso del mundo, aquél con el que los varones, cuando se lo encasquetaban, se tenían por superiores al emperador y al papa vestidos de ceremonia. «le beau Niccolà», se encontró, en consecuencia, al margen de su clase, como quien dice un pie dentro y otro fuera, y acabó abandonándola, pero ésta es otra historia que no conviene dejar de lado: pues resultó que Nicolás el hermoso, cuando empezó la gente a comentar su belleza, carecía de oficio; se entretenía paseando por el espolón del muelle a la hora en que lo hacían los petimetres civiles y los guardiamarinas francos de ría, solitario y equidistante de los bicornios y de las chisteras decían que por orgullo de hombre guapo; nada de eso, lo hacía por rencor disimulado hacia unos, que llevaban uniforme, y por envidia disimulada hacia los otros, que tenían dinero; y así, por solitario contemplador de lejanías, le vino fama de melancólico y de que estaba enamorado de una mujer inaccesible; mas de esta especie sólo había una en La Gorgona, Flaviarosa della Croce, la hija de don Giancarlo, el rico de los ricos… Flaviarosa fue la primera en enterarse de que aquel mozo tan guapo perseguía en el horizonte del mar una felicidad imposible que llevaba su nombre, y se sintió halagada porque, al fin y al cabo, Nicolás

el hermoso era hijo de un héroe de la clase tan odiada como admirada, por no decir envidiada, de los comodoros. Más tarde se enteró él, y tampoco le pareció mal, pues Flaviarosa, además de rica y de bonita, había sido educada por su padre para emperatriz de un mundo de negocios, si no terciaba la fortuna de que lo fuera de otra clase de mundo: lo peor que decían de ella era que valía lo que una Pompadour. Y así habrían quedado las cosas, mera leyenda, mera murmuración, si Nicolás el hermoso no hubiera manifestado de repente y en ocasión olvidada (¿una ceremonia civil? ¿alguna boda?) insospechadas aptitudes para el periodismo laudatorio, que le valieron un empleo en el diario local como cronista de sociedad: con lo cual, y sin pensarlo, incluso sin darse cuenta, se halló ser el distribuidor, casi el ordenador, de las vanidades personales, resumidas en adjetivos y espacios tipográficos, de aquel universo insular. Y, cuando lo comprendió, se tuvo a sí mismo con toda justicia por uno de los hombres más poderosos de La Gorgona, quizá el primero después del Podestá, no facultado para la muerte o el indulto, sí para condenar al silencio, al anonimato, al ridículo. Y fue entonces cuando cierta vez, invitado a una fiesta, conoció a Flaviarosa: ella le contempló un instante, le miró luego de arriba abajo, y le preguntó si era él el que la amaba. «Soy el que dicen que te ama», fue la respuesta, seguida de una reverencia bastante sobria para un italiano. En un principio, respetuoso con el orden estatuido, Nicolás el hermoso había titulado de tres maneras sus crónicas: aquellas en que sólo figuraban las hijas y las esposas de los marinos y de los banqueros, «llegaron de Salerno», «salieron para Nápoles», campeaban en primera página bajo esta denominación fulgurante: «De Sociedad», con letras de ornamentada caligrafía; y el secreto y máximo deseo de cualquier muchachita era el de que su nombre apareciese alguna vez allí, y, de ser posible, todas las que iban marcando su progreso social. La seguía un segundo orden de crónicas, también de primera página, aunque de más apagado relumbre y de letra con menos jeribeques, a la que tenían acceso indiscutido las hembras de los comerciantes y de los industriales; su marbete: «Notas de Sociedad»; aparecer en ella disgustaba y humillaba a las muchachas ricas, a sus madres, y, de rechazo, a sus padres y maridos, menos sensibles, sin embargo, a los matices que no afectaban al poder o a la riqueza; hubiera hecho, en cambio, felices a las mujeres de la tercera clase, hijas y esposas de chupatintas, de servidores y de artesanos, relegadas a la sección que titulaba «Notas» en una página perdida. Pues cuando Nicolás conoció a Flaviarosa, se pasó una noche entera buscando el modo de excluirla de las «Notas de Sociedad», donde figuraba la crónica del baile, aunque sin incluirla en las líneas de «De Sociedad», para lo que aún no estaban maduros los tiempos; lo resolvió dedicando un estupendo artículo a la muchacha y a su traje, aparecido en primera página y con orla de rosas y amorcillos, lo que le hizo merecer la gratitud de Flaviarosa, y llamar la atención de don Giancarlo, que le tuvo desde entonces por menos tonto de lo supuesto, e incluso lo invitó alguna vez a comer. Conviene tener en cuenta, para la debida estimación de Nicolás, que si colaboró con sus versos en la revolución, también se anticipó a ella en cierto modo, adelantado y heraldo de la transformación apetecida, cuando al casarse Flaviarosa con Ascanio, y a causa según se dijo de la largueza con que el rico negociante en efectos navales había gratificado unos versos epitalámicos, «le beau Niccolà» subvirtió todos los valores, derribó todas las barreras, y colocó la crónica de aquella boda en la sección «De Sociedad»: toma de la Bastilla, degollación de White Hall, música de tambor batiente que anunciase la anhelada, la casi imposible sustitución de unos ricos por otros. El comodoro De Risi, al leer la prosa narrativa del bello Nicolás, no alcanzó a comprender que algo cambiaba en el mundo: se limitó a interpretar el hecho como una extravagancia justificada por un amor ya definitivamente imposible y por el buen trato recibido de los Della Croce. ¡Siempre a las aristocracias las pierde su ceguera! Aquella tarde de la gran recepción, cuando ya había recibido Nicolás muchas felicitaciones y cuando otros protagonistas más ruidosos atraían la atención del concurso, es decir, cuando ya se había quedado solo en su rincón y en su silla, mientras que a Ascanio le rodeaba el estruendo creciente de la gloria, le llamó desde una puerta, en la que se disimulaba, Flaviarosa, con una voz como un quejido de sirena, que fuese al mismo tiempo una orden. El estruendo cesó, de pronto, y era suplantado por un silencio de expectación curiosa: Ascanio, en medio del ancho corro, se preparaba para leer la Declaración de Principios que el nuevo Podestá, el general ya invicto para siempre Galvano della Porta, proponía a los notables de la Isla. «¡Por lo pronto -comenzaba-, antes muertos, antes destruido el mundo, que aceptar las ideas de la Revolución Francesa!», y la imagen de la catástrofe universal como respuesta única a las diabólicas propuestas de igualdad, libertad y fraternidad, desplazó, patética, de todas aquellas mentes cualquier noción que entonces albergasen, y fue aprobada la introducción por aquellos corazones. «No lo escuches. Yo te lo puedo explicar», le dijo Flaviarosa a Nicolás el hermoso, al tiempo que le atraía hacia un enorme corredor vacío, de brillante solería, en que quedaron únicos habitantes ya sobre la tierra sacrificada al Ideal; por la puerta cerrada les llegaba el murmullo monótono de la lectura que hacía Ascanio. «Artículo único», dijo Flaviarosa riendo; «Se declara delito de leso estado cualquier pecado contra el sexto mandamiento»: se colgó del cuello de Nicolás y le besó en la boca. «¡Como éste!», y volvió a besarle: «¡y éste, y éste, y éste, y éste!». La sorpresa había paralizado a Nicolás, le había hecho perder la compostura, y, peor aún, desbarataba su impasibilidad y su indiferencia. Cuando quiso decir algo, ella se lo impidió: «Nos gustamos hace tiempo, Niccolá, desde aquella noche del baile en que éramos los más hermosos. Podía haber entonces razones que nos impidieran casarnos; ya no las hay para que nos amemos. ¿Por qué vamos a esperar más?» y le empujaba dulcemente hacia un desenlace incógnito en un lugar ignorado. Niccolà consiguió articular: «Pero, ¿y si él se entera? Ahora es todopoderoso». «Con un poder por debajo del mío, Niccolà, mi amor, que te entre esto en la cabeza y tenlo siempre presente. Pero yo ya estoy harta de él y de su petulancia, y lo estoy, sobre todo, de su virtud, de que me lleve a la cama y me deje defraudada, mientras él reza y duerme; de que si un pezón mío le roza los labios, haya que hacer penitencia; de que si le pido una caricia por debajo de la cintura, se eche a temblar y diga que tengo el diablo entre las piernas. ¡Al diablo él, al infierno, adonde le dé la gana, pero sin mí!» Hablaba Flaviarosa con un comienzo, incrementado luego, de pasión: «Voy a ponerle los cuernos por el resto de mis días -añadió-, mientras el cuerpo y el alma me lo pidan, se los voy a poner a gusto y con regodeo, a ciencia y conciencia, y empezaré contigo, para mayor inri, porque sé que te odia y que te envidia por ser hijo de un capitán de navio, y porque escribes versos, y porque caminas gallardamente, y no cojeando como él». Lo había arrastrado, al bello Nicolás, a lo largo del corredor, hasta una puerta inmensa y mate por la que entraron. Estaba el palacio vacío: hasta los mismos fantasmas habían emigrado de los espejos para enterarse de las nuevas tablas de la ley. «Mira -continuó Flaviarosa-; éstas serán desde hoy mis habitaciones: ahí, el despacho; ahí, mi gabinete; allí, la alcoba y el tocador. Para mi policía particular tengo escogido un cuarto abajo, con entrada directa a las mazmorras. Aprende este camino hasta que pueda enseñarte otro secreto, que estoy segura de que lo hay. y siempre es más emocionante llegar por pasadizos oscuros hasta la cama de la amada.» Cambió, de pronto, de tono. «Quiero que vayas pensando en un poema largo acerca del general.» A Nicolás, aquella transición tan brusca, aquella mutación le cogió desprevenido, incluso le cortó en flor un requiebro de fuerte carga erótica que se le estaba ocurriendo. Sintió el cerebro vacío. Balbució: «¿Sobre sus heroicidades?, ¿quién las conoce?». Ella le echó la mano al hombro: «No seas tonto. Del general Della Porta no sabe nada nadie, y los hechos que le harán inmortal, salvo esa batalla de la Esquina Colorada de la que hablan todos porque todos participaron en ella, menos yo, por supuesto, serán los que tú inventes. Te pondrás al trabajo en seguida y empezarás a cobrar un sueldo de la Señoría: no quiero que mi amante tenga dificultades económicas. Y un poema de esa clase, ya se sabe, dura toda una vida y suele dejarlo inconcluso la muerte». Semejante mención hizo temblar una vez más a Nicolás el hermoso. Se vio sometido a tortura antes de la horca infamante por adulterio. Y miró a Flaviarosa, un poco como un perro que teme, un poco como un reo que implora, pero también como un amante que ya desea. Ella había empezado a desnudarse, sin mucha prisa, pero poniendo cuidado en cada cosa, y los grandes espejos, como grandes esponjas, se empapaban de imágenes lascivas. Niccolá, todavía con el sombrero y el bastón en la mano, pareció finalmente transido, si bien temblaba un poco. «¿Te pasa algo?», le dijo Flaviarosa, mientras recogía del suelo las enaguas y su trasero provocaba a las sombras. Él vaciló y por fin logró sonreír: «¡Oh, sí, claro, algo muy importante! Ya tengo el título del poema: Galvanoplastia; incluye el nombre del general, Galvano, y la palabra plastia, que en griego significa forma. Ya sabes que es costumbre poner a estos poemas nombres un poco griegos». «Sí, claro. Pero, ¿no vas a desnudarte?» Se acercó a él y empezó a deshacerle el nudo de la corbata; a Niccolá se le cayeron el bastón y el sombrero, y al quedar con las manos libres, se quitó, como pudo, la casaca. En aquel mismo instante, Ascanio enumeraba las penas atribuibles al adulterio, según los grados y personas, y los presentes recordaban las historias de amor que se habían contado de tantas y tantas damas, esposas impacientes de los marinos de altura. ¡Lástima de código penal entonces, que castigara aquellas liviandades con la horca! ¡Y algunas de ellas, adúlteras con marineros griegos, muy guapos, eso sí! Flaviarosa tenía en una mano el largo lienzo de la corbata; se colgó con la otra del cuello de Niccolá y volvió a besarlo. «¡ Anda, hombre, apresúrate! Los de esta Isla sois un poco medrosos porque habéis vivido siempre sin conocer el peligro. ¡Ya verás cómo ahora, en que lo van a ahorcar a uno por un mero estornudo, aprenderán a ser osados! Imagínate, todo es pecado, pero los hombres y las mujeres seguirán amándose. ¡La de novelas trágicas que empezarán hoy mismo!» «¿También la nuestra?» Flaviarosa se desasió y dejó caer la última prenda encima de la alfombra. Pero Niccolá no la miraba del todo. «¿También la nuestra?», repitió; con voz remotamente temblorosa, si bien no fuese fácil discernir, sin otros datos que el temblor, si era de emoción o de puro miedo. «Ya te dije que estoy por encima de la ley, y se guardará mi marido de tocar el pelo de la ropa al menor de mis amantes. Sería su final.» Niccolá, animado por aquella seguridad con que hablaba Flaviarosa, y, sobre todo, por las ofertas que emanaban de su cuerpo desnudo, deshizo el lazo de los zapatos, aflojó el cinturón, empezó a desabrochar los botones de la camisa, ya sentado en el borde de la cama y mientras ella empezaba a acariciarle. «¿Es tanto, entonces, lo que puedes?» Flaviarosa, como desperezándose, se dejó caer en las almohadas y levantó los brazos lentamente: toda una maravilla de forma y de color quedaba de relieve: «¡Más que el mismo general!». Sus brazos se cerraron con fuerza sobre el torso, aún no desnudo, de Niccolá.