En el salón, ante el veredicto silencioso del concurso, Ascanio daba fin a su lectura. Quedaba claro que se facultaba a la justicia para averiguar, mediante la aplicación de todos los rigores procesales habidos y por haber, los pecados más íntimos, no sólo los que requerían cómplice, con la advertencia de que, de estas leyes, quedaban los griegos eximidos, y los anglosajones también, a causa de que los pecados de la carne poco podrían añadir a lo mucho que tenían adelantado unos y otros en el camino del infierno, ya que ni unos ni otros obedecían a Roma. El obispo, que aprobaba con visibles movimientos de cabeza esta última parte, le preguntó a Aldobrandini, aunque en secreto, si no habrían ido un poco lejos en lo de los pecados carnales, y si no convendría hacer la vista gorda con los ocultos. «Al Santo Padre -añadió- esto va a parecerle un poco exagerado.» «No olvide monseñor que el general Della Porta es un enviado de Dios y trae Su Palabra. Como padre que es de nuestros conciudadanos, quiere impedir por todos los medios a su alcance la condenación eterna de quienes son como niños. Y, ¿qué importa, ante una eternidad de castigo, una tortura más o menos?» «Sí, claro, claro -le respondió el obispo-; la condenación eterna. Es un viejo ideal, ese de que el pecado sea delito, sobre todo el pecado tan feo de la carne.» Seguramente le surgió en aquel instante, del montón de sus recuerdos, algo que le obligó a dar media vuelta.
Aquella misma noche, vacío ya el salón, Ascanio Aldobrandini se quedó a solas con el futuro: la cara hacia levante, como quien dice, aunque parezca más sensato situar el futuro en el poniente. Tras mantener los ojos cerrados durante un espacio largo, al modo del que busca la luz en el fondo de sí mismo, empezó a escribir en las hojas impolutas de un cuaderno: no el texto de las leyes, sería prematuro, aunque quizás las notas que les servirían de base: «De cómo compaginar el derecho romano con los Evangelios rectamente entendidos». Lo subrayó como si fuese (y lo debía ser) el título.
III
1.- Fue una mañana movida, esta de hoy, Ariadna, y no porque me haya demorado con mi curso, que lo terminé a su hora, ni por trabajos o encargos impertinentes e ineludibles, que tampoco los hubo, sino por imprevistas bagatelas. Viniste a verme, como siempre: eran las diez y diez, entre una clase y otra de las tuyas: sólo para decirme que no comeríamos juntos, pero que charlaríamos un rato por la tarde: me pareciste animada y con esperanza; y cuando tú saliste, llegó una chica con su cuento de amor y sufrimiento, que necesitaba contármelo, ya sabes, los muy jóvenes aún no han aprendido a discernir una cosa de otra, y así las mezclan y no aciertan a saber si duelen o si son felices. A esta de hoy parece que el muchacho no le presta la debida atención sexual, al menos según su punto de vista, que no sé en qué medida le pertenece como propio, quiero decir, si obedece a una necesidad o a una opinión; el mancebo es poeta, y concede a la poesía más tiempo que al amor, si bien por ser su poesía monótonamente erótica, según tuve ocasión de comprobar, lo que por un lado se pierde, se gana por el otro; pero acerca de esto duda precisamente la muchacha, Ruth de nombre y judía de Brooklin, muy bonita por cierto y que parece lista, pero que todavía anda mal de experiencia; su pregunta, a fin de cuentas, podía resumirse en estas pocas palabras: ¿es la cama el único lugar en que un hombre puede manifestar su amor a una mujer? ¿es el juego del amor lo único que pueden hacer juntos dos que se aman? Tuve que explorarle el alma, sacarle un inventario de ideas y, si me apuro, un gráfico, e incluso clasificárselas a la vista de que muy pocas le pertenecían, recibidas como órdenes anónimas con la apariencia de convicciones generacionales sin que nadie de los que las comparten sepan de dónde vienen y adonde les conducen. Así pude poner en claro que ella apetecía algo más que pasarse el día en la cama con su novio, algo tan elemental como vivir con él sin un programa consabido, sin una idea preconcebida: a la buena de Dios, como quien dice, aunque sin Dios: un amor hecho de libertad y azar. Se marchó del despacho muy contenta, y me dejó una flor de regalo, y yo pensé en que el destino de los jóvenes es sufrir: antes, porque se les prohibía el amor; ahora, porque no saben qué hacer con él. De todas maneras, Ruth es tan bonita, y me habló con tan encantadora sinceridad, que, más que la flor, fue ella la que dejó un perfume de juventud y de gracia en mi recuerdo. ¡Ojalá que sea feliz! Un comienzo como éste parece poner en orden las ideas, parece que las ayuda a salir, fáciles y tranquilas como barcos bien botados; pero a los pocos momentos de marchar Ruth, entró sin llamar la profesora Ansúrez, esa uruguaya especialista en Delmira Agustini, con el pitillo en la boca y unos pantalones nuevos, más apretados que aquellos violeta de que tanto nos hemos reído: como que se marcaba sin perder un detalle la orografía de su parte media, así delantera como trasera, oronda en las colinas, profunda en valles que se suponen umbrosos y poblados de pájaros cantores. Y me vino a decir que lo mismo ella que la señora Kramer habían decidido que almorzásemos juntos, y no en el
patroon, como es nuestra costumbre, sino en un restaurante italiano que no-sé-quién ha descubierto un-día-de-éstos en el condado de no-sé-dónde, aunque cerca de aquí, por la parte de Troya y en el que parece ser que la pasta es barata y sabrosa: sé conoce que tanto la una como la otra, la Ansúrez y la Kramer, pretenden aumentar, con espaguetis y canelones, la turgencia y la solidez de su mentada orografía, es de imaginar que para provecho y regodeo recíprocos; y como si el ofrecimiento fuese un anzuelo de cebo insuficiente, añadió desde la puerta que había noticias nuevas de lo de Claire, lo cual evidentemente me comunicó la energía necesaria para resolver mi indecisión en favor del ágape. «¡Cuenten conmigo! -le grité-, y pase luego a buscarme.» Lo hizo, ya con la chaqueta puesta y un gorro de pompón que según me explicó la hace muy juvenil; Grazziella Kramer nos esperaba frente a la puerta del ascensor, y venía con ella, como agregada al previsto consumo de raviolis, míster Barnacle más o menos: esa californiana que explica la Historia del Oriente Medio cuando aún no se llamaba así: Shubiluliuma y todo lo demás. Se había unido al grupo con perfecto derecho, según averigüé más tarde, puesto que las noticias referentes a Claire las aportaba ella. Lo que no alcanzo a explicarme son las razones por las que me las contaron a mí, ya que, según también pude colegir mientras duró la compañía, el camino recorrido por las dichosas noticias fue exclusivamente femenino: la vicedecana Schultz se lo contó en secreto a Danielle, ésa tan bonita de ojos negros que procede de Luisiana, y que fue de quien lo recibió la otra, la especialista en mittanis, lulubis y gutis, o sea, la que dicen que prepara un libro en el que se demuestra que Nefertiti, según ha sospechado alguien hace tiempo, fue, como su marido, homosexual. ¡Pues bueno anda el cotarro! Te puedo asegurar que la primera hora en esta compañía me divertí, pero después del café fueron tantos los arrumacos, caricias, celos y protestas de cariño entre mis tres anfitrionas, que llegó un momento en que me sentí avergonzado, además de excluido, por supuesto, del maneje, y les rogué que me contaran de una vez lo que pasaba con Claire. Entonces la biógrafa de Nefertiti sacó del bolso la fotocopia de un recorte de revista, dijo cuál pero no lo recuerdo: en cualquier caso, una muy importante de no sé qué universidad de New England, y nos leyó un texto muy riguroso, de esos que no contienen más palabras que las precisas, sin una broma, sin un chiste en el que descansar, firmado por alguien que no me suena, pero que también es muy importante, en el que se dice, más o menos, según pude entender, y por este orden: toda la investigación del profesor Alain Sidney se apoya, como resulta obvio, como él mismo declara, en las teorías lingüísticas y hermenéuticas de Casius Blay, cuyo nombre, en efecto, unido al de la escuela de Darmstadt, gozó de estimación universal y secuacidad entusiasta durante los últimos diez años, y cuyo sistema conmovió los cimientos de varias disciplinas teóricas y especulativas, singularmente la metafísica y la teología (no digamos la historia); ahora bien, Norman Leeds, de Wisconsin, acaba de demostrar que todas las hipótesis de Blay son falsas, así como sus doctrinas, aunque no enteramente: son falsas en alguna medida, también en cierto modo, pero ante todo en determinado matiz, lo cual, como Norman Leeds proclama, las invalida en cuanto base epistemológica y, por supuesto, metodológica. No se limita el profesor Leeds a esta afirmación (de consecuencias negativas, evidentemente), sino que corrige a Blay en la medida, en el modo, en el matiz equivocados y los sustituye por otros cuya virtualidad hace innecesario y, sobre todo, inconsistente, lo que pudiera subsistir, después de tal análisis, del sistema de Blay: con lo cual se le relega a la más inoperante inutilidad. A continuación, el autor del artículo, que se llama precisamente Spencer, ahora acabo de acordarme, y que lo es también de una monografía sobre las costumbres sexuales de Napoleón entendidas más bien como costumbres escasamente dignas de un conductor de pueblos, el autor del artículo, digo, repite el camino recorrido por Claire a partir de Vigny, la escena aquella del emperador y el papa, la cual, estudiada según el método de Leeds, se desprende de lo que todos teníamos por condición poética, algo sacado de la Nada, para subsistir como acontecimiento rigurosamente histórico, presenciado por Vigny con toda seguridad y transcrito merced a una memoria impecable: la base del razonamiento de Claire, pues, se desmorona, pero Spencer no se detiene ahí, sino que estudia asimismo los textos de Chateaubriand y de Metternich escogidos por Claire, y por el mismo procedimiento demuestra su indiscutible historicidad. Y termina diciendo: «No dudo que el profesor Sidney haya procedido con entera honradez; pero debe darse cuenta el distinguido colega de que la honradez es un instrumento peligroso, o al menos sospechoso, cuando no está respaldado por una información exhaustiva y de última hora. Perteneció, quizá pertenezca aún, a ese grupo innumerable de estudiosos deslumhrados por Blay y por su resplandeciente cohetería. Pero el fuego se apagó y a sus propias cenizas se irán sumando poco a poco las de tantas muestras del esfuerzo humano que en ese fuego se habían alumbrado. ¿Habrá que atribuir al todavía famoso lingüista la responsabilidad del casi general derrumbamiento de diez años de actividad científica? Por lo menos es seguro que le cabe la responsabilidad casi entera de que la reputación y la obra de Alain Sidney se hayan desvanecido». Pues, mira, chica: conforme esta Nefertiti de gafas y delicado bigote gris iba leyendo, a mí me dominaba la melancolía, me sentía metido en un mundo siniestro de nieblas y chirridos de carreta y arrastrado con Claire al abismo siniestro del fracaso, pues si bien es cierto que no doy demasiada importancia a las frustraciones, y tú lo sabes (te he demostrado alguna vez que, en cierto modo, todos somos bastante e inevitablemente frustrados), el placer concentrado e intelectualmente irreprochable con que aquellas escrupulosas censoras, lesbianas gloriosas aunque en trance menopausia), iban destrozando a Claire, la una al leer, las otras al interrumpir con sarcasmos exquisitos la lectura, me quedaba entristecido: error sentimental, no cabe duda, de quien sabe hace tiempo que nada alegra a todos como el fracaso de uno: ¡así se sienten realizados, como se dice ahora; auténticos, como se decía antes; felices, como se dirá siempre! Acaso a Claire le perdonen el ingenio y lleguen a disculpar su talento; puedo incluso, en un alarde de optimismo en que escasamente participa mi corazón, pensar que algún día olvidarán el hecho, hoy excesivamente tenido en cuenta, de que Claire lleve la sangre de uno de los más grandes poetas del mundo; transigirán con el perdón de su nombre, de su talento y de su gracia; pero después de haber negado, al nombre, resonancia; al talento, eficacia, y al ingenio, importancia: así, en sus paños menores, Claire reaparece como persona digna de toda conmiseración. ¡Y no sabes, Ariadna, lo preocupadas que quedaron por ti aquellas madres frustradas, aquellos corazones rebosantes de sustancia sentimental! «¡La pobre chica, qué va a ser de ella!» «¡Porque no hay duda de que lo ama, a su manera, claro, como alguien puede amar a Alain Sidney!», y, a propósito de esto, la conversación eminentemente caritativa, derivó hacia nuestras relaciones personales, «Porque usted, profesor, debe de estar muy enterado»; «Porque Ariadna es de toda su intimidad»; «Porque si no vive con usted, poco le falta», y, en fin, el remate a su inquietud, digamos historiográfica, puesto con estas palabras de la doctora Ansúrez: «¡Hay quien dice, profesor, que es usted una especie de suplente de Alain Sidney, encargado de las funciones que él no puede desempeñar!», lo cual corrigió en seguida Nefertiti: «No, mujer; suplente, no. Lo que sucede, o, más bien, lo que parece suceder, es que Ariadna se reparte entre los dos, a uno el cuerpo y el espíritu al otro». ¡Ya ves lo que se piensa de nosotros! Y no les faltan motivos, Ariadna, hay que tener la cabeza en su sitio y juzgar con entereza: desde hace más de un año, no es que pases conmigo más horas que con nadie: es que las pasas casi todas, y, por si fuera poco, ahora dormimos bajo el mismo techo, y aunque sea en diferentes camas, eso lo ignoran Nefertiti y sus damas de Corte. Pero existe además todo eso que nosotros sabemos: el grado de nuestra convivencia, de nuestra intimidad; lo que cada uno tiene del otro y la confianza recíproca que esto nos da: finalmente, aunque no hablemos de amor, hablamos del amor constantemente. Si vistas las cosas desde fuera pareces mi amante, vistas desde dentro, a cualquiera le sorprendería el hecho inexplicable de que no lo seas.