Me preguntaste también, Ariadna, si no sería posible averiguar más detalles acerca de la intimidad matrimonial de Flaviarosa, si se piensa sobre todo que el adulterio fue una de sus etapas, y si no sería conveniente precisar ciertos aspectos relativos a los trámites de la coyunda, al porqué de aquella elección, y al de su consentimiento, y si bien es cierto que en los secretos de alcoba no me entretuve en hurgar, al menos en toda su extensión monótona, sobre todo por considerar explicación suficiente la que Flaviarosa dio a Nicolás el hermoso cuando se lo llevó a la cama, lo es también que acerca del otro proceso estoy mejor informado, y puedo decirte en síntesis que una de las muchas cosas sembradas por el viejo Della Croce en el alma de su hija fue su propia ambición, su deseo de tener un día bajo su mando el mundo entero de La Gorgona; lo había aplazado año tras año por razones de oportunidad y ahora la Revolución Francesa y la ideología liberal de los mareantes lo ponían al alcance de su mano, y no porque el padre o la hija se estremeciesen de pavor, como Ascanio, a la mención de la libertad, de la igualdad o de la fraternidad, entidades que les habían traído siempre sin cuidado, propagadas y defendidas por quien fuese, sino sólo porque creían llegada la coyuntura; al comprender uno y otra que Ascanio era un instrumento adecuado, uno y otra lo admitieron sin más dubitaciones: las cuestiones de la felicidad conyugal, de la satisfacción corporal y demás menudencias privadas no les preocupaban: en todo caso, había más hombres. Un día, y como ocurrencia inesperada, le preguntó Della Croce a Flaviarosa: «¿Y cómo van las cosas con tu marido? ¿No vais a tener un hijo?». «Sólo por esa esperanza sigo durmiendo con él. Por lo demás, no hay quien lo aguante.» A partir de aquel día, el viejo Della Croce comprendió la insistencia con que la luna ostentaba en el horizonte de la noche su cornamenta de plata, aunque el calendario anunciase luna nueva. Y no deja de ser posible que semejante pensamiento se lo hubiera transmitido su hija, o que lo hubiera colegido de una sonrisa o de un mohín. Aquella misma noche, o crepúsculo más bien, en que Flaviarosa llevó al lecho a un Nicolás bastante remolón, cuando ya se habían fatigado de la novedad, llegó la hora de las confidencias, y ella le contó cómo, al poco tiempo de casada, y convencida ya de que Ascanio no pondría jamás en práctica los trámites que la llevasen al menos a los umbrales del placer, a esa zona indecisa y anhelante que vale a veces tanto como el placer mismo, empezó a inventar bromas con las que perturbar el orgasmo de Ascanio, o de retrasárselo cuando parecía inminente, y, así, daba un grito de horror diciendo que debajo de la cama había un hombre armado con un puñal, o dejaba apercibidos unos cuantos objetos en montón, que caían al mero tirón de una guita que Flaviarosa manejaba, en el momento oportuno, y otras jugadas de este orden que ponían un poco de sorpresa y aventura en la prestación del débito, ya que no satisfacción; de manera que Ascanio, que la visitaba ordenadamente una noche sí y dos no, se acostaba temblando de la diablura que se le hubiera ocurrido a su traviesa, irresponsable esposa, quien cierta vez le dijo, riendo, pero en serio: «Cuando me canse de ponerte los cuernos con mi mano, me buscaré un hombre guapo». Y, al contarle esto, volvió a besar a Nicolás.
«Pues me parece -dijiste, Ariadna-, que si bien es cierto que ya tenemos los datos necesarios para entender la historia, lo es también que la has contado con tal frivolidad de las palabras que da la impresión de haber sido farsa lo que sin duda fue tragedia.» «Es que yo -te respondí-, carezco de sensibilidad para lo trágico, y la verdad, en este caso presente, no lo veo asomar por ninguna rendija. La tragedia, según lo que yo entiendo y se me alcanza, es algo que va dentro, a modo de destino, contra la voluntad y a pesar de ella, aunque en algunos aspectos también requiera de ciertas condiciones exteriores. Entiendo sin embargo que en este caso las circunstancias importan más o menos lo mismo que mi sensibilidad incompleta, es decir, apenas nada, y que todo viene de la interioridad. Sería conveniente que recordases a lady Macbeth asesinando al sueño o temblando ante los espectros de sus muertos, para alcanzar por contraste lo que quiero darte a entender: porque Ascanio, no por amor que le tuviera a Flaviarosa, sino por algún escrúpulo de su conciencia, que fue tal vez enrevesada, o acaso únicamente como respuesta a alguna insinuación del confesor y al consejo siguiente, le endilgó a Flaviarosa, después de haber desahogado en aquel cuerpo divino todo lo que el suyo propio reclamaba, y sin que ella se hubiera divertido con las acostumbradas interrupciones, un sermón bastante extraordinario en cuanto pieza oratoria, verdadero modelo de encadenados razonamientos sofísticos, con el que intentaba convencerla de que hiciera penitencia y, sobre todo, de que disciplinase su mente y su voluntad a fin de eliminar las imágenes en que se engendran los deseos satánicos. Cuáles eran sus verdaderas intenciones, cuáles sus motivos, puedo sólo colegirlo, nunca saberlo a ciencia cierta, porque yo alcanzo a escuchar, y escuché, las palabras de Ascanio, pero no me fue dado escrutar en su interior; aunque por su personalidad, y por lo que llevo hasta ahora oído de su boca y aprendido de sus actos, sean lícitas algunas conjeturas: lícitas por coherentes con esa personalidad; y son éstas: Ascanio estaba persuadido de que aquellos deseos de su mujer, que su confesor estimaba peligrosos, pero no pecaminosos, llegaban a ponerla en riesgo de condenación casi segura, como él sabía a ciencia cierta, ya que la oía, ya que tenía que escucharla; y a una mujer así, con esa clase de deseos, únicamente alguna clase de prisión con añadidura de cadenas para brazos y manos, la remediaría, aunque sólo en cierto modo y, sobre todo, hasta cierto punto, ya que la imaginación y el pensamiento, ni se encierran ni se encadenan. Ahora bien, él no estaba en situación de proteger de ese modo, por esos procedimientos tradicionales y extremos, la virtud desfalleciente de su esposa, entre otras razones por imposibilidad material (ella mandaba más; ella podía, si se le antojaba, ponerle en prisión a él), y aunque fuera previsible un cambio, no lo era a plazo próximo, sino indeterminado, y por eso decidió usar de la oratoria, pues si bien no ignoraba que Flaviarosa no le haría el menor caso, era indudable que, llegada la ocasión de comparecer ante el Divino Tribunal, siempre podría responder al requerimiento del Altísimo: "Yo, Señor, hice por ella cuanto pude; pero Satán ya la tenía ganada para sí, ese Satán que sabe apoderarse, y mis fuerzas no fueron suficientes para rescatarla". De ahí, pues, el sermón, que Flaviarosa escuchó como había escuchado ciertas lecciones de derecho romano: la inteligencia alerta, la sensibilidad dormida. Y, cuando Ascanio hubo terminado, le respondió de este modo, ¡bien oirás lo que dijo! y por si te interesa, puedo añadirte que estaban en la alcoba de Flaviarosa, la misma que había usado de soltera, tapizada de seda verde en la que esbeltos emperadores persas perseguían con lanzas a tigres enfurecidos; y que el salón contiguo tenía abiertos ventanas y balcones, abiertos a la noche cálida de julio: oscura y transida de mandolinas, porque aún no había triunfado la revolución y los muchachos daban serenatas a tus amadas: "Mira, marido: ese cielo al que tan caritativamente intentas enviarme, está vacío, y no hay en él quien determine lo que es bueno y lo que es malo, de manera que tan indiferente es que yo me vaya a Roma y me acueste con el Santo Padre, como que te introduzca delicadamente un estilete en las telas del corazón: una y otra cosa, el amor y la muerte, son lo mismo que la lluvia, y así todo lo demás. Lo bueno es lo que me place; lo malo, lo que me disgusta. Cuando marido y mujer están de acuerdo en lo que les disgusta y en lo que les complace, es una felicidad. Cuando sucede lo que a nosotros, cada uno irá por su lado: tú, con tu miedo al Infierno; yo, con mi deseo de pasarlo lo mejor posible y hacer lo que me da la gana. De modo que no pierdas el tiempo en palabras". Ascanio, entonces, le preguntó si, al menos, le sería materialmente fiel, aunque fuese a la manera como lo había sido hasta el momento, sin participación de tercero. Ella le respondió, bostezando, con unos versos antiguos en que se formulaba la incertidumbre del futuro, y añadió que, como ya él había hecho lo que había venido a hacer, que la dejase sola cuanto antes, porque tenía sueño. A partir de aquella noche, Ascanio meditó con frecuencia obsesiva, y consultó con el confesor, sobre la conveniencia y oportunidad de un jicarazo, cuestión que en su vertiente jurídica resolvió pronto con la ayuda de su saber, pero que en la moral el confesor no pudo resolverle tan aína, por cuanto no estaba claro si el marido podía o no matar discretamente a su esposa, no por adulterio consumado, que no era el caso, sino por su mero presentimiento: de modo que se hizo indispensable el envío de un propio a Roma, con la consulta en latín aprendida de memoria: quien la depuso ante un tribunal imponente de moralistas, los cuales pidieron plazo para dictaminar, puesto que los dominicos se inclinaban hacia el "No, aunque acaso…", mientras que los jesuítas habían optado por el "No ha lugar, si bien…", y en dilucidar o en poner de acuerdo el "si bien" con el "aunque acaso", se calculaban unos cinco años de discusiones, durante los cuales se conminaba al consultante a que se abstuviera de cualquier intervención en el curso de la vida de la esposa, salvo, naturalmente, si durante ese plazo adquiriese la certeza de un adulterio consumado con varón operante, lo cual cambiaría las cosas, aunque no aclarasen en qué sentido. Pero la semilla de aquella solución quedó sembrada.