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En estas condiciones, querida Ariadna, ¿dónde está la tragedia? Lady Macbeth mató por ambición, pero no había tomado las precauciones indispensables para evitar el remordimiento, el cual, surgiendo de su escondrijo como un asesino a sueldo, la llevó a ver visiones y, finalmente, a la muerte. Flaviarosa no cree en el bien ni en el mal, de modo que no parece verosímil que, si mata alguna vez a su marido, se suicide luego, perseguida por un fantasma ensangrentado, entre otras razones porque la tienen imbuida en la idea de que ciertos venenos no deforman el cuerpo hasta extremos repugnantes y melodramáticos. En cuanto a Ascanio, como hombre de leyes que es, le basta con un código como justificación, aunque lo haya inventado él, y, así, piensa ahora que el adulterio de Flaviarosa, si llega a acontecer (él ignora, por supuesto, que su mujer ha dormido con Nicolás el hermoso), toda vez que es ya el que manda, aunque todavía no lo suficiente, se puede considerar como delito contra la seguridad del Estado y castigarlo con el máximo rigor. La ley propuesta por el general Della Porta, y promulgada ya por los cuerpos legiferantes, aplica a la infidelidad matrimonial la pena de la horca, como se lleva dicho con harta reiteración; llegado el caso, Flaviarosa, dada su condición ilustre, sería ejecutada en secreto, de acuerdo con la más seria casuística: el jicarazo de que hablé antes. Todo lo cual, puesto en solfa poética, no pasa del más conocido y socorrido de los dramas; este de que se trata, lo hubiera reducido Calderón a largos razonamientos, y el razonamiento, como tú sabes, rebaja la calidad de la poesía.

Parecías en cierto modo transida y soñolienta, pero yo sé que escuchabas alerta y que ordenabas en figuras y en hechos encadenados cuanto yo te iba diciendo. La pregunta siguiente versó acerca del papel que había cabido a Flaviarosa en el proceso político. Te respondí que, ante todo, el de la fuente y el viento, si bien el viejo Della Croce hubiera actuado de creador de los vientos y las fuentes. La revolución salió de la tertulia que Flaviarosa congregaba en su salón, al modo de las damas francesas, sugerida por ella, empujada por ella, pero entregada, porque así lo creyeron conveniente el Viejo y la Niña, a la ejecución inmediata por Ascanio, tan cuidadoso con los detalles, tan buen contable y, sobre todo, de tan excelente reputación entre los presuntos secuaces. No me atrevería a asegurar que la presencia de Flaviarosa haya introducido en el proceso revolucionario un mínimo temblor erótico: nadie fue a la revolución por su amor ni cosa parecida. Pero sí puedo informarte (acaso lo haya hecho ya) de que en las reuniones secretas, en las algaradas callejeras, en las juntas y comités, una figura grácil de muchacho con sombrero de copa ponía en el conjunto un tanto pesadote, un tanto serio, la esbeltez de su presencia, la alegría de sus labios sonrientes. Flaviarosa comparecía así, con tal disfraz y un guiño, en todos los lugares y ocasiones en que actuaba su marido, y no por razones precisamente decorativas, menos aún por amor a la aventura, sino tan sólo por precaución y desconfianza. El hacerlo en tal hábito obedecía en cierto modo a una vertiente folletinesca, pero también juguetona, de su fantasía.

3. – De manera que estábamos ya hablando de Ascanio y Flaviarosa como de personajes reales, protagonistas más o menos importantes de sucesos que no llegaron a conmover al mundo ni a interesar con exceso a los profesionales. ¡No sabes todavía cuan escasa, cuan insignificante es la bibliografía acerca de La Gorgona y de su revolución! Si no hubiera vivido allí durante algunos meses, tal vez un año, sir Ronald Sidney, nadie habría vuelto a hablar de ella con más extensión que la que se concede a otras islas menores del mismo mar, aunque en distintas derrotas. Pero he aquí que nosotros, inopinadamente, andamos dándole vueltas a la Isla y a sus personajes, y que tú, también sin esperarlo, o, al menos, sin esperarlo tan pronto, me dijiste que te sentías más dispuesta que unas horas antes a acompañarme en la contemplación del fuego, en el caso, aún incierto para ti, de que las llamas nos devolviesen unas imágenes convincentes. Fue en ese mismo momento cuando yo pegué un salto, me acerqué a ti, y te pedí un acomodo a propósito, o más adecuado, al periplo que acaso se iba a iniciar, y tú te limitaste a sonreír (asintiendo), a recoger las piernas, y a sentarte encima de ellas, bien marcados los muslos, y contra mí el fino juego de tus rodillas; de manera que yo, en el suelo, pudiera reposar en ellas mi cabeza, aunque naturalmente por la parte de la nuca o el colodrillo. Y así situados, el fogaril enfrente, te invité a contemplarlo con el ánimo libre de prejuicios, los ojos bien abiertos y los oídos atentos a mi palabra: pues yo no sé todavía si es ella la que saca las imágenes del fuego, o el fuego el que me hace hablar: en todo caso, y como habrás advertido, entre las llamas y mis palabras existe una relación de naturaleza más bien desconocida que me hace recordar, y pensar en consecuencia, que estamos llevando a cabo con relativa tranquilidad, o al menos sin temor ni temblor, un acto religioso que en otros tiempos requería la presencia de los druidas y de las hoces de oro, la reconditez de una caverna o por lo menos la proximidad del cielo, y al que sólo podían asistir los iniciados o las estirpes reales, si no querían morir. Algunos detalles de los presentes (nuestros libros, por ejemplo, por allí desperdigados) hubieran trivializado el acto, de no esforzarme yo en redimirlo de la vulgaridad por la poesía.

Reconozco que sin embargo mis palabras vibraron y que mi cabeza registró el estremecimiento de tus rodillas criando se abrió la hoguera como un telón viviente y pudiste contemplar la calima lechosa de los amaneceres, y que aquello movedizo que quedaba a tus pies era la mar, tu propia mar, la mar en que naciste, aunque no de una concha, y no por falta de méritos. ¡Míralo, Ariadna, gris en la madrugada, con reflejos de nácar malvarrosa: mira ese barquito que navega, todo el trapo cargado para sacar provecho de la brisa temprana! ¿No conoces aún esa estampa marinera? Mientras el aire se aclara, vayamos a curiosear en la cubierta, donde se adormecen los marineros de guardia, donde también dormita, arrimado a un calabrote, un petimetre que aspira -¿ves qué casualidad?- a eliminar el drama de la vida de Agnesse con su oferta de amor eterno, y con el fin de probarle la realidad de sus sentimientos y su inmensa capacidad de sacrificio, monta la guardia a la puerta del camarote, que es esa que está delante, bien cerrada por cierto, de acuerdo con el consejo del capitán Triantafilu, que no sabemos por qué se ha convertido en protector de Agnesse, y no sólo vigila o manda vigilar los apasionamientos del petimetre, sino que ha llegado a decirle a la viajera, en un momento confidencial de incertidumbre: «Si alguna vez, signorina, comprende que le conviene salir de la Isla sin que nadie lo sepa, no dude en acudir al capitán Triantafilu, que tiene medios para sacarla». Y a esto añadió el nombre de alguien de su confianza a quien se podía recurrir en caso extremo: vecino del barrio de los griegos, griego también, como él. Pero este asunto del petimetre no debe distraernos: no pasa de episodio al que le quedan escasas horas de duración, porque una vez desembarcada Agnesse, ya no la volverá a ver; y tampoco es cosa de lamentarlo, pues por la cara, aún dormido, el petimetre parece un poco estúpido. Y como al barco todavía le esperan unas millas de navegación, será mejor que presencies lo que empieza a suceder en La Gorgona, que más tarde veremos de lejos, pero a la que ahora nos acercamos rápidamente y sin tiempo para demoras de turista. Ahí están las calles, los palacios antiguos de aleros grandes y reja en las ventanas, las casas más modestas, las casuchas: todas blancas o pardas,', de piedra o cal. En sus paredes, nunca se sabe en cuál, una mano ignorada escribe cada noche:

ASCANIO, ASESINO

y cada madrugada, esos hombres que ves, de dos en dos, con brocha y cubo, escrutan los rincones, borran o cubren la inscripción cuando la encuentran. Si hubiéramos llegado antes, durante las tinieblas o el luar, habrías visto parejas de polizontes, uno linterna, otro pistola, a la busca del que se atreve, nocturno, acaso fantasmal, a insultar de esa manera al todopoderoso Ascanio, al ministro universal y absoluto del general Della Porta, el «solitario grandioso» (la «carroña escondida» según otros). Esos treinta o cuarenta policías que recorren las calles, alguna vez detienen a un ciudadano rezagado en el amanecer, que intenta disimularse y escurrirse en las sombras; lo conducen a la jefatura y acaban por sacarle la confesión de que es él el autor de los insultos; tras de lo cual se le juzga y se le condena a la horca por delito grave contra el Estado. Te conviene tener en cuenta, sin embargo, que antes de la policía de linterna y pistola ha salido a la calle la de silencio y garrote: aquélla obedece a Ascanio; ésta, a Flaviarosa. No falta quien opine que los del garrote son los autores de las pinturas, pero habrá que preguntarse entonces por qué a Flaviarosa le interesa insultar a su marido, sobre todo sabiendo que el insulto queda borrado mucho antes de que puedan leerlo los ciudadanos. Lo único seguro a este respecto, es que, como no son portadores de brocha y cubo, sino tan sólo de garrote y silencio, los policías de Flaviarosa se limitan a leer la inscripción y pasar adelante.

EÍ barco ha navegado un par de millas más, pero aún le falta cosa de una hora para arribar a la Isla. Tenemos tiempo de contemplar nuevamente las calles, a estas horas tempranas de repente concurridas. Porque hoy es viernes, ¿sabes?, y ese día, con el amanecer, sale de la Catedral la procesión de los disciplinantes, recorre la avenida del Temple, hasta la Señoría, y se recoge en la capilla del Nazareno, que cae por allí. Ese chirrido lento es el de la gran puerta catedralicia, bronce sobredorado, relieves de universal renombre. Abierta ya, los penitentes, doble fila de cirios temblorosos, se alargan desde la entrada hasta el altar mayor. Ahora podemos verlos con capirote y túnica, aquél de blanco, ésta morada. Se oyen, en el carrillón, las seis. Sale el portador con la cruz, negra con velos, y, tras él, los penitentes, a un lado y otro, silenciosos y secretos. Conforme atraviesan el pórtico, van alzándose las túnicas y dejando las espaldas al aire: ¡espaldas espantables, verdugones y cardenales como en las de un marinero inglés visitadas del gato! Cosa curiosa, ¡cosa importante!, todos cojean del mismo pie, del izquierdo: no demasiado, una cojera suave, casi elegante, y a compás, ya que, cuando suena el tambor, les marca el ritmo de la cojera, de modo que el conjunto se inclina al mismo lado, como en un baile, que lo parecería si no fuera por los sayones, que ahora salen y que atizan a las espaldas desnudas zurriagazos potentes: ¡zas! Salta la sangre, se entumece la piel, quedan las túrdigas adheridas al látigo: los penitentes, no obstante, mantienen impertérritos el ritmo sin quejarse, rataplán-plán-plán, el pie firme, el pie cojo, una inclinación del hombro, del capirote, de la llama del cirio. ¿Y sabes por qué, Ariadna, este baile de sangre y madrugada? Para que los cuerpos de los casados templen con los azotes penitenciales su carnal calentura, y piensen más en Dios y en los negocios. Y esa cojera unánime, ¿sabes por qué? Pues para que no se reconozca a Ascanio Aldobrandini, mezclado a los penitentes. Hay sin embargo quien dice que es uno de los sayones, el que pega más fuerte, el que se ensaña en las espaldas de los más jóvenes, de los que se sospecha que no sólo gozan en la cama, sino que hacen gozar también a sus mujeres (por la sonrisa que ellas traen, por la alegría). Quienes saben que no duerme con Flaviarosa (pocos, muy pocos) piensan, pero lo callan, que el ministro concurre a la procesión de tapadillo para que crea la gente que no ha pasado nada, y que sigue ofreciendo sacrificios (dos por semana) en el altar palpitante de su mujer. Pero esto, Ariadna, pueden ser calumnias. La gente siempre es desagradecida con sus gobernantes. En cualquier caso, ese cojo de buena talla es el que da más fuerte, con más ganas, como si se vengara, como si hiciera justicia. No intentes averiguar quién es, la historia no lo sabe, nosotros no tenemos derecho a investigarlo. Que te baste la contemplación del espectáculo: para que después digan los pobres que no sufren los ricos (aunque también se murmure que hay quien paga para que le sustituyan, para que reciba los golpes. A Ascanio le gustaría saberlo, sí…). Y ahí van, a toque de tambor, el pie firme, el pie cojo, el zurriago en el aire, el ¡ay! reprimido, ¿Qué habrás hecho esta noche con tu carne pecadora? ¡Zas a la diestra, zas a la siniestra! ¡Encógete, cabrón, y sufre! La luz de la mañana, cada vez más crecida, resume en figuras concretas lo que hasta ahora hubiera podido parecer un sueño de fantasmas: cuarenta, cincuenta capirotes como de niebla clara a cada lado de la calle, otras tantas candelas, otros tantos dolores. A la gente ya no la despierta el rataplán.