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Sin embargo, Ariadna, como he visto que torcías el morro ante las espaldas zurradas, te quiero compensar del espectáculo. Volvamos al Artemisa, ya cercano a la Isla. Sería de tu gusto, ya lo sé, que penetrásemos en el camarote de Agnesse a contemplarla mientras duerme, o que asistiésemos acaso a su intranquilo despertar, cómo abre los ojos claros, cómo se despereza, cómo salta de la litera al suelo y cómo queda desnuda para vestirse de calle; pero, puedes creerme, ninguno de estos actos menores, si bien cargados de sentido personal y biográfico (nada es más auténtico y vital que lo rutinario, que lo cotidiano, con perdón), ha llegado a imantarse de emoción histórica, ha llegado a cambiar el curso de los acontecimientos. Personalmente no me molesta en absoluto asistir al despliegue ordenado de sus diarias abluciones, aun de las más íntimas, que, por supuesto, a ti te traen sin cuidado. Comprendo que si el trance fuese de novela, tendríamos que demorar la mirada y la palabra, y perseguir la ruta de sus manos a fin de transmitir una sensación erótica; pero como esto es una historia verdadera, me basta, como señal de alarma, la de los pies desnudos cuando aparecen, pichones blancos en vuelo, entre encajes de sábana, y así quedan al borde de la cama, cargados de promesas, sólo un momento. Dejémosla, pues, con sus palanganas, pero preocupada, inquieta, un poco torpe, y volvamos al exterior. Como nunca has viajado a bordo de un velero, presiento que te gustaría acomodarte en lo más empinado de esta proa, ahí de donde arranca el bauprés, y recibir la brisa en la cara, esa misma que sacude los foques y les saca ruidos como latigazos. Te suplico que abandones la experiencia y que te fijes en esa señorita asomada a la baranda del puente, allá arriba, ésa cuya capa oscura también menea la brisa. Su nombre es el de Demónica de Risi, y te aseguro que no es cómodo de pronunciar en La Gorgona: o hacen como que no te oyen, o te dicen: «¡Cállese!», o no te dicen nada y van y te denuncian. Este de Demónica es más bien un viaje de regreso. Nadie cuenta con ella; nosotros mismos no esperábamos columbrarla ahí donde está, el capitán junto a ella, seco, pero devoto. ¿No te hace gracia el nombre? No creo que guarde con los demonios la menor relación, tal vez no sea más que una «Doménica» corrupta. A ella, en todo caso, no se la tiene por diabólica, salvo quizá la opinión del general, que no se sabe.

Y ahora ya puedes mirar hacia la lejanía del horizonte, por donde el sol va a salir. Si se apresura, habremos perdido el espectáculo del que nos tiene Homero informados hace unos tres mil años más bien escasos. Pero parece que no, porque los pasajeros van saliendo, seguramente advertidos, y buscan un lugar en las amuras, o en otro sitio de babor en que puedan instalarse y desde el que puedan mirar. Fíjate que el capitán se ha acercado a Demónica. Señala un punto que todavía no vemos, que no es más que una mota en que el horizonte se interrumpe. Le he llamado en otro lugar de este cuaderno peñasco resplandeciente: todavía no reluce, pero poco a poco se va configurando. A la gente que por primera vez se aproxima a la Isla, se le suele citar aquel pasaje de la Odisea en que se cuenta cómo los marineros de Ulises, también de madrugada, la descubrieron, y cómo al acercarse a ella estuvieron a punto de morir espantados: ¿no te lo dije todavía? ¡Pues mira ya, y escucha a los demás, sobre todo a las mujeres! Algunas chillan: no creo que lo haga Demónica, ni tampoco lo harás tú: la Isla, efectivamente, parece desde aquí la espeluznante cabeza de La Gorgona, rostro de horror, cabello de culebras, y ahora que apunta el sol parece que se mueve y que un cuerpo más horroroso aún va a surgir de las aguas. La visión permanece unos minutos, los que el barco demora en acercarse un poco más, en alterar el rumbo: el rostro del espanto desaparece, y se pueden columbrar rocas peladas en la costa, las colinas desnudas, una isla por fin. Los marineros de Ulises, perdido el miedo, osaron desembarcar en lo que hoy es el puerto: hallaron esa fuente inagotable que también atrajo a Napoleón, como quizá veamos.

El barco no tiene prisa. Nosotros, sí. Quiero que asistas al despertar de la ciudad, varios momentos de su vida matutina. Advierte que está construida en un cerro, y parte de sus calles son pendientes: bajan por ellas, los puedes ver, los trabajadores del astillero, los que están construyendo para Inglaterra esos cinco navíos que ves en las gradas. A esa gente que a tal hora entra todos los días en la ciudad y desciende con ruido de suelas claveteadas, se le llama la Maestranza, y son excelentes operarios, carpinteros de ribera, herreros, fundidores, lefres, como que tienen fama de que sus manos construyen los mejores buques de línea del mundo: por eso los encarga Inglaterra y los envidia Francia, que no puede pagarlos.

Ese estampido que acaba de retumbar en el espacio y que te ha sorprendido es el cañonazo que anuncia la salida del sol. Le acompañan las trompetas que oyes, que duran y que llenan el ámbito mientras izan en aquel mástil la bandera. Pero no es esa ceremonia la que debe atraerte, repetida con ligeras variaciones en todos los países, sino lo que sucede en la terraza del castillo, fíjate bien, justo delante de esa torre almenada cuya piedra rojea con las primeras luces: ¿no ves la silueta de un hombre que se adelanta hasta el mismo parapeto, que contempla la mar y que empieza después a retirarse lentamente? Durante el tiempo de su quietud, los rayos del sol han enviado su sombra a las olas del mar, la han alargado hasta casi tocar el infinito. Los ciudadanos de Gorgona lo saben, pero no suelen verlo. Pero si ahora apresuramos el tiempo y hacemos que transcurran las horas de la jornada (después volveremos atrás); si esperamos a que el sol se sitúe al otro lado, hacia poniente, y el cielo se ponga cárdeno, el cañonazo se repite: suena otra vez la trompetería, aunque con música distinta, ésta lenta y solemne, puesto que tocan a oración; el general Della Porta vuelve a salir a la terraza y escucha desde allí, inmóvil, la tocata, como lo puedes ver, siempre la misma figura: sombrero oscuro, la redingote gris, una mano en el pecho, otra a la espalda. Pero advierte que ahora su silueta cae sobre la ciudad, la atraviesa como un cuchillo de sombra, la domina, y el ciudadano de La Gorgona que descubre allá arriba ese contorno escueto y rígido, se siente al mismo tiempo sojuzgado y protegido: el general Della Porta es el verdadero padre de los que le obedecen; entre su aparición matutina, y ésta, más solemne, de la tarde, dicta su ley, que Ascanio Aldobrandini recoge, interpreta y hace cumplir. Por medio de esta ceremonia, el general mantiene con sus subditos una relación visible. La ocurrencia fue de Ascanio -¿la recuerdas? Creo habértela contado-, que descubrió el efecto, entre mayestático y siniestro, de la primera aparición del general, el día del triunfo. ¿En qué país se puede contemplar dos veces al día al Jefe del Estado? Cuando corren los bulos de su muerte, de puro podre ya, se espera a la caída de la tarde para saber si todavía comparece, o si en las altas terrazas queda una sombra vacante. Ascanio Aldobrandini sale entonces al balcón de la Señoría, y con un catalejo escruta la azotea del castillo: hay quien dice que sólo en tales ocasiones puede ver al general, pero lo cierto es que todas las tardes, en el mismo balcón, agradece a Dios que el Podestá continúe viviendo: porque se inclina, se santigua después y reza. Se comunican de viva voz -se susurra, se cuenta- por un extraño agujero, Della Porta en un extremo, el ministro en el otro: así llegan las órdenes de muerte, a veces acompañadas del hedor del leproso, cuando hay que matar. «Yo no soy nadie -dicen que dijo Ascanio a la viuda De Risi-; él es el vencedor, él es quien manda, y él ha ordenado que muera tu marido. ¡Cuánto lo siento, Margherita!»

Ahora ya podemos volver a la mañana: quiero que veas al ciudadano Cavicciuli, que sale de su casa dándole vueltas a la caña de Ceilán con puño de plata: pertenece a la policía de Ascanio y tiene la misión de escuchar lo que se dice en los mercados y redactar un informe que su jefe recibe y traslada todas las tardes al ministro. Pero ese que le sigue, el bastón, no de caña, sino de ébano, y de los que encierran una espada, es el ciudadano Altoviti, de la policía particular de Flaviarosa, cuya misión consiste en vigilar a Cavicciuli y redactar un informe de todo lo que hizo y de cuanto averiguó. Finalmente, ese tercer ciudadano, que no lleva bastón, responde al nombre de Benedetto Scali, pertenece a la policía del Estado, y cumple la misión de vigilar a los otros e informar cada noche al Jefe Superior de Policía, quien a su vez, despacha con Ascanio y oculta lo que le parece de cuanto va pasando. Lo más curioso es que Altoviti, Scali y Cavicciuli se encuentran, como ves, cada mañana, en la taberna de Annunzzia, la candiota; beben juntos el primer aguardiente, se ponen de acuerdo acerca de la tarea, y, al caer de la tarde, vuelven a reunirse y a concordar los respectivos papeles. A Altoviti lo paga también el cónsul de Inglaterra, que es a quien dice la verdad: Cavicciuli recibe subvención del obispado e instrucción casi directa del Vaticano: miente, pues a ese tenor; por lo que a Scali respecta, informa a la República Francesa y al Imperio Austríaco, según quién dé más.

Ahora el Artemisa, que ya enfila la ría, se dispone a cruzar entre las baterías de la bocana. A la vista del velamen, todavía tendido, en el puerto, allá en el fondo, empieza la animación, bulle la gente en los muelles, entran y salen en la dársena los botes de la faena. A lo mejor te interesa, Ariadna, este ajetreo, pero, a poco que distraigas la mirada, te mostraré esa casa que cierra por una parte la enorme avenida del Temple: ahora la van llamando «del general». A su cabo está el palacio de la Señoría, ese de los aleros grandes y los grandes balcones, y la casa de que te hablo hace ángulo con él, unos jardines por medio. De tal casa conviene que te fijes en el hermoso y celado mirador de la derecha, gótico florido nada menos, obra de algún arquitecto francés que pasó por la Isla: de frente, enfila todo lo largo de la avenida; desde el costado se abarca la extensión del puerto, y, más allá, hasta los mismos castillos que guardan la bocana: detrás de esos cristales emplomados en los que, vistos de cerca, el curioso descubre verdaderas mirillas, vigilan los catalejos y los ojos de las Tres Gracias, Talía, Aglae y Eufrosina, no se sabe si tías lejanas del general o de Ascanio Aldobrandini: en esto no está la gente de acuerdo, pero son desde luego tías de alguien. Los griegos del astillero les llaman, sin embargo, Parcas: Cloto, que corresponde a Talía; Láquesis, a Aglae, y Átropos a Eufrosina: evidentemente los nombres de los griegos no ascienden al barrio de los latinos, ni se mencionan en los comadreos, de modo que no importa olvidarlos. En este mismo momento, el catalejo de Eufrosina acaba de descubrir, en la cubierta del Artemisa y como dispuesta al desembarco, la figura entristecida aunque gallarda, de Demónica. Eufrosina les dice a sus hermanas: «¡La cara de esa mujer me recuerda a no sé quién, y no de ahora!». Eufrosina puede remejer horas y horas en sus recuerdos, porque almacena en ellos los nombres y los hechos de un par de miles de años. Los latinos dicen de ella, aunque en voz baja, que tal debe ser su edad, lustro más, lustro menos, y que de puro vieja que es le han salido en el coño dientes de perra, así como que tiene las tetas rellenas de tornillos. ¡Lo mala que es la gente! Eufrosina, de momento, no ha tenido que hurgar en el pasado más remoto, ése en que se le despiertan las carnes al escuchar la música de nombres como el de Lorenzo de Médicis, el de Can Grande della Scala, el de Septimio Severo, los más notorios de sus amantes infinitos, sino que le bastó el repasar de un corto número de años inmediatos. «¡Ya lo tengo! ¡Es la hija del comodoro De Risi! ¿Qué vendrá a buscar aquí esa revolucionaria?» Ninguna de sus hermanas le responde. A Talía la gente la llama siempre la Muerta: tiene la cara de porcelana, ojos de vidrio, el cuerpo de lienzo basto y estopa, y entre los dientes de su boca abierta cuelgan los hilos de una telaraña arcaica. A Aglae se la conoce por la Tonta, quizá porque no habla jamás por cuenta propia, ni aun los monosílabos del sí o el no, sino que se limita a repetir con voz cascada y un tiempo de retraso, como si lo pensara antes, lo que dice Eufrosina: «¡Ya lo tengo! ¡Es la hija del comodoro De Risi! ¿Qué vendrá a hacer aquí esa revolucionaria?». La lente del catalejo, que se detiene un instante en la persona de Agnesse, busca no obstante aquel rostro ovalado y moreno que se parece al de un hombre de mando que colgaron de una entena hace unos pocos años. Eufrosina abandona el catalejo y bate palmas. Al criado que acude, le ordena que prepare los palanquines laqueados. «¡Vamos, Aglae!» Cogen a Talía entre las dos a la silla de la reina, que quema, que quema, y se la llevan así hasta el zaguán, donde ya esperan los tres relucientes armatostes con sus porteadores. A la Muerta la meten en el del medio; Eufrosina va delante, la Tonta cierra la marcha. No hacen más que atravesar la calle: los soldados de guardia abren el portón del palacio por el que entran las personas de viso. «¡Vosotras, a no moverse de aquí!», manda la Vieja, y las abandona al pie de la escalera: es ella la que sube sola hasta el despacho de Ascanio, más madrugador que nadie, siempre inclinada la cabeza encima de un montón de papeles. «¿Sabes que acaba de llegar la hija de De Risi?», le grita desde la puerta, Eufrosina; y Ascanio queda bastante sorprendido, la mirada vacante unos momentos. «¿Cómo dices?» «Demónica, la hija de De Risi, aquella que enviamos a Francia con su madre y que se metió después en la revolución.» «¿Estás segura?» «¡No hay una cara que se me escape, lo sabes! Y puedo añadirte que ha llegado también, si no me equivoco, esa veneciana que traes para que te enseñe inglés. No puede ser otra: rojilla de cabello, demasiado alta.» Ascanio escribe algo en un papel. «Te lo agradezco, tía. ¿Qué sería del Estado sin ti?» «Sin nosotras, no vayas a olvidar a mis hermanas. Por cierto: esta noche pasada, la policía de tu mujer estuvo en un verdadero tris de sorprender con las manos en la masa a ese empleado tuyo que pinta en las paredes lo de "Ascanio, asesino". Ya puedes prevenirle y que se ande con ojo.» Los palanquines atraviesan otra vez la calle y penetran en el zaguán de donde acaban de salir: Las Tres Hermanas Funestas retornan a su habitual misión diurna: fisgar todo a lo largo de la avenida, todo a lo ancho del muelle. La gente de la ciudad, a ese balcón, le atribuye un rótulo que es una conminación; todos lo hubieran escrito en aquellas paredes, nadie se atreve: repetición del que existe en el arsenal, por la puerta de entrada de la dársena, encima de la escollera, y que ordena: