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Acuéstate en mi olvido y vive allí,

que no me gustó porque excluye al Narrador (o se excluye), lo que empobrece el sentido, reduce el olvido a sus límites y deja fuera al abarloe.

Se me ocurrió también:

Abarlóate, Ariadna, en mi olvido, y vive,

que prescinde también del Narrador y, en último término, usa indebidamente el abarloe, porque éste requiere de dos barcos, al menos, o de dos cuerpos. Otra de las etapas fue:

Abarloados en el olvido, Ariadna, viviremos,

lo cual es una especie de carabina de Ambrosio que tampoco resuelve nada, que nada cierra y nada solemniza. Y como las ocurrencias posteriores no mejoraron ninguna de éstas, acabé temiendo que ese final apetecido se me escapase, no sé ahora si inasible o inasequible, como ciertos fantasmas y ciertos modos de amor. Hasta que, al fin, algo se me insinuó y con algo pude redondear el párrafo postrero, cabal remate, nota caliente y convincente de este embarullado conjunto, algo de orden, quiero decir, aunque sea a la despedida. Pero, una vez escrito, pienso con verdadero espanto si esas palabras no serán mías, sino, todo lo más, otro verso de alguien, modificado. ¡Ah, si fuera capaz de recordar todos los versos que he leído…! Para no disparatar más vuelvo a lo dicho, el orden, el finaclass="underline" dice "forma" quien dice "orden"; dice "final" quien dice "redondeo". Prácticamente toda narración puede ser infinita, igual que amorfa, como la vida. Darle un final, darle una forma, es la prueba más clara de su irrealidad. Por tanto, ¿para qué enredarnos más en elucubraciones? Como irreal te la ofrezco, que es a lo que intentaba llegar. Y tú verás.

Nota a la segunda edición

Algunas erratas de la primera edición van enmendadas en esta segunda. Otras no las descubrió mi miopía y quedan por ahí un "Mr." que es Mrs., y quizá alguna más. Lo que no me da la gana es de substituir "vertedero" por "fregadero"; yo escribo en español, no en castellano, y "vertedero" es como se dice en mi aldea, tan española como la Tierra de Campos.

Uma vez amei, julguei, que me amarían,

mas não fui amado.

Não fui amado pela unica grande razão

porque não tinha que ser.

A. C.

Ella era amable y él la amaba,

pero él no era amable y ella no le amaba.

(De un drama antiguo)

H. H.

El furtivo desagüe de la Historia.

J. M. C. B.

La miro a V. en los ojos, y mis ojos le dicen que soy un pobre buscador en el mundo, que no comprendo nada de mi destino ni del de los demás, que he vivido, y pecado, y creado, y que un día me iré sin haber comprendido nada, en la oscuridad que nos ha parido a todos.

J. J.

I

1. – No importa recordar por qué empantanos se retrasó nuestro viaje, pero, por fin, vinimos; me trajiste en tu coche hasta el embarcadero, y remaste después, riendo, mientras yo bromeaba a tu costa: quería recordar tu nacimiento en las orillas de un mar glorioso, y que las aguas de un lago no demasiado grande, aunque sea tan hermoso como este nuestro (donde, según me contaste alguna vez, vienes a patinar en el invierno), son apenas remedo de aquellas otras, azules, aunque grises a veces, y no siempre tranquilas, que te mecieron con su canción antigua, y a las que no quieres volver, nunca quise saber por qué, quizá por el temor de que ese canto haya callado para siempre, o por el miedo que tienes de recobrar, de no perder jamás, esos monstruos de tu infancia que a veces se te recuerdan y te estremecen; meros fantasmas, te hacen temblar: ¿qué sería visibles? Bastaba ese secreto en otro tiempo para que yo me echase a inquirir, a conjeturar también, sin alcanzar ninguna conclusión suficiente, una hipótesis satisfactoria al menos, algo: todavía imagino, cuando me pongo a soñar, que en esa infancia tuya junto a las piedras más hermosas del mundo, un no sé qué o no sé quién dejó tu alma golpeada, la lastimó: eso de que te quejas a veces sin quejarte, con un suspiro o un rictus que de buena gana evitarías, pues sabes a lo mejor lo que revelan. La verdad es que sé poco de ti, pese a lo mucho que tenemos hablado, una noche y otra noche, muchas tardes también, desde aquella primera en que viniste a buscar al profesor Alain, y él se había marchado. ¿Recuerdas? ¡Claro que sí, y no sé por qué diablos te lo pregunto! Aunque quizás lo sepa sobradamente, y tú también, y el por qué voy a repetirlo aquí con algunas variantes, así como otras cosas de las comunes habladas o vividas, que ya van siendo muchas: mentaré las necesarias para que quede cabal la historia, la que ahora empieza, o que empezó cuando te dije que sí, que alquilaría la cabaña de la Isla, que viviría en ella hasta el anuncio de las nieves: todo un trimestre, pues, todo el otoño. Lo que no te he contado nunca es la manera cómo el profesor Alain me había hablado de ti, no una vez, sino con insistencia, hasta ponerse pesado, y una de ellas me dijo que le habías besado en la boca. ¡ Oh, de qué modo indeleble me quedó en la memoria aquella imagen! Como hablaba en francés, al decir

«bouche» puso la suya de manera especial, como si fuera a devolverte el beso, como si todavía lo estuviera esperando o, quizá, como si fuese a silbar. Bueno, a lo mejor no fue más que una broma, una burla más bien, que de sí mismo hiciese el profesor, a quien la puñetera educación inglesa no permite expresar sus sentimientos con la espontaneidad apetecida, ésa con la que nosotros damos salida a lo nuestro, sea de regocijo o pena. ¿No te parece que son tales minucias las que más nos alejan de las personas como él? Cuidado que yo le quiero, y que le admiro, y que llevaría mi amistad hasta extremos que él mismo no sospecha; cuidado que me río cuando me cuenta sus chistes, que nadie he conocido con mejor sombra que él; pero, ya ves, aunque yo no sea, estrictamente hablando, un verdadero hijo del Mediterráneo, como tú, y aunque también mi educación me haya obligado en cierto modo a refrenar con hipocresía templada la manifestación abierta de mis sentimientos, queda una diferencia bastante grande entre lo que yo hago y lo que hace él, porque yo superpongo a la emoción o a la pasión la máscara de la ironía, está claro y allí se quedan como dos hojas secas que hubieran caído juntas (tú me has dicho alguna vez que se me nota, cuando me burlo, qué es lo que tomo realmente en serio); mientras que el profesor sustituye una cosa por la otra y esconde aquélla en no sé qué extrañas simas de su espíritu. Y a mí me parece que eso le perjudica, porque con harta frecuencia es preferible romper de un puñetazo la tabla de la mesa o la cara de un amigo, a dominar el impulso y dejar que lo suplante una sonrisa, o quizá un mot d'esprit, que a nadie sirven, la verdad, de desahogo. Me dirás, con razón, que el profesor habría tenido que romper muchas mesas y muchas caras, sobre todo en los últimos tiempos; pero, al menos estaría tranquilo, y tú con él. Aquella noche que viniste a verle, y que se había ido, y entonces te acogiste a mi puerta con el pretexto de averiguar si yo sabía algo de su ausencia, si se marchaba de viaje, o si sólo a Stuyvesant Plaza a hacer la compra, creo que el profesor hubiera debido romper algo muy fuerte y duro, la puerta de su casa o de la mía; o, mejor aún, derribar la pared de una buena patada, en cuyo caso todo hubiera cambiado y no estaríamos ahora en la Isla de los Jacintos Cortados, The Isle of the Cut Hyacints, en el Indian Lac, cada cual de nosotros a lo suyo, pero próximos como lo estamos ya por esas menudencias a que antes me he referido y que ya irán saliendo; también acaso, más que por el pasado unidos, por lo que vaya a suceder: incógnita que me empuja, contra toda previsión, contra mis propios hábitos precavidos, a escribir este cuaderno a hurtadillas de ti, aunque a ti destinado. ¿No sabes que el ilustre profesor, aquella tarde, antes de irse, recitó con voz bastante clara, con gestos y ademanes de un latino, los mismos versos de su tatarabuelo, tú debes saber cuáles, que casi me cantó por vez primera un segundo después de haberme dicho que le habías besado? Si entonces no le concedí importancia, esta otra vez, la de esa tarde, lo interpreté como que mandaría al diablo todas sus desventuras, como que se iba entonces mismo de picos pardos. Cuando te abrí la puerta, te me quedaste mirando y me dijiste: «A lo mejor, usted sabe quién es Ariadna». Y yo te respondí: «Lo sé, aunque sin haberla vista nunca, si bien sospecho que no podré decirlo ya a partir de ahora». «¿Me deja entrar?» «Naturalmente. Y, además, la invito a un poco de cena en compañía, si es que alcanza para dos eso que me encuentro cocinando. En el caso contrario, contemplaré mientras come.» Tú ya habías entrado, te quitaste el impermeable y añadiste, quizá como justificándote: «¿Sabe que se me estropeó el coche, y que lo tengo ahí enfrente, en la cuneta, medio hundido en la nieve?». Desde mi ventana no se veía el lugar, y no parecía indispensable, para corroborar tu aserto, un descenso en pareja hasta el portal. «Tengo que telefonear para que se lo lleven al taller, pero la puerta del profesor está cerrada y en este piso de usted ya sé que no hay teléfono.» «Sí, pero cuando él se marcha, suele dejarme la llave por si necesito algo, media docena de patatas o un diccionario.» «¡Ah, bueno!, en ese caso…» Busqué la llave y te la di. Fuiste al piso de Alain y supongo que habrás dado instrucciones acerca de tu coche empantanado. Regresaste en seguida. «Verdaderamente ya está todo listo, de modo que puedo marcharme si es que le estorbo.» «¿Lo he insinuado acaso? ¿Lo he dejado entrever?» «No, pero sé que a estas horas usted trabaja.» No te dije ni que sí ni que no. Te rogué que te sentaras y que, ya que estabas allí, esperases un poco, pues algo de lo que yo tenía podía interesarte. Te quedaste al principio sorprendida; mas, como yo me sonriese, exclamaste de pronto: «¡Qué tonta! Va usted a poner ese disco de mi nombre». «¡Pues claro! ¿Cuánto tiempo hace que el profesor viene hablándole de él? ¿Y cuántas veces ha estado usted en su casa, y nunca le invitó a escucharlo?» «Solía decirme que usted estaría escribiendo.» «Pues, no. Yo no soy trabajador, y él lo sabe. Cuando usted se marchaba, él venía a ofrecerme del queso o de la fruta que hubiera comprado y que pudiera apetecerme, y después me contaba alguna de sus historias: creo que tiene en mí el mejor de sus oyentes, el más ingenuo y fácil a la risa.» Te echaste a reír, tú también, y dijiste que ya lo sabías. «Lo que sucede -continué- es que no quiere que yo la conozca a usted.» Te tapaste la cara con las manos y explicaste en voz baja, como el que descubre un secreto: «No quiere que nos conozcamos porque teme que usted me robe». «¿Que la robe? ¿Quizás un rapto?» «No; no es a eso a lo que teme, no, sino a que usted me atraiga a sus cursos y me aparte de los suyos. Me dijo muchas veces que es usted un profesor excelente, que su voz es como música, y algunas de sus alumnas me lo han corroborado.» «No mejor, sin embargo, que él, aunque yo, claro está, no disponga de un tatarabuelo que figura como gran poeta en la historia de la literatura inglesa y cuyos versos utilice para deslumbrar muchachitas.» Me pareció que te ruborizabas. «¿Hace eso Alain?», preguntaste, yo creo que para disimular, y yo, por razones parecidas, quizá desviase la conversación; te dije: «¿ Es así como le llama? ¿Alain? ¿No usa usted el otro nombre?». «Sí; le llamo Claire, como todos sus amigos, como usted mismo.» «En cuanto a mí, ¿sabe también cómo me llamo?» «Por supuesto.» «¿Y sabe que en mi país la gente se tutea sin necesidad de mayor trato?» «¿Es una invitación a que le llame por su nombre?» «Pues, claro.»