ATRACAR PARA SER RECONOCIDOS
4. – Quedamos en silencio: yo, cansado de hablar, fatigada la vista de aquel torbellino de imágenes. ¿Acaso de escucharme tú? Es posible que así fuera, pero no quiero creerlo, ni aun pensarlo. Te confieso que intento fascinarte, atraerte, mantenerte pendiente de mí, pero tú te resistes, como si lo que te digo pasase por un filtro que lo retiene todo, menos la mera historia: que aprisione lo que de mí otras veces te atraía y sujetaba, la voz, la fantasía. Sé también que tienes miedo de noches como ésta: asomaba la luna por encima del bosque y clareaban las aguas en el lago, pero tú escapas al hechizo, te esfuerzas en destruir, a fuerza de raciocinio, la carga erótica que como una masa eléctrica saca chispas de nuestras miradas al chocar. Sospecho además que te sentías pecadora de traición: te habías pasado, durante aquellas horas, del mundo de Claire al mío, de sus razonamientos a mis imaginaciones, y ahora, al terminar, una especie de arrepentimiento, un deseo de revancha pudo más que tu intención espontánea de decir al menos «¡Qué bonito!». Es lo que ahora colijo de lo que sucedió inmediatamente. La fantasmagoría de La Gorgona se había diluido ya en el espacio, y un hueco triste se columpiaba entre nosotros. Te pregunté si te apetecía oír música. «¡Como quieras!» «¿Algo determinado?» «¡Me da igual!» Puse en el magnetófono una cinta de Joan Baez: tan por lo bajo, que no rompió el silencio: yo miraba los árboles del bosque, pero pensaba en ti; te sugerí que te acercases, que me cogieses de la mano, pero si mi mensaje te alcanzó no lo escuchaste. Quizá tampoco la música. Al terminar me preguntaste: «¿Toca algún pito esa muchacha nueva en nuestra historia?». «¿Esa muchacha?» «Sí, Demónica.» «Pues no lo sé todavía, aunque creo que no.» «Entonces, ¿por qué me has hablado de ella? Podrías haberla dejado que siguiera su vida. Y no lo digo porque hayas desatendido a Agnesse, de quien sé lo que pensó, lo que hizo, lo que sucedió al atracar el barco al muelle. Podría relatarlo ce por be y con bastante detalle. Lo que tú puedes averiguar por tus procedimientos mágicos, y por lo que hayas leído, no alcanza junto, por supuesto, a lo que yo llego a saber, a lo que estoy sabiendo. La vida de Agnesse me viene como oleadas, casi la veo y la oigo: ¿no comprendes que lo que hizo Claire, eso que llama el haya injerta en el roble, empieza a dar bellotas? En este mismo momento ha llegado Agnesse a esa casa en la que va a vivir:…no recuerdo ahora el nombre de la dueña…» No me atreví a sonreír, pero comprendí tu esfuerzo al inventar lo que era obvio y bastante innecesario, aunque quizá, como se demostró inmediatamente, fueras capaz de hipótesis más acertadas y sustanciales. Por lo pronto intenté ayudarte: «La viuda Fulcanelli -te interrumpí-, esposa de un comodoro que murió en la batalla de las Islas Cicladas. Le quedó una pensión del Estado, que los que actualmente mandan le respetan, para que no se diga que si ellos, que si los otros, que si tal, que si cual». Te echaste a reír con esa media risa tuya a la que me tienes acostumbrado, quizá más media risa esta vez porque con ella expresabas una especie de victoria. «Sobre todo, queda claro -me dijiste-; cuando traduces del español al inglés, así, literalmente, como lo acabas de hacer, organizas generalmente las fórmulas sintácticas más peregrinas y oscuras y, sobre todo, más vacuas, que he escuchado jamás. No entendí una palabra de tu respuesta porque no quiere decir nada, salvo que a la viuda Fulcanelli le quedó una pensión del Estado.» «Es lo principal», y con un gesto te animé a que continuaras. Lo hiciste sin más trámites. «A Agnesse le cayó simpática; la encontré amable y maternal. No hace más que decirle que si es una niña, que cómo anda sola por el mundo, que allí lo pasará muy bien, que ya verá… Y le enseñó la casa. La casa de la viuda Fulcanelli no es la que corresponde a una mujer que, para vivir, se ayuda con un par de huéspedes.» Marcaste entonces una breve pausa involuntariamente interrogante, que aproveché para mostrarte que, por poderosa que sea tu inventiva, la historia entera no la podrás saber sin mí. En mi respuesta no hubo, sin embargo, petulancia, o síntomas de triunfo, sino la deseada naturalidad: «El comodoro Fulcanelli, evidentemente, no necesitaba de un par de huéspedes para vivir muy bien. Ganaba mucho dinero, hacía largos viajes, traía en el barco, lo mismo que sus colegas, muebles exóticos, objetos raros y de valor. Agnesse verá marfiles y conchas, podrá tocar sedas bordadas, acariciar pieles de animales feroces. La viuda Fulcanelli la habrá conducido hasta el rincón de la sala en donde permanece una silla de manos de laca negra dibujada en oro e incrustada en marfil. No la trajo el comodoro, sino su padre, que lo era también, y que también recorrió el mundo y peleó en cuatro o cinco batallas. Y le habrá mostrado ya la inmensa piel de un tigre de cuya cacería le contará seguramente una leyenda, si no ahora mismo, en cuanto tenga más confianza. Tampoco es regalo de su marido, sino cosa heredada. Puedo garantizarte que quien la adquirió en la India, un abuelo de otro nombre, aunque asimismo marino, la misma noche de su llegada encerró a su mujer en el salón, la desnudó, la acostó en la piel de tigre y la cabalgó con ímpetus más cinegéticos que eróticos: a pesar de lo cual se dice que, aquella noche, los tigres de Bengala se enternecieron con sus víctimas, pero me inclino a tomarlo como exageración». «Y, todo esto, ¿lo llegará a saber Agnesse?» «Probablemente, ¿por qué no? Se me ocurre incluso que alguna vez, aprovechando la ausencia de la viuda o la oscuridad nocturna, se arrastre desnuda hasta la piel del tigre y se deje envolver por su caricia.» «Eso de atribuirle hábitos de sensualidad refinada, ¿es una venganza?» «Aspiro -te respondí- a que sea una precisión histórica. Pero me doy cuenta ahora mismo de que te has adelantado en el tiempo, de que has pasado por encima de acontecimientos importantes. Por ejemplo: Agnesse, antes de ir a casa de la viuda Fulcanelli, fue recibida por Ascanio.» Y te ofrecí, con esto, en bandeja, otro cabo de la narración. «¡Oh, la entrevista con Ascanio! Fue de lo más solemne, de lo más imponente, como que Agnesse quedó bastante impresionada, y llegó a tener miedo y a arrepentirse de la aventura, aunque por poco tiempo: un mero resplandor del sol la deja levada de tristezas. Pues había en el muelle un coche con un sargento, encargados de recogerla y de llevarla al palacio de la Señoría. Allí la dejaron, en una antesala enorme y abrumada de cuadros y tapices, una hora, dos horas. Vinieron a decirle que no se impacientara y que si quería una copa de vino. Ella lo aceptó y eso le salvó de echarse a llorar o de echar a correr; aunque, claro, siendo una isla, ¿adónde? Por fin la recibió el ministro. Ella le hizo una buena reverencia a la francesa, que no pareció disgustar a Ascanio, a juzgar por su sonrisa; la mandó sentar, le hizo preguntas acerca del viaje, le recordó cuáles eran las condiciones de su trabajo… "Le tengo buscado a usted acomodo en una casa de bien, donde se encontrará contenta y protegida. Marietta Fulcanelli es una dama de las de antes, religiosa, educada y de elevada moralidad: no encontrará en la Isla mejor amiga." Le dijo también a Agnesse que todas las mañanas la esperaría un coche a la puerta de casa, el mismo que, por las tardes, la llevaría, una vez terminado el trabajo; que tendría un despacho, y que, como además de enseñarle el inglés a él, le confiaría la traducción de algunos papeles, sería lo más conveniente que se quedase a almorzar en la propia Señoría, y que si tenía la costumbre de echar la siesta, mandaría que le habilitasen una alcoba para que pudiera hacerlo cómodamente.» Me miraste entonces, Ariadna, como diciéndome: «¿Ves hasta dónde llego?». Y yo te pregunté que cuál era la impresión que había causado Ascanio a Agnesse: me respondiste que le daban un poco de miedo la cara cetrina, los ojos penetrantes, y que no hubiera vuelto a sonreír; sacaba la conclusión de haber quedado prisionera, además de un poco fastidiada porque en el palacio había demasiados santos, y demasiadas cruces en el despacho de Ascanio, y que éste se había referido expresamente a su conducta moral y a la conveniencia de que no descuidara las prácticas religiosas: como que llegó a decirle algo como esto: «Señora, yo estoy aquí y gobierno la Isla, para que sus habitantes puedan vivir tranquilos y salvar en paz sus almas, para lo cual no tienen más que obedecerme, no porque mis órdenes sean mías, sino porque expresan la voluntad de Dios. En esta ciudad el pecado mortal es delito de leso Estado, y, por supuesto, los delitos contra el Estado son pecados mortales». Agnesse se atrevió a preguntarle que por qué, entonces, no mandaba el obispo: «Los obispos, señora, no entienden de construcciones navales; por otra parte, a veces no son muy de fiar y hasta los hay masones. Nosotros nos entendemos directamente con la Santa Sede». «Y, del general Della Porta, ¿no le habló?», pregunté a Ariadna. «No, que yo sepa.» «¿Y no lo encuentras raro?» «¿Agnesse o yo?» «Una y otra.» «Ella no ha oído hablar en su vida del general.» «Por eso, por eso, precisamente por eso…»