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Esto fue cuanto dieron de sí el método de injertar, en los robles, las hayas; tu preparación histórica, y tu deseo de mantenerte de la parte de Claire: algo así como la respuesta a un desafío que contuviera (la respuesta) este mensaje: «Sin tu ayuda, también nosotros llegaríamos a la verdad». Lo que entonces sucedió, lo que hice y dije, me llevó a verme a mí mismo (después, cuando quedé solo y recordé lo pasado) como un pavo real que abruma a la pava con el lujo de sus plumas, y que así, con esas vibraciones que salen de ellas y casi se oyen, la deja apabullada: «Yo puedo completar tan preciosos informes, querida Ariadna. Porque Agnesse, en efecto, se sintió sobrecogida al verse dentro de un coche casi cerrado, acompañada por un sargento feo y silencioso, y, más tarde, sola en la vastedad del palacio, en aquellos pasillos y en aquellos salones donde todos parecían curas vestidos de paisano, pero no como los vaticanos, que ella conocía muy bien y sabía cómo tratar, petulantes, muy seguros de sí y siempre en busca de presa, sino sumisos e insignificantes, que no metían ruido al caminar, que hablaban en voz baja, como si fueran a despertar de su lejana muerte a los comodoros cuyos retratos colgaban de las paredes; como si los grandes barcos de las batallas pintadas fueran a disparar sus andanadas en el caso improbable de que alguien taconease. Esto no es más que decir lo que tú has dicho, aunque con otras palabras; la estampa conmovedora que podemos imaginar de la asustada Agnesse en pos de aquel sargento feo, por un pasillo ancho e interminable, de suelos brillantes, de techos altísimos, de puertas inmensas, todo de tal magnitud que ella en comparación queda en menuda e insignificante, siendo como es de buena talla. Pero eso no es más que un modo cinematográfico de ver la escena, y lo que intento comunicarte es precisamente lo que devolvió a Agnesse a sí misma: Ascanio Aldobrandini, como otros de su oficio, recurre a la complicidad de los grandes espacios para compensar alguna deficiencia a la que probablemente los demás no conceden importancia. ¿Será tal vez su cojera? Después de lo que sabemos de la procesión disciplinante, es lo más seguro. El salón en que recibe es el mayor de la Señoría; es, asimismo, el menos decorado; como que eso que Agnesse dijo de muchas cruces se reduce únicamente a dos: una, inmensa, que cuelga de la pared desnuda; otra, pequeña, de marfil, puesta en una esquina de la mesa. La puerta por la que se entra está en la diagonal del ángulo en el que Ascanio espera: el visitante se ve obligado a recorrer la máxima distancia en línea recta, mirado por unos ojos lejanos, más adivinados que vistos, y no hay un solo objeto en el que pueda descansar o encontrar apoyo para compensar la sensación de vacío y desamparo que va sintiendo conforme avanza. Ni siquiera hay alfombra, sino un pavimento de grandes losas de mármol, blancas y negras, como un inmenso ajedrez. En esa desolación, aquel hombre que aguarda, inmóvil, frío, es sin embargo lo único humano, la salvación. Lo corriente es llegar hasta él vencido ya, desarbolado. Y eso fue lo que encontró Agnesse al entrar en la estancia: desolación artificiosa y un hombre oliváceo al fondo. Pero Agnesse había recorrido, de niña, los inmensos espacios, desolados también, de su propio palacio, y, de muchacha, los salones donde el dux celebraba sus fiestas. Más tarde había pasado y repasado por logias y estancias vaticanas, y por la misma plaza de San Pedro, vacía de madrugada, ella sola… No advirtió el artificio, no cayó en la trampa: recorrió naturalmente la diagonal, sin titubeos ni tropiezos, con el paso de corte que le habían enseñado, y, al hallarse ante Ascanio, hizo esa reverencia francesa a que te has referido. Ascanio está desde pequeño ejercitado en el dominio de sí mismo, como que no se trasluce jamás nada de lo que piensa o siente. No manifestó sorpresa, menos aún asombro o admiración. Pero intento, querida Ariadna, que consideres en lo que valen ciertos pequeños detalles relativos al caso: Agnesse no fue llevada a casa de la viuda Fulcanelli en el coche siniestro que la recogió en el muelle, sino en una berlina elegante, tapizada de seda, toda ella lujosa y suntuosa, y tirada por muy buenos caballos; y no la acompañó un sargento mal encarado, sino un capitán respetuoso que se deshizo en cortesías. El segundo detalle cuya consideración te ofrezco es el súbito ajetreo, el apresurado trajín a que se entregó Aldobrandini en cuanto despachó a Agnesse: llamar a gente, dar o retirar órdenes, recorrer tres o cuatro despachos y otras tantas estancias de uso indefinido, y, lo que es más chocante, lo que llamó la atención a algún subordinado observador, fue que todo lo hacía con una sombra de sonrisa en los labios, no de la especie conocida cuando triunfaba la justicia sobre el desorden y había que ahorcar a alguien, sino de una naturaleza nueva que pudiera interpretarse como bondadosa: todo para concluir disponiendo que aquella misma tarde el cuarto de trabajo de Agnesse quedaría instalado en un regular salón vecino al suyo, puerta por medio, y que sería amueblado, no con los trastos previstos, sino con piezas de más lujo que mandó traer de aquí y de allá, de manera que el conjunto saliese lo más alegre posible y bastante elegante: también mandó que se pusieran flores cada día. Lo tercero que quiero que contemples es el hecho enteramente insólito de que Áscanio se haya quedado con la mirada en las nubes, lo que se dice arrobado, durante casi un minuto, y que en seguida, como si le hubiese mordido una tarántula, corriese a arrodillarse delante del crucifijo grande para permanecer allí un buen rato, caída la cabeza, los párpados bajos, las manos contra el pecho. Una luz que venía de lo alto, lanzaba contra el suelo su sombra arrodillada, la humillaba más aún…». Y aquí callé, con la mano en lo alto y tus ojos puestos en ella. Al dejarla caer, también cayó tu mirada. ¡Me sentí triunfante, Ariadna! Vanidosa y estúpidamente triunfador, si bien, por el respeto que te tengo, me haya esforzado en disimularlo. Tú me habías escuchado progresivamente distensa, progresivamente sencilla: lo interpreté como que te habías olvidado de tu intención, apenas esbozada, de oponer al mío el método de Claire. Pero tus palabras me dieron a entender que no fue así, sino algo todavía un poco más satisfactorio. Dijiste: «Te confieso que por mí misma nada de eso lo hubiera averiguado». Entonces, mi plumaje de pavo se cerró como un paraguas con el viento, cesados los efluvios cautivadores. Me sentí feo y un poco tonto. Perdóname, Ariadna.

IV

1.- Tú me pediste fuego, y, al dártelo, agarraste al desgaire mi muñeca y cerraste los ojos. ¿O no fue esa noche que pienso, sino otra, más que real, soñada? Con esto de que todo suceda al mismo tiempo, empiezo a armarme bastante confusión, y ya no sé lo que fue antes, ni lo que vino después, conforme con el cómputo ordinario. De que había salido la luna no tengo duda, porque recuerdo la claridad del bosque. Y también de lo que estábamos hablando, últimas nuevas de Claire: esa revolución que pretenden organizar algunos estudiantes, sus adictos, un número pequeño que no consigue arrastrar al resto, porque la gente razona así: «¿Vamos a meternos en jaleos, apenas el curso comenzado, a causa de un señor que dice que Napoleón no existió nunca?». La mayor parte de ellos ignora quién fue Napoleón, quizá no estén muy seguros de quién fue Abraham Lincoln: saben que a uno y otro se les han levantado enormes monumentos, y no se suele acumular la piedra y darle después forma solemne para memorial de un fantasma; no es, al menos, lo frecuente. Tú deplorabas la superficialidad con que los jóvenes resuelven las cuestiones que les atañen, a lo que te respondí que, superficialidad acaso, pero que la relación del asunto con los jóvenes no la veía por ningún lado, pues, en efecto, si se aceptara con unanimidad que Napoleón no ha existido, algo cambiaría en los papeles y en algunas conciencias; se organizarían inmediatamente simposios, congresos y seminarios para ver de llenar el vacío resultante: como quien dice, hallarle a Napoleón un sucedáneo, si no un sustituto, o concluir que el vacío ya no tiene remedio y que la explicación de la historia hay que buscarla en otras direcciones: cosas de este jaez se pueden ir inventando durante un tiempo infinito, pero llegaríamos siempre a la conclusión de que el mundo seguiría como está y las personas, una a una, lo mismo: razonamiento obvio que no deja de decepcionarte, puesto que tú habías supuesto (¿por tu cuenta?, ¿sin la complicidad de Claire?) que, después de la revelación, no quedaría títere con cabeza en el universo mundo, y que ahí estaba la causa (más o menos) de la esperada mutación de la especie que va a resolverlo todo, o que al menos pondrá la primera piedra de las resoluciones definitivas. Cuando se sabe lo que tú sabes, y se tiene imaginación, la utopía está a la vuelta de cada repliegue (o arruga) del espíritu. Y a mí me gustaría saber, o al menos sospechar, qué papel os correspondería, en ese mundo mudado por tus sueños, a Claire y a ti: ¿pareja capital de la humanidad futura, en la que las operaciones propias de la generación se hubieran sustituido por técnicas más evolucionadas, y en las que al mismo tiempo se hubiera logrado alcanzar la autonomía del erotismo y la superación de ciertas condiciones en nuestro mundo aun hoy indispensables? Me refiero, con eso del erotismo autónomo, a la posibilidad (remota) por algunos deseada desde hace muchos siglos, pero siempre actualizada por éste o por el otro, de que el erotismo se puede ejercitar sin la cooperación del cuerpo, eso que se contiene falsamente en la proposición «¡Te quiero con toda mi alma!», que no has escuchado aún, pero que a lo mejor la escuchas un día de estos, aunque colmada de verdad, y no por sublimación, sino como último recurso. Esperaba mi cuerpo la llamada del tuyo, esa voz involuntaria a la que tiendo desde que estoy contigo, y que tengo por mucho más verdadera que la voz de tu alma, esa engañifa que cree llamar a Claire. Me habías tomado de la mano, repito, aunque con pretexto válido, y estábamos más juntos que otras veces, no sé por qué. Al día siguiente no teníamos trabajo: por eso habíamos prolongado la estancia en la veranda. Dijiste algo acerca del silencio, o que el bosque se había callado, y de repente, sin que viniera a cuento, empezaste a contar que, con las nieves, los ciervos se acercaban a las orillas del lago, venidos de sus montañas, y que tú les habías visto mordisquear las hojas verdes que quedaban en los altos matorrales; y recuerdo que lo contaste muy bien, porque me quedó la imagen de los ciervos alzando la cabeza muy estirado el cuello y los cuernos echados hacia atrás, que casi les rozaban la grupa. Entonces, algo así como unos grandes pajarracos pasaron a nuestro lado en vuelo rápido, fungando, y tú, sorprendida y tardía, manoteaste en el aire contra un temor que ya había pasado, aunque reapareció en seguida, esta vez sin tanta prisa: los cuerpos alargados, pesadotes, de pájaros con faldas. Tú te agarraste a mí, quiero decir que te abrazaste temblando, y me preguntaste qué era aquello: porque sumaban tres los cuerpos, sin alas visibles, deslizantes como las gaviotas. A la tercera pasada te pude responder, y no sin reírme, aunque sin soltarte, antes bien apretándote más: «¿No las recuerdas? -te dije-; son las Hermanas Fatídicas, llámalas Parcas o Gracias, Aglae, Talía y Eufrosina, que nos hacen el honor de esta visita». Te apartaste de mí con brusquedad, y tu voz, de temblona, se hizo dura. «No te burles…»; pero en aquel mismo instante los pájaros reaparecieron, tan próximos que tú, de nuevo agarrada a mí, pudiste ver los ojos de la Vieja, de la Muerta y de la Tonta clavados en nosotros, y oíste, como yo, que la voz de la Vieja nos gritaba: «¡Soltaros de ese abrazo, cochinos!», lo cual fue repetido por la Tonta unos segundos después, cuando ya habían pasado. Tú habías enclavijado los dedos de tus manos rozándome la nuca, porque las piernas no te aguantaban. Me suplicaste, casi desmayada, que te llevase adentro y que cerrase bien las puertas y las ventanas. Cuando te tuve ya acostada, cuando te hice beber un poco de licor, mi cuerpo se interponía entre tus ojos y las tres caras horribles que fisgaban detrás de los cristales. Al acercarme a cerrar las maderas, a correr las cortinas, a amontonar entre ellas y nosotros cuanto fuese menester, pude oír que seguían gritando, quizá increpándonos por un pecado supuesto, y que cerrábamos a cal y canto para que no pudieran vernos. Tú ya te habías repuesto, ignorabas que habían estado mirando, y no se te ocurrió que aquellos ruidos que siguieron, como de aves torpes en la luz, eran sus cuerpos, que tropezaban buscando un agujero al que aplicar los ojos, acaso por riguroso turno de antigüedad. Habías llorado y te sequé las lágrimas. «Se me pasó el miedo, pero el absurdo lo tengo aquí clavado», y tu mano vaciló entre la frente y el corazón. «¿Cómo es posible?» «Nuestros mundos se interfieren -te respondí- del modo que nosotros irrumpimos en el suyo…» Te pasaste la mano por los ojos, me rogaste que apartase un poco la luz y que me sentase al borde de la cama. «Pero, ¿por qué aquí, por qué a nosotros?» Te cogí entonces la mano: «Te invito a que las sigamos, si no estás fatigada. Esta noche u otra cualquiera de la Isla. Quedamos ante su casa: han abierto el balcón, dentro está oscuro. Todavía flota en el aire la claridad difusa, la última: el sol ha caído, el tráfago del puerto, su ruido, hace tiempo que cesó: es la hora de las tabernas y de las mandolinas. Si te fijas en aquel rincón de aquella calle, donde se juntan dos sombras, y que una de ellas pretende desligarse, y la otra retenerla; si te acercas y escuchas, reconocerás el diálogo como mil veces repetido, miles de años de decirse lo mismo esas sombras u otras: «Es tarde ya. Me voy». «Espera todavía. Aún no es de noche.» («¿No escuchas el ruiseñor?» «No. Ésa es la alondra.») Lo que aquí en la Isla modifica la rutina, es lo que sigue: «¡Es que van a llegar ellas…!». «¡No llegarán aún! ¡Con luz no pueden!» En el balcón abierto asoma, terrosa, la jeta de la Tonta, que huele el aire, que saca el brazo y lo mantiene quieto. La voz de la Vieja le pregunta si hace fresco; la Tonta responde que sí, y que habrá que ponerle una toquilla a la Muerta. Enfrente, en la Señoría, unos criados con antorchas encienden los faroles: cuando el último alumbra – ¡son treinta y tres a lo largo de la fachada!-, las Gracias salen pitando por los espacios urbanos, y nada más salir toman altura para quedar fuera del ámbito alumbrado. Hoy han volado una detrás de otra, en fila india, y la mantienen, pero su vuelo adopta varias figuras, según les pete o según esté la noche. Si las designamos a cada una con la inicial de su nombre, he aquí los órdenes o modos que tienen de volar: