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Verás que son combinaciones ternarias, las únicas posibles. Verás que Talía va siempre en medio: así, las manos de sus hermanas la sostienen. Hay quien afirma que las varias figuras carecen de finalidad práctica, que no pasan de mero ejercicio estético, o, si acaso, matemático; pero no falta quien sostenga que depende del viento, de su duración y de su fuerza. Las escasas veces que llueve en la Isla, las Hermanas quedan detrás de los cristales, y esa noche los amantes se sienten libres, y los esposos abren las ventanas de las alcobas, y hasta los solitarios se regocijan: nueve meses después suelen nacer muchos niños. Fíjate cómo pasan y repasan delante de aquella ventana, cómo se posan en el alféizar como si fueran aves, cómo dejan caer un papelito: mañana el marido o la mujer leerán algo parecido a esto: «¡Cochinos! ¡Ya lo habéis hecho tres veces esta semana!». Recorren todas las casas de la ciudad, todas las calles, todos los recovecos. La gente se aplasta contra el pavimento, se emboza en las sombras; los despiertos en el lecho simulan sueños de muerte, mientras, ocultas, las manos se oprimen y se prometen. Cuando se han alejado las Parcas, un movimiento tímido precede al furor apresurado con que se quiere recuperar el tiempo. La Vieja dicta a la Tonta lo que van averiguando, nombres de las personas, qué hacían cuando las sorprendieron, y la Tonta escribe sin dejar de volar, en un largo papel que lleva en la mano: cuando escribe, la Muerta, agarrada únicamente a la Vieja, queda en desequilibrio y como colgada, pero no llega a caer, porque la Tonta es rápida escribiendo, y pronto recompone el equilibrio. Son como aves de presa: ascienden, escrutan y caen en picado sobre el conejo incauto: «¡Cochinos!». «¿Y si vuelven?» «¡Malo será que vuelvan!» A veces sí, las Hermanas repiten la ronda, pero, en cualquier caso, antes que el alba despierte, abandonan el aire y entran en un cuartucho de la Señoría, donde un funcionario de guardia recibe las denuncias y las apunta en ese enorme libro de tapas negras: nombre de los pecadores, delito, cuantía de la multa, o pasar a los jueces el tanto de culpa.

Si has seguido con atención el vuelo de las Hermanas, habrás visto cómo se detuvieron un momento en la terraza de la viuda Fulcanelli; que la Muerta y la Tonta quedaron en la ventana, y que la Vieja penetró en el interior de la casa, como que se acercó al lecho de Agnesse y le espió el sueño, y después hizo un mohín -que en su cara fue mueca de incomprensión y de indiferencia. Al regresar a casa, al repasar frente a la Señoría, advierten que Ascanio Aldobrandini, abierto el mirador, contempla las estrellas. La Vieja pregunta a la Tonta: «¿Qué hará a estas horas despierto nuestro sobrino? ¿No te parece raro?». La Tonta debió de repetirlo en voz demasiado alta, porque Ascanio la oyó y cerró. A la tercera ronda, Ascanio ya no estaba.

«La poesía -dijiste entonces- es un amontonamiento de nubes que se pintan de gris y de púrpura y que te impiden ver al sol caer en el horizonte. Lo que yo necesito es una explicación racional de por qué esos fantasmas han venido a espiarnos, me han mirado con esos ojos muertos, me han insultado.» Tuve que responderte: «Es muy posible que la explicación que requieres se pueda recabar de Claire: él entiende de todo». Tú, entonces, te volviste hacia la pared: «Vete ya, por favor; cuida de que las puertas y las ventanas queden cerradas».

Así se estropeó una noche que pudo ser hermosa, decisiva quizá para esta historia nuestra; o al menos así llegué a creerlo, a juzgar por los síntomas. No es imposible, sin embargo, que haya sufrido una alucinación, o tal vez ni aun eso, sino los simples, los habituales efectos de la luna. Estaba alunado y me hice ilusiones: eso fue todo. A pesar de lo cual, y ante la evidencia de esa visita de las Tres Parcas Volantes, no me queda otro remedio que admitir la realidad de algo, aunque sea en este caso, y paradójicamente, de lo irreal. Me abona tu testimonio, que también viste y sufriste la presencia inquisitiva y horripilante de esas Guardianas de la Castidad Universal. Pero me avergüenzo de mi incapacidad mental como única causa de que te hayas ido a dormir sin una explicación suficiente. ¿De dónde podría sacarla? ¿En qué teologías, en qué matemáticas, en qué parapsicologías hallarla? Sin embargo, de ti para mí y viceversa, únicos testigos y víctimas de la aparición, únicos afectados por esa interferencia de dos mundos, ¿por qué no resignarnos con su mera certidumbre, por qué empeñarnos en explicar lo inexplicable? No se corporeizan de ese modo las imágenes soñadas, menos aún las inventadas, y la palabra no basta para prestarles peso y figura. Si vinieron a la Isla, a la nuestra, es porque han existido y porque existen aún al modo como existe lo pasado: en eso no me engañó Cagliostro. No es imposible, sin embargo, que, personajes de una historia, irrumpan en otra que no es la suya. Acontecimientos de esa clase se dan a veces, más acaso de lo que fuera menester. Ciertas oscuridades, ciertos absurdos de la realidad no deben de tener otro origen. Sin ir más lejos, lo nuestro… Iba cada cual por su camino, con su destino a cuestas, bueno o malo, protagonistas de nuestras propias historias, sin otra cosa en común que la amistad de Claire. Y un día, sin pensarlo, entraste por mi puerta, que fue lo mismo que entrar en mi vida y asentarte en ella quién sabe si para siempre. Cierta parte al menos de nuestros destinos la vivimos en común, la estamos viviendo todavía. ¿Por qué? Yo no pertenecía a tu historia, no tenía en ella papel, menos aún éste sin esperanza de quien espera amor con la mirada.

Bueno. Dejémoslo correr. Ahora duermes, o quizá no duermas, quizá busquen tus ojos un punto en la oscuridad -quiero decir, una solución para tu vida. He deseado, he tenido la tentación de acercarme y llamar quedo, pero no me atreví. Sentado en tu sillón, pitillo tras pitillo en la mano, miré las llamas, dulcemente tiernas, apenas por encima de la brasa, y mirándolas, me dejé empujar por la curiosidad de contemplar a Agnesse, no dormida, según la habíamos dejado cuando Eufrosina osó curiosear en su alcoba, sino unas horas antes, cuando se quedó sola y pudo pensar en sí. Vi a la viuda Fulcanelli cómo la despedía, un besito en la frente y tuteándola ya; cómo ella cerraba la puerta y echaba el cerrojo… Entonces se volvió. Sin esperarlo, se halló delante de un espejo en el que pudo verse casi entera: un espejo grande, profundo, de ancho marco labrado en madera oscura. Miró, pero no se miraba, sino que intentaba ver más allá de su propia figura, en un fondo todavía turbio, pero sonoro: lo que le había llegado, lo que había llamado su atención contra su voluntad (porque estaba cansada, porque tenía sueño y hubiera de mejor gana dejado para otro día la curiosidad de los espejos), era precisamente un murmullo como de voces que no podía eludir, que crecían ya y la envolvían: sin poder, sin embargo, saber lo que decían porque hablaban dos lenguas en dos lenguas mezcladas y sin ningún orden: hasta que enmudeció la más extraña (una especie de susurro con música de violines, de una mujer contralto), y la otra, la inglesa, de un varón, comenzó a recitar unos versos de los que en un principio sólo le llegó la melodía, pero cuyas palabras fue comprendiendo a trozos: se quedó arrimada a la puerta, cerró los ojos: como una caricia del viento y hablaban de amor, y sus palabras, en oleadas, eran tan precisas, sus imágenes tan fuertes, que removían la sangre… Corrió al espejo, se agarró a los lados del marco, hundió en el fondo remoto la mirada: vio figuras confusas y mezcladas; a cualquiera de nosotros nos hubiera parecido un negativo cinematográfico varias veces impreso. Era algo así como cuerpos y acciones transparentes que permiten la vista de cuerpos y acciones semejantes: lo cual no era nuevo para Agnesse, le había sucedido muchas veces, sabía que tras unos días de acostumbrarse, los podría discernir, ordenar y entender (o acaso entender primero y ordenar después. En cualquier caso, siempre existía una relación, de ida o vuelta, entre el orden y el entendimiento). Pero la curiosidad de saber quiénes eran y por qué estaban allí no le pudo dar tregua, de modo que abrió la puerta y llamó a la viuda Fulcanelli: una, dos veces, hasta tres. La casa era grande; las voces la recorrieron y despertaron los ecos dormidos en todos los rincones, hasta que el nombre de Marietta quedó multiplicado; hasta que se escuchó, lejana, la respuesta. Acudía la viuda en ropa de dormir y con una palmatoria en la mano; le precedió un resplandor que ahuyentaba las sombras del largo pasillo: «¿Qué te sucede, criatura? ¿Tienes miedo? ¿O es que has visto volar unos pájaros grandes?».

Me temo, querida Ariadna, que en esta ocasión, sólo en ésta, no me queda otro remedio que corregirte -no a ti, por supuesto, sino a la imagen que me has dado de Agnesse: quien, según tú, tembló y pareció acoquinada en un momento de la situación, ya no recuerdo cuál. Estuve viéndola mientras llegaba la viuda; unos minutos antes, la había dominado el deseo que aquellos versos oídos engendraban; ahora, en este momento, parece otra, y el cambio es tan patente que considero justo concederle unas palabras. Esta Agnesse de ahora, la que espera esa luz vacilante que avanza, se ha recobrado; de su cara, de su pecho, ha desaparecido cualquier temblor erótico, y se la ve enormemente digna y segura: tanto, que me asombra, que ando buscando en mis recuerdos algo a quien compararla, y sólo encuentro el de algunas princesas de Sajonia-Coburgo-Gotha, feas y anticuadas, pero majestuosas, y el de una cómica española a la que vi una noche en un papel de emperatriz. La propia Marietta, al levantar la palmatoria e iluminarle el rostro, se sorprende de no hallarla medrosa, y admira la elegancia, la quietud de la silueta blanca que se apoya en un quicio. «No tengo miedo, no, y no he visto ninguno de esos pájaros. Pero quiero que me explique algo, o que me lo cuente.» La empuja hacia el sofá, la sienta. «Dígame, Marietta, ¿quién vivió en estas habitaciones antes que yo? ¿Una mujer, un hombre, los dos acaso?»