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Las habitaciones de Marietta consisten en un salón y una alcoba. En el salón la vela alumbra una sillería blanca y dorada, una consola y su espejo, que es ese de cuyo fondo emergen voces y ritmos; cuadros de barcos, dos grabados ingleses y unas alfombras persas que recubren el mármol; más al fondo, en la penumbra, se ve algo así como una cómoda, como un par de sillones, como una vitrina, aunque no en sus detalles. En la alcoba hay un lecho con dosel, verdaderos juguetes, dosel y lecho, encajes y caoba, sedas blancas y rojas, y una enorme corona allá arriba que sostiene el lucido armatoste. Algunas sillas, un par de armarios, y en todas las superficies que puedan soportarlos, cachivaches menudos de remoto origen: de jade, de marfil, laqueados en rojo y oro…

«¿Por qué me lo preguntas?» Marietta no recuerda haberse referido al huésped anterior, y le sorprende que le hagan la pregunta ahora, a tales horas, ya acostada. «¿Es que te ha hablado alguien de sir Ronald?» «¡Oh, no, no me habló nadie porque con nadie hablé, salvo con el señor ministro, quien, por supuesto…» «Pues él, mejor que nadie…» Crecía el pábilo de la vela y la llama bailaba: Marietta la espabiló con los dedos, «…por causa de él se marchó.» «¿Es un poeta, ese sir Ronald?» «¿Le conoces?» «Sólo he oído hablar de él, y no mucho. Sir Ronald… ¿cómo?» «Sidney. Sir Ronald Sidney, un caballero como sólo saben serlo los ingleses cuando dan en caballeros.» «¿Casado?» «Pues no lo sé… quizá en su tierra. Aquí vivía solo. Un año largo.» Agnesse respiró y alzó los brazos. «Hubo una mujer, además, y no una vez, sino muchas. Fueron dos que se amaban.» Marietta había bajado la cabeza, y respondió con un suspiro: «Sí, Inés». «¿Inés?» «Él la llamaba Agnes, porque así se dice en Inglaterra, creo, pero ella no era inglesa ni italiana. La habían traído de muy lejos, creo que del Brasil. Aún no sabemos, nadie lo sabrá ya, si robada o casada. Es una historia que ya se empieza a olvidar. ¡Con todo lo que pasa!»

Marietta se levantó; se asomó a una ventana, escuchó el aire de la noche: llegó, perdida, una voz que quizá fuese un grito, y hacia la parte del muelle una campana reiterada anunció que un barco abría. Marietta lo cerró todo y explicó: «A lo mejor vienen ellas y escuchan». «¿Ellas? ¿Quiénes?» «Las tías de Ascanio. Ahora no me preguntes más; si no, se me olvida la historia con el miedo.» Volvió a escuchar: por el pasillo vinieron rumores, no de gente, menos de pajarracos: esos perdidos de cada noche, los pasos de los muertos que no quieren marchar, las maderas que crujen y liberan espíritus sutiles, los recuerdos de palabras que se dijeron, de gritos gritados, de gemidos y ayes de gozo y de dolor, todo eso que se queda en el aire, que se mezcla y compone esa música confusa en que también participan, cuando cuadra, los ratones. Por esa música podemos deducir, de noche, si los pasillos son largos, si son altos los techos, y, con cierta frecuencia, el tiempo que hace que el rumor se formó: con los pasos, los ayes, los gemidos, las voces y los crujidos de las maderas. Lo del ratón que corre es lo actual. «A Inés la trajo en un viaje uno que mandaba una corbeta de comercio, muy gallardo él, demasiado conquistador. Iba a Brasil y volvía cargado de maderas preciosas. A Inés la metió en el barco, y tuvo que dar muerte a un marinero que se la quiso disputar. Dijo que se había casado, pero un día llegó a la Isla un hombre que le buscó; él tuvo que huir, perseguido, y no se supo más de éclass="underline" quizá lo hayan matado, pero de eso hubiera habido nuevas. Los marineros, en los puertos, lo saben todo, y de este capitán de corbeta se murmura que aún anda huyendo de su perseguidor, que sería un hermano de Inés, o su padre o quizá, su marido, ¿quién sabe?» Aquí se interrumpió Marietta, y con el pretexto de traer algo de beber, salió con la palmatoria. Agnesse corrió al espejo, levantó la luz para alumbrarlo, pero no vio más que sombras confusas, ni oyó más que los roces de las sombras. Marietta volvía con una botella y copas; las llenó de un vino como topacio, ofreció a Agnesse: «Pues Inés quedó sola, más bien abandonada, en una casa vacía, y sin que nadie se atreviera a socorrerla, porque hay almas a quienes no conmueven las desgracias, más que las suyas propias, o las de alguien que les atañe de cerca, todo lo más. Se supo que Inés empezó a pasar hambre; se supo porque intentó vender una pieza de esas que tenemos todas, de las traídas de Oriente y que son la codicia de las burguesas. La mujer del comodoro Ricoveri me lo dijo, y también a la viuda De Imola, y entre las tres buscamos la manera de ayudar a la muchacha, que estaba en mucho peligro, porque era bonita de verdad, de una belleza que no se ve por aquí, un moreno distinto, como con oro, con los ojos verdes, y un cuerpo delgado y elástico que no sé a qué compararlo, si no es precisamente al tuyo, que debe ser así, salvo el color. Tú también eres morena, y tienes los ojos claros, pero tu pelo es rojizo, y el de ella rubio como el de uno de esos marineros del Norte que a veces desembarcan y parece que el sol no les deja ver las cosas; pero a Inés no le sucedía así, porque su tierra es de las de mucho sol, aunque también de mucha lluvia, según nos explicó. Pues acordamos que viniera a comer cada día a una de nuestras casas, como invitada de honor, al menos mientras no regresaba Antonio, que ése es el nombre de su raptor, o de su marido, y así fue, y cuando le tocó el turno de venir a esta casa, yo se lo dije a sir Ronald, que no le hiciera el desaire de comer solo ese día, sino que nos acompañase, para lo cual abrí el comedor de gala, el que te mostré esta mañana y tiene los muebles y los espejos velados. Pues fue verla sir Ronald, a Inés, y enamorarse de ella, y yo no sé a qué acuerdos llegaron, que él iba a su casa y pasaba allí muchas noches, y otras era ella la que venía aquí con precaución y disimulo, no sé si por capricho o antojo o como una travesura. Sir Ronald me pidió permiso para traerla, que no se metieron en casa sin más ni más; ya te lo dije, era todo un caballero, y yo, ¿qué iba a hacer ante un amor como aquél, un verdadero amor de locos? ¿Echarle? No sabes lo simpática que era, esta Inés, y lo buena. Hubiera sido pecado cualquier severidad, y, después de todo, que dos se amasen, ¿iba a trastornar el mundo? Pero una noche los descubrieron, ahí mismo, en la terraza, las tías de Ascanio, y le fueron con el cuento al ministro, que lo era ya, porque esto sucedió a poco de la revolución ganada. A sir Ronald lo expulsó de la Isla. ¡Un hombre tan cortés y tan inteligente, al que quería todo el mundo…! Y oí que eran tan bonitos sus versos…». Se detuvo. Había mantenido las manos recogidas en el regazo, y ahora las abría, un ademán de explicación o de resumen, no se sabe. Agnesse, anhelante, esperaba. Después preguntó: «¿Y ella? ¿Qué fue de ella?». Marietta cerró los brazos hasta juntar las manos como si fuese a orar. «¿Quién lo sabe? No se la volvió a ver. Hay quien dice… Pero, no, no, no puede ser. ¡Una persona tan bella y tan sensible, daba miedo tocarla, como si fuese un cristal de caramelo…!» «¿Qué es lo que no puede ser?» Marietta escuchó otra vez el aire, con insistencia; tomó nota de todos los rumores… Y, en voz muy baja: «Hay quien dice que Ascanio la encerró en el castillo a solas con Galvano. El general no tiene mujer, y está leproso, ¿comprendes? Dicen que a veces se le oye gemir, detrás de sus muros de piedra, y pedir a voces un cuerpo de mujer, aunque sea muerta». Agnesse se tapó el rostro con las manos. «Pues eso mismo se dice de algunas otras mozas que desaparecieron. Y que es tanto el horror que sienten después de dormir con él, que todas se suicidan. En el castillo hay pozos que no se sabe adonde van, si a la mar o al infierno.» Agnesse miraba el fondo del salón, a la parte sin luz. «Y, esas tías de Ascanio, ¿quiénes son?», Marietta de un soplo apagó la vela, y apagó también la otra, la de Agnesse. Así oscuro el salón, abrió un ventanal que daba a la terraza. Cogió a Agnesse de la mano y se la llevó en silencio. «Aquí, en este rincón. Y no hables.» Esperaron. Agnesse, a ratos, temblaba. La noche estaba plateada, y contra el cielo claro se veían las siluetas de torres y campanarios. Marietta acercó los labios al oído de Agnesse. «Mira, allí, por encima de aquellas terrazas.» «No veo nada.» «Fíjate bien. La torre del Podestá. A la derecha. Aquellos bultos que vuelan.» «¿Es que son brujas?» «¡Ay, contra las brujas hay conjuros y otra clase de remedios! Pero éstas son verdaderos demonios.» Se la volvió a llevar al salón, cerró otra vez las puertas, y mientras buscaba el avío de encender, le fue contando a Agnesse la historia de las Tres Gracias, llamadas también las Parcas, las Hermanas Funestas, los Endriagos, y otras muchas lindezas, que resumía Marietta en las Tres Viejas Putas. A Agnesse, lo que más asco le dio fue la Muerta, y lo de que en vez de baba le salía de la boca, por la comisura izquierda, el hilo de una telaraña (como es sabido). Arcaica.

«Y de los versos de sir Ronald, ¿no quedó nada?» «Algunos papeles dejó, que yo guardo por cariño, todo borrones y tachaduras.» «¡Si me dejase verlos…!» Marietta los trajo, un cartapacio de esbozos; y, después de acostarse, mientras duró la bujía, los fue leyendo Agnesse, a veces descifrando, y cuando se quedó a oscuras, la vela extinta, tenía el cuerpo encendido como si llevase luz, y le bailaba en la memoria un ritmo desconocido y hermoso. Tuvo que abrir un poco la ventana, de acalorada, y se durmió después: no se enteró de que la Vieja había estado a verla, la había mirado con ojos como lámparas de miedo, y se había encogido de hombros antes de reanudar el vuelo. «¡Bah, otra mujer bonita!»; que fue lo que repitió, en seguida, la Tonta.

2- – Salimos pronto, escasa todavía la luz. La alborada empieza a retrasarse, y, al levantarnos, la noche aún se columpia encima del estanque. Estabas tal vez enfurruñada: hablaste apenas. Ya nos habíamos alejado bastante cuando dijiste (¿Me dijiste? No parecía contar demasiado para ti, pero fue uno de mis errores), cuando dijiste que tenías que volar a Pittsburg, este fin de semana, a causa de una cita con un médico, que te recibiría excepcionalmente en sábado. No te pregunté por qué, o si estabas enferma: se me ocurrió entonces que obedecías, una más, a esa orden que os grita a las mujeres, desde el techo de los autobuses, que visitéis al ginecólogo al menos cada seis meses. Y te respondí que bueno, que procuraría aprovechar la soledad y tener algún cuento a tu regreso. «Hoy mismo, si nos da tiempo… Esta noche…», me respondiste: «¿No me preguntas para qué voy al médico?». «Confío en que haya razones. A las mujeres, según entiendo, os conviene no descuidar ciertas guardias.» Sonreiste. «La doctora Wagner, a quien voy a visitar, es un psiquiatra.» Casi salté del asiento: y te endilgué una larga requisitoria acerca de esa manía de los norteamericanos de visitar al psiquiatra como si fuera el dentista. «Así andan todos, aquejados de complejos que mejor les sería olvidar. Es como andar hurgando en las heridas, para que no cicatricen.» Iba a continuar pero me interrumpiste: «Yo no estoy enferma», y recalcaste el yo. Entonces, sólo entonces, comprendí que el sujeto de la consulta es Claire, y tomé tu confesión (también por alusiones puede uno confesarse) como permiso tácito para tratar abiertamente de ese tema que yo me había vedado de manera consciente y deliberada, aunque subyaciera, a veces con bastante claridad, a nuestras variaciones sobre un tema de amor dolido: en este cuaderno hallarás, desde el principio, referencias concretas para quien, como tú, está al cabo de la calle. Lo pensé sin embargo antes de responderte, no me dejé llevar por la alegría del muro derribado, y cuando me decidí, busqué palabras delicadas. Sí, no ignoro que los de tu generación habláis con libertad, y yo lo hago también; pero cualquier materia que pueda verdaderamente lastimarte, cualquier pregunta que implique necesariamente una irrupción en esa parte de tu intimidad donde duele, me la prohibo. Me has contado, quizá demasiado pronto, tus perplejidades eróticas de adolescente, las experiencias y las decepciones: me limité a escucharte, y si alguna vez te di un consejo, fue porque me lo habías pedido. Y si tratándose de Claire hemos hablado con más franqueza (paradójicamente, ¿verdad?), a lo de esta mañana no se había llegado, aunque cada uno de nosotros supiéramos que el otro sabe… Y no por falta de ganas, al menos por mi parte, me lo puedes creer. Te he visto tantas veces sufriendo, te he escuchado el relato de momentos tan incomprensibles e inaceptables para una muchacha normal, y tú lo eres, que estuve a punto de gritarte, de agarrarte por los hombros y sacudirte: «Pero, ¿no ves que es una aberración querer como tú quieres a un impotente? ¿No te das cuenta de que el juego que trae contigo, más que de amor, es de burla? Tenía que habértelo confesado: merecería, entonces, mi respeto. No haberlo hecho, continuar contigo en este tira y afloja, usarte como mujer para todo menos para lo que se usa una mujer, lo encuentro más ofensivo que un insulto, porque lo es de hecho, no de palabra, y si algunas veces he hablado de él de una manera hiriente y despectiva, a eso se debe. Fueras otra mujer, y me dolería lo mismo ver a un hombre que posee todas las gracias viriles menos la fundamental, que sabe fascinar y fascina, y se queda ahí, en la barrera, y se conforma como un narciso con verse rodeado de muchachas que lo adoran, pero cuyo mayor placer, cuya satisfacción más honda es la de saber que entre todas ellas, hay una que le ama de verdad. ¡Ay, Ariadna, en eso se originan sus orgasmos mentales! Y como no puede quedar con su satisfacción a solas, como un tenorio de pueblo, escogió a un amigo confidente para decirle que le habías besado en la boca… ¡Fue en ese mismo momento cuando comprendí lo que le sucedía! Por eso no olvidé el cuento, ni sus circunstancias, ni la expresión especial de picaro conquistador. Un hombre normal no necesita que otro sepa que una muchachita le ha besado. ¡Pues arreglados estábamos! Llegué a pensar en cierto infantilismo, pero no, no lo padece Claire, cuarenta años largos, casado una vez, y divorciado, ahora ya sabemos por qué. Yo, entonces, lo ignoraba, pero no podía creer que un sujeto tan atractivo, a quien escuchan las alumnas como embobadas, a quien se entregaría de buen grado la mayor parte de ellas, careciera de experiencia… Acerté al suponer que, para un varón impotente, que una mujer como tú le hubiera besado en la boca, era una buena victoria de la que hay que enterar al mundo. Ocultó que, tras el beso, hubieras quedado defraudada… Tampoco lo confesaste tú, pero lo sé, como otras ocasiones que me has permitido adivinar».