Semejante requilorio nunca llegué a decírtelo. Ni siquiera esta mañana, que hubiera habido razón y pretexto. Estuve a punto de empezarlo, pero pensé, y no creo haberme equivocado, que su contenido ya lo damos por supuesto desde hace meses, exactamente desde que me contaste lo del verano antepasado, en París, cuando estuviste con gripe, y él te cuidó muy animoso, y perdió por ti horas de archivos y bibliotecas; que te llevó a cenar a restaurantes íntimos y recogidos, con clientela de enamorados, y te hizo desear ser enlazada por la cintura como aquellas parejas, y no tenerte con la mesa por medio, hablándote de sus investigaciones… Aunque esto, mira, tenía su razón de ser: siempre te quiso conquistar con la potencia de su inteligencia, ya que no con otra clase de poderes. Y no es que desapruebe el que un hombre como Claire despliegue ante una mujer como tú las maravillas de su mente, a condición, claro está, de que, de regreso a la Ciudad Universitaria, te bese en el parque Montsouris para llevarte a la cama después en la Casa de los Estados Unidos, donde ambos habitabais. Me contaste con cierta melancolía que en el parque, esa u otra noche, con luna, lago, aire tibio y soledad, te explicó ce por be los episodios del asedio alemán en la guerra del setenta que tenían que ver con aquel barrio. Está muy informado en los detalles.
Lo que te respondí, pues, fue esto: «¿Y esperas de esa doctora un diagnóstico satisfactorio sin que haya examinado al paciente?». «Hay una descripción y una pregunta posibles. Lo que voy a contarle, lo sabes más o menos. Luego le preguntaré si es posible que una mujer, paciente, sacrificadamente, llegue a curar lo que estoy segura de que es curable. Claire y su madre tuvieron relaciones anormales: ella era eso que llaman una madre castradora. Deseo, creo poder deshacer el mal que le hizo a Claire.» Y te volviste a mí con rabia, como si respondieras a una objeción que yo no había formulado, que ni siquiera había pensado: «Para eso estamos las mujeres, ¿no? ¡Para eso somos como somos y tenemos lo que tenemos!».
Tardé esta vez también en responderte, y habíamos caminado algunas millas más; se veían ya las torres de la universidad, cuando te dije: «En cualquier caso, y espero coincidir en esto con tu doctora, será menester, será de todo punto indispensable, que para alcanzar eso que te propones, Claire confiese antes…». Me cogiste de la mano. ¿Por qué? «¡Ése es mi gran temor, que no sea capaz…! Pero yo le forzaré. Eso lo quiero consultar también, si en vista de que él se escurre, debo yo tomar la iniciativa.» Me atacó de repente cierta tristeza, la convicción súbita (inexplicable: no soy psicólogo, no conozco a Claire como tú) de que vas a fracasar. «Pues no pienses más en eso -te dije- no te obsesiones. Tu estado de ansiedad no es el más adecuado para llevar a cabo lo que intentas. Llegaría a recomendarte, no ya la libertad, sino la misma frialdad… Una frialdad metódica -añadí, riendo- y, como si dijéramos, de mera superficie. Porque lo que está debajo ya sé que no hay quien lo enfríe…» Habíamos llegado ya al campus. Nos mantuvimos en silencio hasta alcanzar la puerta. Allí te dije: «Si lo quieres, si estás con el ánimo dispuesto, esta noche te contaré lo que le sucedió a Agnesse en casa de la viuda, con la primera aparición de sir Ronald Sidney en la historia, y también ciertas noticias acerca de una mujer insospechada, Inés de nombre, brasileña. Sir Ronald la llamaba Agnes». «¿Otra Inés más? ¿No serán muchas?» Habías reído. «La historia, Ariadna, es la historia, y no olvides que la primera edición de las Melodías eróticas está dedicada a Agnes, no a Agnesse, como las demás. Hasta ahora se tuvo por la simple modificación del mismo nombre al pasar del inglés al italiano. ¿No estaremos equivocados? ¿Y no iremos a descubrir un secreto literario?» Nos separamos: tenías que continuar, tenías que adquirir el pasaje para el vuelo de mañana.
Encontré en la puerta un mensaje de Janine Baker, para comer juntos, si podía ser. No sé si la conoces: una muchacha judía de quien se dice que si un niño entrase en su laboratorio y mezclase los potingues de sus matraces y de sus tubos de ensayo, podría resultar del revoltillo una raza de monstruos que arrojase a los hombres de la tierra para suicidarse, los monstruos, luego. Solemos encontrarnos en algunas fiestas, donde las mujeres rodean a su marido y se lo llevan a un rincón, y allí lo mantienen protegido de una muralla de halagos, de sonrisas, de complacencias, porque dicen que Conrad Baker es el profesor más guapo de la universidad, y él lo sabe: inexplicablemente casado con esa judía genial, que puede que lo sea, lo de genial, pero también lo de judía; y los hombres, en las fiestas, la dejan sola, porque temen su inteligencia y se sienten incómodos debajo de su mirada: aun los más tolerantes de los humanistas, el propio Claire, no saben cómo portarse en su presencia. A Claire le oí decir, cierta vez que acaso bromease: «El que se acueste con la doctora Baker corre el riesgo de que le salgan de debajo de la cama, miríadas de homúnculos como gnomos, de esos que ella produce en serie; pero yo, la verdad, prefiero los de mi bosque, que no nacieron en probetas y me dan más confianza». Janine y yo hemos llegado a ser amigos, probablemente porque soy el que se sienta a su lado cuando los demás la dejan, porque a veces nos miramos y confirmamos nuestro acuerdo en algo en lo que los demás disienten, porque he llegado a mostrarle mi compasión por su soledad, que ella se niega a reconocer. Amo sobre todo sus ojos, jamás he visto nada semejante en fuerza y en belleza, de un azul violeta tierno y a la vez fulgurante, en los que se concentra y se te mete en el alma una inteligencia que parece arder como un amor, y que quizá, efectivamente, arda; dos punzadas azules que clavan al silencio las alas desplegadas del que escucha. Janine Baker no es feliz, y a veces habla conmigo.
3. – «No pasaré a recogerte. Iré directamente a la Isla.» Fue la primera vez que recorrí solo el camino: primero Western Road arriba y adelante; después, las vereditas entre los bosques, casi vacías y oscuras, la noche se iba echando encima. Me perdí un par de veces, de puro distraído, por esas soledades y esa hondura en que me iba metiendo, árboles y árboles, el color apagado, las mil lenguas dejando oír su murmurio, yo empeñado en convencerme de que no eran más que coniferas y otras especies similares, reserva forestal destinada a papel de propaganda impresa: ellas hablando cada vez más claro, cada vez más quedo: detenía el coche y escuchaba: oía entonces el silencio; pero si escuchaba un poco más, llegaban y me envolvían esas palabras a las que temo, que no quieren decir nada, pero que me arrebatan como una espiral de viento y me levantan… ¿hasta dónde pueden llevarme? Las metamorfosis del miedo son siempre incalculables. Como que alcancé el lago ya en los umbrales del delirio, trémulo e indeciso para llevar el coche por la senda segura, atraído como me encontraba por otras sendas de destino incierto. ¿Sabes que nuestra lucecita del portal, tan mínima y poética, envuelta en un halo de neblina, me devolvió a lo real, me permitió dejar el coche en buen lugar, elegir la mejor de las barcas y remar con la proa puesta a lo que me parecía un lugar de salvación? Lo iluminé todo, creo que llegué a hacer conjuros y, por supuesto, una taza de té. Sólo entonces pude encender la lumbre, y como cosa natural me senté ante ella: en un principio, atraído por las llamas que empezaban. Después, ya crecidas, se me ocurrió que la historia de ayer bien podía completarla. Estoy seguro de que lo hizo Agnesse, comida como estaba de la curiosidad: de que preguntó y averiguó sobre la vida de sir Ronald y sobre la muerte de Inés. Son acontecimientos que nosotros también debemos conocer, pero los procedimientos al alcance de cada cual no son los mismos, ni obligan a trámites idénticos: pues los dejamos, de momento. Además, se me subió a la cabeza, como se sube un furor, la quemazón de conocer al poeta, de escucharlo, y cuando aún no lo había decidido, me llegó de no sé dónde la ocurrencia de colocarlo ante sus propios versos, esos cuyos fragmentos había escuchado Agnesse y acaso haya seguido escuchando, y cuando casi estaba decidido, una involuntaria necesidad de juego me sugirió la posibilidad de mostrarle sus propios versos antes de haberlos escrito: yo, al entrar en el tiempo de sir Ronald, no abandono el mío, y yo, en mi tiempo, poseo un ejemplar de las Melodías eróticas. No sé si recuerdas las condiciones que Cagliostro me anunció para esta clase de entrevistas: penetrar en un sueño, convertirse en ingrediente de él. La persona así visitada lo olvidará, el suceso carecerá de consecuencias ulteriores, porque no nos es dado (insistió Cagliostro) modificar la historia con nuestras intervenciones. (Ya sé que te disgusta el método, que lo encuentras muy poco convincente. A mí me pasa igual. Pero, ¿piensas que alguno de los conocidos o de los no inventados aún, sirva para ir al pasado y entrar en la conciencia de nadie? Todos son convencionales, los míos como los de los profetas. Creer o no creer en ellos es cosa de la voluntad. Esa que has puesto en el trabajo de Claire, ¿por qué no la pones en mi juego? ¿Crees que el resultado sería muy distinto? La ciencia por un lado, la magia por el otro, nos llevarán a la misma conclusión. Pero la ciencia no ha descubierto todavía a esa mujer, Inés, que a lo mejor, casi con toda seguridad inspiró las Melodías eróticas. Empiezo a sospechar que Agnesse fue una impostora. ¿No crees que eso solo basta para justificarme? ¡Anda, no frunzas el ceño y ven a jugar conmigo!)