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Me hubiera gustado continuar; escuchar a sir Ronald al cabo de este mismo día, cuando Inés acaba de marcharse; pero en ese momento se oyó la bocina de tu coche.

4. – Me quedó, de aquella conversación, de aquella experiencia increíble cuanto inverosímil y, sin embargo, cierta, una satisfacción interna, como una sensación de plenitud y triunfo comparable, sin embargo, a la del montañero que consigue escalar la parte ardua de la cumbre imposible, y desde allá arriba contempla las dificultades y la inutilidad de su proeza: ¡Inútil sobre todo, perfectamente poética, como un verso en el que se dijera, palabras escogidas y candentes, lo que se puede decir en prosa y lo que en último término no es indispensable que se diga! Escrutaba tu rostro, al relatártelo, y descubría en él, contradictorios, el interés y la repulsa. Y en tu inmediato comentario pasaste casi por alto el tema para alargarte en algo a mi juicio secundario y de valor melodramático: lo de las chicas entregadas, según lo que contara la viuda Fulcanelli, a las inmensas soledades del castillo para ser encontradas por la Carroña Viviente, para servirle, Inés entre ellas, de amantes transitorias. ¿Cuántas veces? ¿Podrían sobrevivir a la primera? Imaginabas la cara carcomida mirada con los ojos de espanto y muerte de Inés, puro grito ya, inútil el pataleo, cuando ya una mano que iba dejando pedazos de sus dedos la sofaldeaba. Y me dijiste que te gustaría entrar en el castillo y ver de cerca al Héroe, amparada, como estabas, por la invisibilidad y el siglo y pico de distancia. «Yo no me fiaría en tu caso. ¿No nos han visitado las Hermanas Siniestras? Un frenesí de amor puede dar a los ojos de Galvano el poder de descubrirte, invisible y futura.» Lo tomaste por broma: hiciste bien.

Hubo que echar leña al fuego: contemplándolo yo, se había amortiguado. Y, mientras las llamas se crecían, me contaste no sé qué de tu vida aquella tarde, y una conversación telefónica con Claire, que te encargó buscarle una fotocopia del artículo de Spencer y te habló de su próximo viaje, un día de éstos, a Wisconsin, a tratar con Norman Leeds. Me preguntaste quiénes eran, ese Leeds y ese Spencer; te respondí que lo ignoraba, y que probablemente se trataría de gente de relieve intelectual escaso, respuesta con la que sólo dilataré unas horas tu ignorancia de la situación verdadera de Claire: porque, mañana, cuando regreses, ya habrás leído el artículo de Spencer, ya sabrás a qué atenerte. ¡Ah! Conseguí, sin embargo, que esta noche buscases en mis fantasmagorías distracción, como se busca en el cine. Y que, al final, me dijeses, satisfecha, «¡Hasta mañana!».

Puestas así las cosas, todo fue fácil; y, la crítica olvidada, te di a elegir entre la contemplación y el vuelo. Me preguntaste si podríamos competir con las Hermanas Hermosas; te respondí que, a nuestro modo, somos inimitables, como ellas: pero que, al mismo tiempo, no somos imitadores, ni de aves ni de brujas, y podemos volar según nuestro propio estilo, nada espectacular, sencillo y práctico únicamente: un salto, de la mano, y al espacio… y cuando te lo decía, ya habíamos traspasado las llamas, ya recorríamos cielos diáfanos en demanda de la Isla, que apuntaba a lo lejos, casi al borde del crepúsculo por la parte más oscura: lo natural viniendo como veníamos de occidente. Lamenté que la hora nos impidiese contemplar a Galvano en una de sus apoteosis vespertinas, porque, efectivamente, a nuestra llegada, la gente se disgregaba de la plaza, y había quedado desierta la terraza del castillo de su inquilino habituaclass="underline" de modo que tuvimos que buscarlo. «Lo encontraremos en un rincón, tomando el fresco de la tarde, que está pesada.» Y así empezó la recorrida de terrazas, el husmeo en recovecos, el fisgoneo en torrecillas y poternas, aquí, no; allí, tampoco: se habrá metido dentro. Y nos hallamos sin querer en un enorme corredor de tracería gótica, que nos llevó a un salón vastísimo, eminente de bóvedas, y a otros algo menores, con ventanales, sin ellos, cuadrados, redondos, alargados, sencillos, complicados, claros, misteriosos: todos desnudos, todos de piedras tan precisas que podrían contarse: sin un mueble, sin un rincón de cascote amontonado, como acabados de barrer. Escaleras visibles o escondidas, grandiosas o menores, a veces voladas como estructuras audaces e inservibles (¿adonde conducirían semejantes manierismos?), y una galería de arcos abierta a la mar, enrojecidos ahora por la luz de poniente. Vacío, sin huella de hombre, sin ruido. ¿Dónde estará el general? Sin un rumor que orientase, rastreaban las narices huellas posibles de hedor, pero en el aire olía el salobre marino. De gritos de mujeres, por descontado, nada. Y al encontrarnos, indecisos ya y desorientados, ante las escaleras descendentes, las que llevan a las mazmorras y cámaras de tortura, nos miramos. «Ahí no puede estar», dijiste, Ariadna, dando una prueba más de tu sentido común. Y yo, propenso, como siempre, al disparate, te respondí preguntando: «¿Y crees que estará en alguna parte?». Temías encontrar en las mazmorras cuerpos muertos de hembras aterradas -dijiste; y yo te respondí que eso era lo que íbamos buscando, aunque también la fuente del terror. «No me atrevo, no quiero.» Y volviste la mirada a la mar, entonces de un hermoso color violeta, como si quisieras que sus sales te lustraran los ojos del mismo presentimiento de la carroña. Y así quedamos hasta que nos llamó, de repente, la atención, la luz de unas ventanas; entramos en un salón de holgada latitud, en cuyo testero se enfilaba una serie larga de vitrinas alumbradas, veinte o treinta quizá: acercados a ellas, vimos que en cada una lucía, con su uniforme, un maniquí, como esos que se ven en los museos militares, caras con el bigote, cabezas con la peluca, según la moda. Eran, lo comprendimos, los uniformes de los Grandes Comodoros que habían gobernado la Isla como Podestades, y su talasocracia como Almirantes: un marbete por vitrina informaba del nombre y de las fechas correspondientes: acceso al almirantazgo y a la muerte. La última vitrina, la destinada a De Risi, la habían dejado vacía de titular y de atuendo. ¡Y qué derroche de oros y de escarlatas, qué reverberación de condecoraciones y escarapelas, qué belleza de empuñaduras en las espadas, qué variedad de plumas en los sombreros! Un repaso metódico, desde el primero al último, permitía asistir a la evolución de los calzones y las casacas, hasta llegar a la última, la más bella de todas, que ya no era tal, sino frac engalonado, oro y rojo sobre azul, ceñido a un maniquí juncal en actitud castrense, el cuerpo hacia adelante, el brazo diestro en alto, empuñado el acero fulminante; y decía el marbete: «El almirante Botafogo en la batalla de las Islas Espóradas (Kos), el siete de septiembre de 1796». ¡Menuda gallardía, la de aquel artefacto! Le habían puesto el mirar tan fiero, que tú casi escuchaste el estampido de las andanadas.