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Comentabas la elegancia de aquellos trajes: las palabras textuales se me fueron, pero quedó sentado que te gustaban, y que también deplorabas la vulgaridad del corte, la pobreza, de los nuestros actuales. ¿Qué tal te sentaría el miriñaque, en vez de aquellos blue-jeans que vestías? ¿Y a mi salero viril una de aquellas casaquitas, aunque verde manzana? En esto estábamos, broma va, broma viene, imaginándonos en el París del Consulado y no en el Estado de Nueva York, año el que sea tras el acceso a la luna, cuando oímos un ruido, ¡el primero desde que habíamos violado el secreto del castillo, desde que lo habíamos recorrido en busca o persecución de alguien, quizá de un hombre, quizá sólo de un fantasma, en todo caso de un personaje histórico! (Se puede leer en los libros de texto, Gobierno del general Della Porta, de tal año a tal año.) Oímos el ruido, el de unos goznes que se lamentan largamente, con un aullido tan delgado que pudiera también ser el ay de un lento orgasmo. ¡Hay quien se expresa de tan raras maneras! Y, allá, en el fondo de la estancia, contra el vano de la enorme puerta abierta, se perfiló una sombra, en seguida una mera silueta, en cuyo movimiento se advirtió, de repente, cierto desequilibrio a la derecha: la cojera de Ascanio, pudimos comprobar, cuando se hubo acercado a las vitrinas. Inmóviles nosotros; tú, Ariadna, estupefacta, ¿quién podía contar con aquella visita, ajena a nuestras intenciones tanto como a nuestras voluntades? Asistimos a la contemplación de aquellos uniformes, en éste más que en aquél, tiempo sin prisa en cada uno, toda una vida en el último: hasta que finalmente se despojó Ascanio de su casaca civil, se encasquetó la del almirante Botafogo, y después de completar con bicornio y espada aquella metamorfosis, se encaminó tranquilamente a un espejo de cuerpo en el que no habíamos parado mientes: un encuadre de barco, palos, mástiles y velas, y justamente delante, la bitácora, lo redimían de la vulgaridad especular para entregarlo a más nobles funciones. Ascanio Aldobrandini, trasmudado él sabría en quién o en qué, se situó ante el espejo, inclinó el torso, alzó la espada, y con voz redonda y fuerte, silabeando, exclamó: «¡Al abordaje!»

«¡ Al – a – bor – da – je!»

todo el imperio del mundo cargado como un acento en la última sílaba, que ascendía por ello un semitono, que se alzaba en el aire con curva de parábola, y que de todo el material sonoro que constituía aquella orden, fue lo único en subsistir al prolongarse indefinidamente por los salones, por las crujías, por los largos corredores, hasta salir por las ojivas y perderse ondulante sobre la mar: estruendo de vendaval en las jarcias, tableteo graneado de la fusilería. Comentaste, Ariadna: «¡Va a despertar al general!». Porque ambos habíamos pensado que Della Porta dormía.

5. – Desde aquella rotonda recoleta, con un eje estrellado para que los cañones de antaño (hogaño son más sutiles) pudiesen amenazar todos los puntos del abanico del horizonte, se veía un pedazo de mar hacia abajo y un pedazo de luna hacia arriba, y más bien se adivinaba, o suponía, el círculo remoto en que el cielo y la mar juntaban sus materias. Te gustó el escondrijo, a cobijo del viento, y en él te acomodaste (es un decir) y yo a tus pies, más o menos según lo acostumbrado en la cabaña remota: a la que no querías regresar, de momento, porque el lugar y las vistas hubieran atraído acaso a tu memoria el recuerdo de días felices. (¿Es que lo fueron los tuyos, en la infancia, alguna vez? ¿No habré pecado de tópico retórico?) Pues por ésa o por otra razón, nos quedamos allí, en espíritu y voz, y me dijiste que no entendías bien lo que acababas de ver, aquella operación de disfrazarse Ascanio de almirante, sin por qué ni para qué inmediatamente comprensibles: aquella metamorfosis que únicamente explicaban la locura o cierta clase larvada (diríamos latente) de estupidez, si no de infantilismo: pues a nadie con dos dedos de frente se le ocurriría una explicación distinta que fuese por igual satisfactoria, salvo si consistía en unir en el mismo revoltijo, quiero decir, en la persona de un niño estúpido, las razones apuntadas. Te respondí que nos hallábamos ante un hecho real e indiscutible, visto y testificado por entrambos, que había durado un buen rato, lo que tarda en llevarse a cabo algo tan complicado como un abordaje en alta mar, con sus fases de iniciación, culminación y victoria, reflejadas en las posturas, en los movimientos, en las voces de Aldobrandini, «¡Fuego a babor! ¡Adelante la infantería!», y que una vez concluido, había permitido a su protagonista abandonar las ropas profesionales, recobrar las civiles y regresar renqueando un poquito a sus lugares corrientes de habitación: no en el castillo, por supuesto, ya que habíamos oído claramente la cascabelería de su calesa calle abajo. Era, pues, evidente, y a lo evidente no conviene remejerle las tripas, menos aún buscar en ellas un mensaje, sino dejarlo en su ser, y ahí está: Ascanio Aldobrandini se viste de almirante y dirige batallas; lo hace además con frecuencia, pues lo que vimos revela un regular entrenamiento. Si acaso, este descubrimiento involuntario debería provocarnos a mayor simpatía hacia el interesado, por quien hasta ahora no sentíamos ninguna, al menos yo, lo reconozco: pues un sujeto con imaginación tan viva no puede reducirse a los límites sabidos de un tiranuelo local obsesionado por la sexualidad. ¿No crees que convendrá investigar sus intimidades, siempre con la esperanza de descubrir algo más que lo redima de una opinión tan radical como la nuestra? No debe de ser de las llanas su conciencia, sino de las abruptas, y estoy seguro de que se nos mostraría una inteligencia viva y una fantasía mediana que hubieran dado más de sí si no fuera por ese bloque instalado en el mismo centro donde se encierra lo indiscutible y lo irreductible: habría que remontarse a los tiempos del colegio, allá en Napóles, cuando el padre jesuíta los despertaba a maitines, no para rezarlos, sino para recordar a los muchachos que habían de morir, y que no se durmieran a pierna suelta. Allí también habían aprendido que el camino derecho que va al infierno arranca del pitilín, y que si quieres salvarte, hijo mío, haz lo que te mando. «¡ Pero eso nada tiene que ver con el disfraz y el abordaje!», casi me gritaste. «En efecto: no se relacionan, sino que coexisten, pero el mero hecho de coexistir ya es significativo.» Esta última parte de mi razonamiento, si es que puede llamarse así, no debió de parecerte digna de ser considerada, puesto que, como si nada hubiéramos dicho, me objetaste que si los hombres se hubieran mantenido en la mera y gratuita contemplación de los hechos evidentes, como yo proponía, permaneceríamos aún en lo más remoto de la prehistoria; a lo que yo te aduje que probablemente me hubiera traído sin cuidado, y que si te interesaba la experiencia, podíamos retroceder unos cuantos millones de años, lo mismo que lo habíamos hecho un par de siglos, y sin abandonar el lugar en que nos encontrábamos (la Isla, por supuesto, no el castillo), ver qué pasaba y hasta qué punto era satisfactorio. Pero que si el viaje no te apetecía, toda vez que tampoco nos pondríamos de acuerdo acerca de lo visto y lo sabido, pues yo estaba bastante lejos de considerar a Ascanio un estúpido, menos aun un niño, y tú rechazabas cualquier clase de discusión que pudiera consistir en algo más que en la reiteración sistemática y monótona de los mismos argumentos (que es en lo que consisten las verdaderas disputas, de las que el acuerdo queda excluido por definición), lo mismo por mi parte que por la tuya, te invité a una visita a Agnesse Contarini, cuya casa caía por allí cerca, terrazas y balcones a la capa de las torres, y ver si averiguábamos algo entretenido: para tentarte más, añadí que como día de visita podíamos elegir el siguiente a la llegada, y, para momento, el de quedarse sola, o más exactamente, a solas con sus espejos. Esto no pareció disgustarte. Volamos otra vez, pues, no como Francesca y Paolo, o, al menos como suelen pintarlos, desnudos y abrazados, sino cogidos de la mano y distanciados, tú un poco más delante. (Recordé a la pareja de los amantes precitos únicamente por el vuelo; las demás circunstancias variaban, y cualquier referencia a las grullas o a los estorninos hubiera estado fuera de lugar. Pero, aquí, en este cuaderno de mis confesiones, en el que sin querer voy retratándome, ¿no quedaría bien un par de versos del pasaje, asegurado el texto y como reforzado por algo tan inmarchitable y de universal reputación como el aludido Canto Quinto? Yo elegiría este terceto:

Intesi, che a cosi fatto tormento enno dannati i peccator carnali che la ragion sommettono al talento.

Que es lo que estoy haciendo yo, Ariadna, en medida alarmante, y tú otro tanto, empeñada en amar a un alquimista del verbo y tergiversador de la historia, maestro en fuegos artificiales, mas para el caso y como quien dice eunuco.)

Contemplamos a Agnesse a través de los cristales. No sé por qué me parece que, de pronto, te deslumhraron más los muebles de la sala, y lo que de la alcoba dejaba ver la penumbra, que la belleza de Agnesse, el pelo suelto ya, verdadera llamarada que le caía por los hombros y la espalda y no me extraña la distracción, pues mujeres bonitas las sigue habiendo (tú lo eres tanto como Agnesse, cabello endrino el tuyo, no rojizo); pero, en cambio, los muebles, ¡qué pobreza de color, de línea y de material la de los nuestros! Pues salones como éste, el de la Isla, a patadas. Conviene sin embargo recordar que un buen conjunto difícilmente alcanza a protagonizar una historia como la que perseguimos, y que lo que nos importaba realmente era Agnesse. Tenía frente al espejo puesto un asiento, pero ella deambulaba aún, como quien da los últimos toques a un escenario. Llegó el momento de apagar las bujías, menos una, que fue cuando nosotros entramos y quedamos instalados mismo detrás del sillón, con ánimo de verla y al espejo juntamente, en la creencia quizá de que nos sería dado asistir como espectadores a lo mismo que ella se disponía a contemplar, y, al momento, así lo pareció, porque sentarse ella e iluminarse el espejo en su interior fue cosa de un instante, y recordé la sesión de brujería de Cagliostro, aquella que te conté, y la misma operación; pero así como Cagliostro me permitió ver (¿te acuerdas?) mi propio nacimiento, de lo que Agnesse miraba no nos llegaba nada; y así te dije que, o nos marchábamos, o intentábamos meternos en su conciencia e instalarnos allí, más o menos como yo había hecho aquella misma mañana con sir Ronald. ¡Qué modo de mirarme, entonces, Ariadna, qué escasa fe en mi poder y en mi sabiduría, siendo así que los estabas experimentando! ¿No comprendes, te dije, que lo mismo que estamos aquí, que hemos entrado en un castillo que ya no existe, podemos irrumpir en una intimidad y explorarla? ¡Cuanto más si se trata solamente de ver y de escuchar! «No lo dudo (fueron tus palabras), y porque no lo dudo es precisamente por lo que voy a quedarme fuera mientras tú investigas. Lo planeado en otro tiempo, lo esperado, recuerda lo del roble y el haya, era que esa mujer creciese en mi interior, y de haber sido posible yo lo hubiera aceptado, porque estaba dispuesta a hacerlo; pero tú me propones lo contrario, que el haya sea yo, y eso me da miedo. ¿Quién te asegura que, si entro, vuelva a salir? Los juegos que traemos, o que te traes tú, deben de ser peligrosos, y no sé por qué me temo qua andamos vulnerando algunas leyes antiguas y terribles, que ofendamos a un dios desconocido que acabe por tomar venganza. Entra, pues, si lo quieres: yo me quedaré fuera, y no en casa de la viuda Fulcanelli, donde creemos estar, sino en nuestra misma cabaña, donde seguramente estamos de verdad y de donde no debemos salir.» Y te desvaneciste, Ariadna, como una imagen soñada. ¡Quién sabe si lo eras! No pude, pues, replicarte, pero pongo ahora aquí lo que te hubiera dicho entonces: por de pronto lo de tu miedo. Siempre lo da jugar con fuego, y nosotros lo venimos haciendo como francotiradores; pero debes saber que investigaciones como las nuestras se llevan a cabo en los laboratorios, donde ya se ha logrado que un sujeto repita palabras de otro, muerto hace siglos, y no registradas por la historia: pues nada menos que un coloquio amoroso entre Alcibíades y Sócrates, desconocido, ¡claro!, por Platón. Es por lo tanto inevitable que a nuestros métodos positivistas sucedan esos otros, que consistirán seguramente en verdaderos chapuzones en el pasado, aunque provistos de instrumentales que de momento ignoro: con seguridad, sistemas de captación y sistemas de protección, y podemos suponer que estarán al alcance de contados especialistas, y, éstos, de moralidad probada; porque, ¿te imaginas a la gente buscando enloquecida, como un tesoro en el fondo del tiempo, las orgías de la Torre de Neslè o las de Catalina de Rusia? Admito, por lo tanto, que te dé miedo entrar en el alma de Agnesse, a ti, que estuviste a punto de admitirla como inquilina de la tuya; lo admito, porque no estás protegida. Yo mismo temí que algo de lo que hay allí dentro se cerrara sobre ti como las hojas de esas plantas devoradoras sobre el insecto incauto, ya sabes cuáles digo. Te dejé ir. Cuando abriste los ojos en la cabaña, yo había entrado ya en la conciencia de Agnesse, y aunque nada más llegar allí me di cuenta de la inmensa riqueza de lo que me rodeaba, y de que me hallaba como en una especie de almacén inmenso donde las cosas no estuvieran quietas y ordenadas, sino moviéndose revueltas (como en cualquier otra conciencia, por lo demás), a lo que atendí fue a lo que llegaba por los oídos y por los ojos, lo que Agnesse veía del mundo más allá del espejo y lo que oía. No muy claro de momento, no muy preciso, y más bien fragmentario, pero lo suficientemente duradero como para distinguir a la muchacha brasileña cenando muy comedida mientras hablaba Marietta Fulcanelli y mientras sir Ronald Sidney se la comía con los ojos. La color de la piel mostraba que en su ascendencia y en proporción no muy marcada, había participado alguna sangre negra, con lo que se perfeccionaba una tonalidad de cutis que, sin aquella colaboración remota, jamás se habría alcanzado. Por lo demás, sus maneras revelaban una excelente educación, y musitaba el inglés con dulces dengues tropicales, no con la rotundidad de la viuda Fulcanelli, que parecía el galope de un caballo. Marietta le llamaba, a Inés, señorita Bragança. ¿Pertenecía acaso a alguna rama secundaria de la familia real, o había mentido acerca de su nombre? De momento no me pareció importante, pero sí el que sir Ronald ya le llamase Agnes.