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Por otra parte, nos ha entrado la manía de olvidar que la realidad, además de simultánea, camina siempre hacia delante en el orden del tiempo y en el de las agujas del reloj, como nos han enseñado: un minuto tras otro, un acto después de otro, aquí corto y empiezo, allí corto y acabo, ¡Y menos mal cuando el principio y el fin coinciden con la vida de un hombre! Pero a lo que ahora acostumbramos es a movernos en direcciones contrapuestas, hacia atrás, hacia adelante, apartando esto de aquello según capricho u ocurrencia, cuando no según cualquier principio de construcción inexorable (el principio, no la construcción) que impone el desorden y prohibe el sistema, o que los hace regir por leyes bastante nuevas. Nosotros, en esta investigación que estamos llevando a cabo, de la que dependen seguramente mi gloria y tu felicidad, nos hemos portado con relativa improvisación, llevados por la inspiración o por la sugestión del momento, y así va de revuelto el resultado. Pues bien: tenemos que volver atrás, buscar una página pasada y, a partir de allí, leer de nuevo. ¿Te acuerdas de aquella escena cuyo desarrollo y cuyo contenido nos repartimos, cada cual con sus informes, ese día de la llegada de Agnesse a La Gorgona? Ascanio Aldobrandini no la trató descortésmente cuando la hizo esperar más de dos horas antes de recibirla, sino que algo bastante grave le atareaba. Para admitirlo, tienes que hacerte a la idea de que Aldobrandini, cuya vida y milagros figuró en los catálogos de nuestra curiosidad como personaje de fondo con el que, sin embargo, se tropieza todo el que viene a La Gorgona, nosotros incluidos, acabará por robarnos más tiempo del previsto. Creíamos al principio que, de la Isla, todo lo que no fueran las relaciones de Agnesse con sir Ronald carecía de interés: aceptamos, todo lo más, la eventualidad de una visita a Cagliostro, y no por otra razón que por habérselo yo prometido casi dos siglos más tarde. La advertencia, consignada, de que a la misma hora de distintas noches y con los mismos testigos, las miradas de Ascanio y de sir Ronald se posaron en la misma estrella o en los flecos de una nube, y de que ambos pensaron en mujeres semejantes por el nombre que durante mucho tiempo se tuvieron como la misma mujer, pudo habernos llevado a sospechar que correspondiese a Ascanio cierta función, al menos determinante, en una historia de amor. Acontece que todo este preámbulo, referente a Agnesse de manera indirecta, precede a un relato que nada tiene que ver con ella, salvo la simultaneidad con su espera casi desesperada en aquella inmensa sala sin espejos, abrumada en cambio de cuadros y tapices, por la que van y vienen, en la que entran y salen, hombres rápidos y silenciosos, todos vestidos de negro, a dejar papeles, a dejar recados, que también van a traerlos. Decirte que la cabeza de Agnesse se menea a su paso: derecha, izquierda, derecha, izquierda, como la del que contempla el vaivén de una pelota de tenis, no sería muy apropiado dada la fecha, aunque ¿quién sabe…?

También lamento tener que relatarte el suceso, y no hacértelo presente, como sería de mi gusto: me hubieras acompañado otra vez al muelle de La Gorgona, esa misma mañana de la llegada de Agnesse, y no para seguirla. Pero ¡cómo no estás…! Te detallaré, sin embargo, lo que me aconteció: entré en ese salón en el que ella esperaba, vi el movimiento de su cabeza, me sonreí. No se me ocurrió entonces fisgar en su conciencia, quizás por encontrarlo prematuro. Lo que hice fue pasar de largo y entrar en el despacho de Ascanio. Estaba allí, frente a él, sentada pero dramática, Demónica de Risi. No se decía nada en aquel momento. Parecía el silencio que sigue a palabras que nadie espera o que nadie desea. Me entró la comezón de saber lo que pasaba, y, en lugar de quedarme, volví atrás, al momento en que Demónica desembarcó del Artemisa, con una maleta de terciopelo rojo y cuero amarillento: a un cochero que se acercó con la gorra en la mano y la interpeló, le dijo: «Sí. Lléveme a la calle del Carmen, adonde vive la signorina De Risi». El cochero la miró con sobresalto y casi dio un paso atrás. «Sí. La signorina De Risi. Yo soy también otra signorina De Risi. No le va a suceder nada por llevarme en su coche.» El cochero le miraba la cara como si la estudiase, como si buscase algo en ella: pues debió de encontrarlo, porque dejó de temer y sonrió con simpatía: «Fui marinero. Estuve en la batalla de Agriggento». «Entonces ha podido ver a mi padre alguna vez.» «Sí, signorina, una. Yo, en la cubierta; él en el puente.» Sin decir nada más, recogió del suelo la maleta y marchó delante, hacia uno de los coches que esperaban la carga. Al abrir la portezuela, para que subiese Demónica, le dijo: «Hay lo menos, mirándola, dos o tres policías». «Gracias, pero contaba con eso.» El coche salió del muelle, hacia la calle del Carmen, y se detuvo ante una casa de dos plantas, ni rica ni pobre, pero con una hermosa galería de piedra. El cochero descendió del pescante, abrió la portezuela, sacó el equipaje. «Me llamo Beppo,

signorina. No me dé nada, gracias. Tengo mucho gusto en servirla, y si quiere algo de mí, mándeme llamar. Beppo. Estoy siempre en el coche en la plaza de Armas.» Otro carruaje entró, entonces, en la calle, frenó el ímpetu, pasó de largo mientras Demónica llamaba, Beppo le dijo que acababa de pasar un policía. Ella se encogió de hombros. «Buena suerte, signorina. Beppo. No lo olvide.» Alguien preguntó desde dentro que quién llamaba. Demónica dijo su nombre, aunque en voz baja. Se abrió el portillo de una mirilla enrejada, unos ojos miraron, alguien exclamó: «¡Demónica!». Se abrió la puerta, había dos mujeres en el zaguán, viejas o envejecidas: la más cercana esperó a que la otra abrazase a Demónica, y, entonces, la abrazó ella también. «¡Niña Demónica, niña Demónica, hecha toda una dama!» Fueron a un salón al lado del zaguán: en él, los restos de un pasado: como en el de la viuda Fulcanelli, japonerías y chinerías, pieles de bichos fieros en los suelos, cachivaches de marfil y porcelana en las vitrinas, lozas, lacas, jarrones, biombos: sólo con mirar cosa por cosa se podrían reconstruir rutas marítimas que recorrieran los hombres de la familia, los dueños sucesivos del salón: donde colgaban también cuadros italianos; donde un torso de estatua griega, el mármol de una muchacha púber, descansaba en una amplia repisa. «¿Pues qué querías que hiciera, tía Annunziata? Durante todo este tiempo, mamá supo encontrar protección aquí y allá, en sitios y personas que respetan aún el nombre de mi padre, o que, al menos, lo recuerdan. Pero, muerta ella, se me pedía el pago de cualquier ayuda en moneda de hembra. En todas partes, por todo el mundo. Por eso tuve que volver.» «Pero, ¿y aquí? ¿Qué hará de ti Aldobrandini?» «¡Lo más que puede es ahorcarme!» Tía Annunziata adornaba de un camafeo su cuello largo de arrugas delicadas, y empezó a hablar del pasado, de lo que aún recordaba Demónica y de lo que no se acordaba ya; lo entreveraba de referencias al presente, Ascanio hace y deshace, yo vivo de las rentas que me envían los de Ragusa, la herencia de mi padre, se portan bien… Cuando llamaron a la puerta, estaba contando algo de la abuela Regina. Eran los de la policía: con un mandato escrito de mano de Aldobrandini, que fuese Demónica con ellos, y también que llevase el equipaje, si no lo había abierto todavía, porque, en tal caso, tendrían que registrar la casa: la maleta permanecía aún en el zaguán, los candados cerrados, no fue menester registro. Demónica, al abrazar a la criada, pudo decirle muy quedo: «Que lo sepa un cochero llamado Beppo. Para en la piazza degli Armi». Después, la metieron en un coche que esperaba. A la tía Annunziata le habían enseñado, allá, en su adolescencia, a reprimir las lágrimas delante de tercero, y, sobre todo, delante del que las causaba, de modo que sólo rompió a llorar cuando oyó que se cerraba la portezuela del coche; la criada lloriqueaba desde algo antes. A Demónica la llevaron al palacio de la Señoría, donde había nacido, y la metieron por escaleras y vericuetos que conocía desde la infancia. En aquel salón en que la obligaron a esperar, había recibido su padre a los representantes del Gran Turco, que traían en las manos ramitas de olivo; ella, escondida, o quizá por la rendija de la puerta entreabierta, había examinado a su gusto los turbantes y los largos caftanes. Ahora el salón no era el mismo, lo habían despojado de los cuadros de batallas navales contra los venecianos, contra los turcos, contra los españoles… Su padre se los había explicado todos, ella en sus rodillas, y le había dicho también que aquel que mandaba desde un puente fuego por las dos bandas era él. Aquellos cuadros enormes recordaban las glorias de La Gorgona. ¿Por qué los habían retirado? ¿Por qué habían dejado desnudas las paredes? Cuando entró Aldobrandini, se le quedó mirando: no recordaba aquel rostro afilado, de cabello de cuervo, hermoso acaso, pero de una hermosura inquietante. Supo que era Aldobrandini porque él se lo dijo. Le mandó que se sentara y empezó a repasar un grueso portafolio que traía bajo el brazo. «Aquí constan los actos de la viuda De Risi contra la seguridad de la República, desde que Su Excelencia el general, en una decisión magnánima, pero impolítica, Dios me perdone si pienso así, permitió que marchase al destierro. Su madre, signorina, ha conspirado con los franceses, enemigos del hombre y de la religión; con los venecianos, nuestros rivales; ofreció al rey de Napóles la soberanía de la Isla, y a la República de Genova la mitad de nuestros barcos, hoy dispersos por los mundos de Dios, traidoramente vendidos por sus capitanes y por sus dotaciones, si la ayudaba a expulsar de la Isla al general. Le enumero un poco de lo más grave, pero no desconozco el resto de lo que su madre hizo, así en Roma como en el Piamonte: que Dios la haya perdonado, aunque lo dudo, porque perteneció a la masonería, y de ella recibió cuanto la sostuvo en su lucha contra nosotros, ánimos y dinero. Nuestros agentes nos tienen igualmente informados de sus andanzas personales, signorina: por ahora, ni notorias ni graves. Vivía últimamente en Módena; los de Módena no fueron nunca ni amigos ni enemigos nuestros. Pero, ¿es cierto que actuaba usted a sueldo de la República francesa?» «No, respondió Demónica, secamente; si fuera agente de alguien tendría dinero y no me vería en la necesidad de regresar a La Gorgona, donde voy a vivir pobremente al lado de mi tía.» Ascanio se sonrió. «¡Pobremente! Las viudas, los huérfanos de los antiguos comodoros, viven muy pobremente en casas que les hemos respetado, rodeados de objetos fastuosos y raros, por los que cualquiera daría una fortuna. Comen bastante mal, eso es lo cierto, y no visten a la moda. Pero, ¿y el placer de moverse entre preciosidades que todos los demás envidian y que sólo ellos poseen? La cama en que espera usted dormir, signorina, ¿es por casualidad de marfil? No me atreveré a pensar que usted no lo merezca, pero seguramente será la única persona en la Isla que duerma en una cama de marfil. La que usa el general es un camastro de campaña.» «En casa de mi tía no hay ninguna cama de marfil. Todo eso son leyendas. Mi tía tiene una renta pequeña, y se ayuda con lo que borda. Pienso trabajar con ella.» Ascanio se levantó, dio un paseo hasta la ventana de vidrios emplomados, por los que entraba una luz multicolor. Sin mirarla, casi como si hablase consigo mismo, le dijo: «Es una lástima que una mujer como usted vaya a consumir su juventud encima de un bastidor. Una mujer inteligente y experimentada -se volvió con rapidez-, que sabe caminar sola por el mundo». Demónica resistió la mirada de Ascanio. «Si fuera así, no hubiera regresado. Lo hice porque tenía miedo.» «Tenía usted miedo por falta de dinero. Y la falta de dinero dice mucho en su favor.» Se aproximó a la mesa, calmoso, sin dejar de mirarla. Pasó unas cuantas páginas del portafolio. «Aquí me cuentan ciertas historias, pocas, dos o tres nada más: en Módena, ya le dije; en Florencia, en la inmensa Roma, donde nadie conoce a nadie, salvo mi policía. Unidos al suyo van otros nombres: quizá le suenen, ¿el conde Poppi, un hombre mayor ya, casado con una verdadera bruja, por cuya culpa la expulsaron a usted de Florencia? Y por lo que a Roma respecta…» Demónica levantó una mano. «Le ruego que no enumere más: veo que sus agentes son los mejores del mundo.» «No tanto que hayan podido averiguar si usted pertenece o no a la masonería.» «No, en absoluto.» «En ese caso, si está dispuesta a jurarlo por la memoria que le sea más sagrada, la de su padre, por ejemplo… ¡Cómo recuerdo al comodoro De Risi! ¡qué gran navegante era! Aunque no tan buen gobernante… Pues, sí, si está dispuesta a que la Señoría ponga su confianza en usted y si Su Excelencia el general lo acuerda…» -Demónica alzó la cabeza y le miró con incomprensión, con sorpresa- «…se podrá evitar esa colaboración con su tía en el bordado de sábanas para exportar. ¡Preciosas sábanas, por cierto, las que borda Annunzziata, a la que hace infinitos años que no veo! Ella cree que borda para los cardenales de Roma. ¡Qué gran error! Sus sábanas ornamentan los lechos en que los miembros del Directorio yacen con sus queridas; por eso las sábanas son llevadas desde Roma, de contrabando, a Francia. ¿No encuentra demasiado penoso que el trabajo de tan nobles, de tan castas manos, tenga un destino tan sucio?». Dejó pasar unos instantes, se sentó, se echó atrás en el sillón.