"Ese mismo día que V. E. señala en su carta, a eso de la media mañana, el vigía de la cofa dos descubrió en la lontananza marina una extraña procesión de seres inmediatamente no identificables. Debo advertir, a propósito de la cofa dos, que no pertenece a ningún barco, sino a una especie de palo de mesana que mandaron instalar en la torre del Castillo de la Palma con fines mixtos de vigilancia y simulación: que pudiera, la vigilancia, llevarse a cabo desde la torre del castillo sin necesidad de palo ni de cofa; la segunda obedece a la añoranza de la mar y los barcos que esta gente manifiesta desde que perdió su flota. Vuelvo, pues, atrás: el marinero de guardia vio a lo lejos cierta extraña procesión, y sin intentar comprenderla, comunicó su descubrimiento por medio de banderas, al vigía de la cofa uno, que está instalada en un cubo de la antigua muralla, esta vez en un palo trinquete, y que abarca nada más que el interior de la ría. El vigía número uno, es decir, el de la cofa uno, lo escribió en un papel y lo pasó a la autoridad inmediatamente superior, que es la de un cabo, a partir del cual, y con añadidos, el mensaje recorrió hacia arriba toda la jerarquía militar y civil hasta llegar a la mesa del ministro: quien ordenó que se le dieran al vigía de la cofa dos veinte azotes por prestar servicio briago, y que fuese arrestado; pero antes de que tan oportuna cuanto justa decisión hubiera iniciado el camino hacia abajo por los peldaños de la jerarquía, llegó un segundo mensaje con la noticia de que ahora se veía claramente que se trataba de un grupo numeroso de personas en y alrededor de un carro, pero que no podía decir más, a causa de la distancia a que aún se encontraban y de cierta neblina que lo emborronaba un poco. Ascanio iba a decretar que se doblase el número de azotes, pero, sin transición ni meditación previa, como quien dice de súbito, preguntó desde qué punto de la ciudad, terraza o torre, se alcanzaba una buena visión hacia aquella parte del mar que señalaba el vigía, el SSO precisamente, y le dijeron que desde la torre del castillo, porque hacia esa parte de los vientos las colinas que cierran la ría pierden altura y la mirada puede saltar por encima de sus lomas y catar con libertad las lejanías: decisión, al parecer, de naturaleza inspirada, pues no parece existir otra causa que la explique o justifique más que lo sobrenatural. Ascanio pidió su coche y el catalejo más potente: tardó unos diez minutos en llegar al puente levadizo, y más o menos otro tanto en trepar a la terraza susodicha: oteó desde allí el horizonte con movimientos que delataban la práctica en columbrar de un verdadero almirante (aunque cojo), según murmuración posterior de quienes le acompañaron. Sin decir una palabra, visiblemente alterado, pasó el utensilio al más próximo; éste miró también en la dirección consabida, y entregó el aparato a un tercero, quien repitió la operación y comentó: 'Es completamente incomprensible'. '¿Qué ven ustedes?', preguntó, entonces, el ministro; y sus adláteres le respondieron, casi a coro: 'Un carro al parecer de caballos, Señoría, y gente a su alrededor'. 'Como si vinieran por una carretera, ¿verdad?' 'Como si vinieran por una carretera.' 'Pero vienen por la mar.' 'Sí, Señoría, por la mar, y eso es lo incomprensible.' '¿No advirtieron ustedes ninguna otra cosa rara?', insistió Ascanio. 'Sí, Monseñor: que esa gente, o lo que sea, tiene el color verdoso.' 'Yo no sé qué me preocupa más: si el color, o el que naveguen por la mar como si nada.' A todo esto, resulta que desde el barrio de los griegos alguien había visto y traducido el mensaje de las banderas, y quien tenía a mano un anteojo de larga vista subió también al monte y contempló lo que Ascanio contemplaba. Como era un griego, le fue más fácil entender lo que veía, de modo que bajó del Arrabal y lo contó en secreto a todo el mundo: 'Ahí viene Poseidón con Anfítrite y todo su cortejo. Se conoce que ahora cumplen mil años de la boda anterior, y les toca celebrar otra nueva'. La gente del barrio griego festejó la aparición, porque habían creído siempre que Poseidón y Anfitrite se casan cada mil años, y sabían por tradición que el tálamo de estos dioses marítimos está encerrado en el fondo de una gruta luminosa donde mana la fuente que dio fama a esta Isla desde la Antigüedad. En un lugar secreto de la casa en que habito, se conserva un mosaico romano de hace aproximadamente dos mil años, en que se representa el cortejo del dios de los mares penetrando con su esposa en esta cueva, cuyo perfil se puede identificar y yo mismo lo he identificado. Y en la catedral de los griegos, en un manuscrito viejo de unos mil años, siglo más, siglo menos, y escrito en el griego de Bizancio, se representa también la misma escena, aunque con bastante menos precisión que en los mosaicos, y ciertos caprichos interpretativos que revelan alguna curiosidad por las partes pudendas de Anfítrite, así como bastante incompetencia, o, ¿quién sabe?, excepcional sabiduría, pues las pintan trifoliadas o trifendidas, así como una llor de lis utilizada para cualquier inmenso tapiz señorial. Si ahora se cumplen dos mil años de las primeras bodas documentadas, y mil de estas segundas, ¿a quién puede extrañar la nueva aparición de la cópula divina, si le llega su tiempo como la pubertad a las gallinas? Pero si los honorables ministros de Su Graciosa Majestad desean conocer las razones que tienen Poseidón y Anfítrite para recasarse cada mil años, es cuestión a la que me siento incapaz de dar una respuesta que pueda satisfacer a mentes templadas en los rigores de Oxford o de Cambridge. Las leyes civiles o consuetudinarias que rigen la vida privada de los dioses sólo tortuosamente nos fueron reveladas, siempre a través de mitos y de otras confusiones, pero yo pienso que, dada la tendencia de la gente a no casarse, esta pareja de paradigmas olímpicos se junta públicamente cada mil años para que cunda el ejemplo.
"El pueblo del Arrabal se echó a la calle y a las orillas de la mar. La noticia corrió también a la ciudad de los latinos, quienes en un principio, se negaron a admitir lo evidente: no en vano son italianos y tienden a no creer más que en la fuerza secular de la Iglesia. Pero ante la presencia del cortejo nupcial, que se acercaba a la bocana, y de que antes de media hora habría hecho su aparición en la ría, todo el mundo corrió al muelle, o a los balcones y torres desde los que la mar se divisaba. A muchos se les reveló por primera vez la utilidad de un catalejo y la conveniencia de que ese instrumento sea cuanto antes incorporado a los ajuares domésticos, sobre todo en una Isla, aunque, como ésta de La Gorgona, haya renunciado a las glorias marineras. El mío, Excelencia, lo recibí en regalo de un capitán de fragata inglés, y me permitió ver con precisión y cercanía la entrada del carro de Poseidón, tirado por caballos palmípedos que levantaban nubes de espuma. Le precedía un escuadrón de delfines, le acompañaba una pequeña corte de tritones y nereidas, tan hermosas ellas como desvergonzados ellos, pues si bien es cierto que entraron en la ría haciendo sonar relucientes bocinas, como quien dice '¡Aquí estamos!', lo es también que muy pronto prescindieron de las tocatas y se dedicaron a perseguir a las nereidas y a fornicar con ellas a ojos vistos: los más púdicos de ellos, entre dos aguas. No sé si serían conscientes de que una muchedumbre bilingüe les contemplaba, o si les salía por un ardite esta abundante presencia de testigos. Sin ánimo de escandalizar a Sus Honores, debo decir que los dioses que transportaba el carro tampoco daban señas de mayor continencia: durante todo el tiempo que mi anteojo los mantuvo dentro del campo de visión, el señor de los mares se dedicó a mordisquearle apasionadamente los muslos a Anfitrite, lo cual, si se explica por la calidad de lo mordido y quizá también por las ansias del mordiente (el cual, en los últimos años, a lo mejor vivió apartado de su diosa), no por eso justifica semejante publicidad. Debo advertir, sin embargo, que a la gente no la cogió de sorpresa; que la mayor parte de los presentes halló justificadas las expansiones del dios, y que muchos las tomaron como una auténtica invitación al vals, aunque esto de hincar el diente a un muslo no lo aconsejen los moralistas romanos a causa de ciertas propincuidades. El clero griego no suele ser tan detallista, menos aún tan meticón. Para los latinos imitadores del dios, la operación alcanzó la emoción de las grandes trasgresiones.