"Honorable señor ministro, voy alargándome, pero no puedo contar lo que me pide con escasez de palabras, si el actual inquilino del 10 de Downing Street ha de quedar ampliamente informado, al menos en la medida que requiere nuestra política de expansión mediterránea. A la vista de lo narrado, conviene admitir sin discusión que este mar pertenece todavía a los dioses paganos, y que todo poder que no sea el suyo constituye una intolerable intromisión, si bien admita, y me apresuro a dejarlo constante, que el almirante Nelson, erguido en lo más alto de su nave, es semejante a un dios y bien merece competir con cualquiera de ellos. No obstante no parece ser que el estatuto mediterráneo impuesto por Nelson lo hayan admitido (me refiero a los dioses, como es obvio), y por eso castigan algunas injerencias con crueldad e indiferencia por el sufrimiento humano. Yo sé que aquella noche, en lugares secretos de la costa, se encendieron luminarias y se lloraron preces a Ennosgaios, el dios que sacude la tierra, o sea, el propio Poseidón (aunque bajo distinta catadura), quien, para esta gente, además de los mares, señorea también los movimientos telúricos, y en esta Isla se teme, desde el fondo de los siglos, que uno de esos terremotos la hunda en el abismo. Los latinos dicen que así fue profetizado por algún santo ante ciertos pecados cuya consistencia, o cuya formulación verbal, fueron lo suficientemente ambiguos como para que cada predicador los interprete a su manera y condenase, en unos casos, la avaricia, y en otros, la lujuria, según la conveniencia del que manda: pero un humanista que conozco, amigo mío y destripador de cuentos, asegura que en la época de Julio César ya se temía lo mismo.
"Los latinos viven bastante al margen de esas tradiciones. Si contemplaron la entrada de los dioses en la ría, fue para escandalizarse por su escaso pudor. El obispo intentó presentarse en el muelle convenientemente revestido y provisto de un complicado, aunque brillante, instrumental para la exorcización, pero alguien cuenta que un sacerdote que le acompaña siempre, gran teólogo y hombre no muy claro, así como escurridizo y navegante entre aguas, impidió que acometiera tal ceremonia, por la certeza que tenía de que iba a quedar mal. '¡Los hundiré en el fondo de los infiernos con el hisopo!', dicen que clamaba el obispo; y el otro le preguntaba: '¿Y si siguen flotando?'. 'Pero, ¿cómo van a flotar si les echo agua bendita?' '¡Están tan lejos!', dicen que dijo el preste, y eso solo dejó al obispo acoquinado, que no se explica lo que le sucedió, y hasta es posible que hubiera seguido adelante con la ceremonia si no fuera porque se le acercó un propio de Aldobrandini y le enteró claramente de que el ministro quería hablar con éclass="underline" en lo cual terminó el incidente. Los presentes, que eran miles, a una banda y a otra de la ría, vieron por fin cómo el cortejo lo tragaba la espelunca, que por cierto se iluminó al recibirlos, si se ha de creer el testimonio de los marineros que andaban por allí con sus odres haciendo agua y contaron que aquella gente divina dejaba un rastro u olor a marea fuerte, como de berberechos o de caviar, y que la luz iluminante les salía de los cuerpos como a los peces de noche, aunque bastante más intenso y de un verde más suave. El caso fue que se los engulló la cueva, y allí acabó la visión. Como los griegos, pese a la reliquia de san Demetrio por la que pelean los de aquí, nunca dejaron del todo de creer en sus dioses antiguos, esos que ellos mismos inventaron y que han tenido siempre, o como retirados, o como supernumerarios y en reserva, no se han creado graves problemas de conciencia. En cambio, los latinos no aciertan con la explicación, y eso que no hacen ya otra cosa que buscarla, y se murmura entre ellos que entre el obispo y el ministro se cruzaron al respecto palabras violentas, y que salió para Roma un informe en latín con el ruego de una respuesta urgente a la pregunta formulada."
»E1 resto de lo escrito por míster Algernon Smith tiene menos importancia, pues se trata únicamente del desahogo de un ateo que siempre sospechó, sin embargo, que los dioses no habían muerto del todo, y que anuncia a sus superiores ciertas alteraciones en sus ideas personales acerca de la divinidad, si bien sólo en lo profundo de su corazón, ya que en la mera apariencia continuará siendo fiel a la Iglesia Anglicana y a Su Graciosa Majestad que la gobierna. Pero a mí me interesaba saber un poco más de la entrevista del obispo con el ministro, y, como si dijéramos, hojeé el texto de la Historia del mundo hasta encontrarla: que fue en el despacho de Ascanio, quien, de pie y con la mesa por delante, recibió al prelado con ira visible, y, por supuesto, audible, y, sin mandarlo sentar, le exigió una razón suficiente de cuánto acababan de ver, "…no sólo el pueblo entero, señor obispo, sino usted y yo", y el obispo sólo sabía decir que era el demonio, que sin duda era el demonio, que únicamente el demonio podía ser. Pero al ministro no pareció convencerle aquella respuesta balbucida. "Señor obispo, yo he respetado la vida de personas que estorban mi política porque Roma me lo ordena. Señor obispo, yo vivo en difícil castidad forzada porque Roma me dice que, en el caso contrario, iré al Infierno. Y ahora acabo de ver cómo una pareja de dioses fornica en mis narices y en las de Su Señoría Ilustrísima. Señor obispo, el pueblo acaba de ver lo mismo que nosotros, y en el pueblo hay también personas que no pecan por temor al Infierno. ¿Qué pensarán, qué es lo que harán, después de ver lo que han visto?" El obispo estaba consternado. No se atrevía a levantar del suelo la mirada, y el suelo sólo le daba la imagen alucinante de infinitos cuadrados de mármol, blancos y negros. "Roma no miente, Roma jamás engaña, Roma dejará tranquila y satisfecha nuestra razón." "¿También la suya, señor obispo?" "¡También la mía, señor ministro, también la mía!" Esta repetición, cargada de esperanza o decepción, no se puede saber; en cualquier caso, de intención claramente patética, pareció dulcificar un poco a Aldobrandini. Al menos, entonces fue cuando rogó al obispo que se sentara y le preguntó si quería tomar algo.»
5. – Aquella tarde volvimos a la cabaña en mi coche. No recuerdo por qué: la costumbre era venir en el tuyo. ¿Porque conduces mejor? Acaso. Aquella tarde lo hacía yo, y tú permanecías silenciosa, acurrucada en el extremo del asiento. Fuimos dejando atrás las casas y los anchos caminos de asfalto, y entramos en el bosque, amarillento ya, y uniforme, con algunos jirones de la color antigua, que se iban apagando. Se me repitió la sensación de la otra tarde, la de entrar en un mundo que llamar irreal sería tópico y, sobre todo, equívoco, pues no creí que lo fuera, sino sólo distinto, o tal vez el de todos los días, pero como si se le hubiera caído la pátina y se fuera mostrando en su ser, aquel en que los árboles palpitan, en que las ramas se retuercen como brazos desnudos que clamasen al cielo, en que la luna muestra la nueva faz y el cielo permanece perezosamente purpúreo. Yo había dicho unas cuantas palabras, posibles cabos de una conversación, que tú no recogiste. Empecé, entonces, a silbar, no estrepitosamente, por supuesto, sino suave, y si al principio fueron tonadas vulgares y conocidas, acabé dándome cuenta de que silbaba una música distinta, jamás sabida por mí, y que no sé de dónde me salía, ¡mira qué cosas! Y era como si aquella musiquilla, a la que, por supuesto, te mantenías ajena, fuese precisamente la clave de lo que se iba trasmudando, o, con más exactitud, modificando, aunque quizá no sea ésta la palabra que describe la operación de encenderse el contorno por el que vamos con la luz que cada cosa lleva dentro, de que sea todo trasparente y trascendido, y de que veas bajar la savia lenta de los árboles, y cómo pujan, creciendo, las flores del otoño. Distraje unos instantes la mirada hacia el rincón donde ocultabas tu silencio, y te vi también iluminada, y, no sé si fue ilusión, bombear la sangre tu corazón hacia las manos y los pies remotos, y toda tú poseída por la imagen de Claire, por su recuerdo y su nombre, en esa medida absoluta que yo conozco tan bien, porque de esa manera me siento a veces poseído. Así alcanzamos el lago, así te situaste en la popa de la barquilla como alumbrando el rededor de las aguas y del bosque, así entraste en la cabaña como si no pusieras en el suelo los pies, quiero decir, así lo pareció, o quise que lo pareciera, no sé, escapando a esa impresión jamás abandonada de que eres la más real de las mujeres, que echas raíces cuando pisas. Bueno, no me hagas caso, pero es lo cierto que aquella convicción de que andábamos por un mundo distinto, que tampoco es nada extraordinario, puesto que sucede a mucha gente, me duró mucho rato, todo el que permanecimos sentados ante el fuego, yo no sé cuánto tiempo: silencios largos y largas locuacidades, te conté varias historias, tú me hablaste de Claire, ¿cómo no?, y acabaste el discurso al parecer veleidoso, pero, pude observarlo instalado en mi mudez atenta, muy restringido en el fondo a un par de temas, que Claire te necesita, que tú puedes salvarlo, y mezclando el problema de Napoleón con las incertidumbres de la cama, que intentabas destruir como tales, confiada en la magia de tu cuerpo y de tu amor. ¡Ay, Ariadna! Tu palabra iba y venía como una lanzadera, de un tema a otro, por la urdimbre de tus deseos, y, a veces, se desviaba, se metía en terrenos ajenos, me hacía pensar que iba a perderse acaso en un abismo del que yo tuviera que sacarte; pero no, no, regresaba confiada para afirmar que Claire no se equivoca, que alrededor del libro se ha levantado una muralla de envidia rencorosa, y que la impotencia sexual, por ser de origen psicológico, es curable casi siempre. Me gustaría saber lo que dijiste en griego cuando hablabas de su madre, qué maldiciones antiguas y tremendas echaste encima de su memoria. Y, por último: «Todo lo que me cuentas de esa gente de La Gorgona, ya te lo dije, me divierte y distrae, pero te ruego que los dejes de lado por una vez y vayas a lo que me importa, si es que existe: el cómo, el cuándo y el quién inventó a Napoleón». «Confío en llegar a eso de un episodio en otro.» «Sí, pero yo tengo prisa. Varias veces me has dicho que el pasado es como un libro. Pues te ruego que lo vayas hojeando, y cuando llegues al capítulo que me interesa, te detengas y me lo dejes leer. Confío en que será posible.» «Sí, seguramente lo es. Lo intentaré, por supuesto.» Y te miré. Tenías las piernas recogidas debajo de las nalgas, el cuerpo echado hacia atrás, erguida la cabeza, y el fulgor tembloroso de la llama te alumbraba desde abajo, de modo que tus ojos quedaban en penumbra. Estabas allí concreta y, sin embargo, difusa, tres o cuatro manchas de luz nada más, verdaderamente irreal. No me dejé llevar de la apariencia, no me sentía empujado a hacerlo, porque en aquellos momentos no te veía como cuerpo ni como sombra, sino como Destino. Me andaba por el recuerdo una canción antigua portuguesa, una canción vulgar, de las que a veces encierran migajas de la gran sabiduría. Ésta dice: «Tengo el Destino marcado -desde el día que te vi». Así, en castellano, se aparta poco del portugués escrito: cantada difiere más. Tú podrías cantársela a Claire; yo te la cantaría a ti: es ridículo pensar que ninguno de nosotros recibiría respuesta. Pues, en aquel momento, lo que es todavía oculto de tu Destino, se me ofreció como un pecado posible, como una tentación blasfema, aunque evidente y convincente en sus términos: si todo está ya dicho y pensado, si ya está hecho de antemano, se puede contemplar lo mismo que el pasado, no es más que un solo libro, si bien leyendo a la derecha (ya me lo había advertido Cagliostro). Seguías con la mirada oscura, el mentón clareado por las llamas temblonas. Dejé de mirarte, busqué en el fuego tu rostro y tu futuro, no enteramente (no me atreví a tanto, por miedo de no encontrarme en él), pero sí lo inmediato, lo que iba a suceder un día de éstos, lo que no ha sucedido aún cuando escribo estas líneas, pero que sucederá mañana… Nítidamente, lo mismo que en un espejo, estabais Claire y tú, en esa casa que él tiene en la ribera del Hudson, un poco más arriba de Schenectady, en un prado con abedules y un pequeño embarcadero. ¡Qué hermosa es! Ha reunido en ella todo lo que se trajo de Inglaterra, en libros, en muebles, en cachivaches, y ha compuesto un salón un poco abigarrado, sí, pero con gracia. Y aplica a sus rincones motes que aprendió en Francia, el coin repas, el coin repos y también el coin amour. Es ahí donde te tiene, hundida en miraguano de almohadones, quieta, diríamos que fascinada por la belleza de todo lo que te envuelve -ante todo su palabra. Hace ya rato que le has contado nuestra revelación, eso que aún no sabemos, pero que sabremos mañana: quién inventó a Napoleón; y a él le pareció lógico, comprendió por qué caminos le había llegado la intuición, a qué sistema absurdo de causas y de efectos debía el descubrimiento. Él habla y habla, veleidoso también, aunque adrede: como abeja de unas flores en otras: Agnesse, Napoleón, sir Ronald, pero al revés, porque no chupa el néctar, sino que lo derrocha. La verdad es que no lo oigo, sino que lo adivino. Como a ti, me sucede que el ansia de llegar al final me impide detenerme en el discurso y perderme, gozoso, en laberintos. No me importan las palabras: lo que me importa es que, pese a esa especie de hipnosis que te mantiene inmóvil, de cuando en cuando desvías la mirada hacía un retrato enorme, con lujo de metal y espejos, quizá un antiguo marco veneciano, que representa a la madre de Claire. Esas miradas oblicuas descubren que tu atención no pasa de aparente, que dentro de ti contienden la decisión y la vergüenza, que tu instinto te acaba de gritar «¡Ahora o nunca!». Para mí el tiempo no existe. ¿Fue inmediatamente, fue más bien algo tarde, cuando te levantaste y ocultaste con tu cuerpo delgado el retrato? Él se calló, de repente, y te miró, porque algo desacostumbrado, imprevisto, había en tu rostro, en tu actitud. Tuvo miedo, recuérdalo: vaciló. Y entonces, le preguntaste: «Claire, ¿me amas?». «Sí, claro, lo sabes.» «Pues llévame, entonces. Anda.» Así de simple, así de pulcro. Y empezaste a desabrochar el traje, o a descorrer la cremallera, no lo recuerdo bien. Él se había levantado y tú ya estabas desnuda. Te cogió en brazos, te levantó, dio una especie de alarido de highlander que se quebró a la mitad, aturuxo frustrado y un poco innecesario, y se ocultó contigo en la sombra. No quise estar allí, me limité a esperar atraído también por la efigie de la madre: tan delicado rostro, con un algo en la frente indicio de dominio que la afea. Y entonces, yo no sé cuánto tiempo después, seguramente poco, escuché a Claire gritar con voz desconcertada y rota: «Si lo sabías ya, ¿por qué me obligaste a esta vergüenza? ¡Vete! ¡Te odio!». Lo que le respondiste no me llegó, por ser seguramente tu pena susurrada, por ser el puente de silencio y amor por el que ambos pudierais transitar, todavía hacia una tierra común, pero él repitió que te fueras, y que no quería verte más. Me alejé, sin retirarme. Lo que siguió fue que te vestiste deprisa, que saliste, que te metiste en el coche, que te hundiste en el camino oscuro. Entonces dejé de mirar al fuego y contemplé tu ser real, inmóvil aún, y lo adiviné todavía poseído de Claire, como lo había estado aquella tarde, como lo suele estar. Y se me entró un temor de que tu coche acabara por salirse del camino, esa noche futura en que te apesadumbre el desprecio de tu amor y de tu cuerpo. Y entonces me vinieron las ganas de matarle. ¡Oh, no lo haré, naturalmente! Soy todo un caballero y hasta es posible que un poco gentlemán. Pero, ¿no crees (no lo crees ahora, cuando estés leyendo esto, pasado el tiempo ya, pasada la ocasión, y hasta es posible que un poco restaurada de ti misma), no crees que bien podía haberse portado de otro modo, haber aceptado con el humor de siempre, con su ironía, el dolor de su deficiencia, y, sobre todo, haberte amado mucho más por aquel sacrificio a que te mostrabas dispuesta? Cosas como éstas, y otras que acaso haya olvidado o querido olvidar, las estaba esperando mientras te contemplaba: el fuego se iba extinguiendo, el resplandor que te alcanzaba era más débil; si antes únicamente consistías en unas manchas de luz, ahora las manchas eran menos y menores. No podías haberte dormido en aquella postura: imaginabas, estoy seguro, la escena que yo acababa de ver, pero con otro desarrollo, y, sobre todo, con un final feliz.