6. – Ya sé que vamos a pasar rápidamente por encima de algunos acontecimientos, acaso baladíes, otros sin duda importantes, probablemente divertidos. A lo mejor, una de estas tardes en que me encuentre solo, o en una de estas noches, me vienen ganas de recobrarlos y de escribirlos aquí. Hay sin embargo dos o tres de ellos que voy a relatarte ahora. Aún no ha pasado tiempo desde que nos hemos despedido. Tenías sueño, yo permanezco desvelado. Tu puerta está cerrada: desde la mía, entreabierta, contemplo aún el rescoldo, siento cómo me atrae, cómo tira de mí. De responder a esa llamada, ¿qué escenas no surgirían de ese remoto ayer en que también seguramente había alguien que amaba y no era amado? Ascanio, ¿por qué no? Desde un principio le hemos cogido ojeriza, le hemos atribuido el papel del malo de la fábula. Sin embargo, ya ves, con el obispo se portó correctamente, como hombre apasionado y capaz de asentarse con pie firme en los umbrales de la tragedia. «Yo amo a Agnesse, pero el miedo al Infierno me la prohibe. Señor obispo, ¿qué es peor, el adulterio o el asesinato? El asesinato es rápido, fugaz: el adulterio dura y acaba por convertirse en hábito. Sólo quien se empecina en el crimen acaba hallándolo normal, pero éste no es mi caso. Me arrepentiré como Dios manda, cubriré mi cabeza de cenizas, lloraré como David. En cambio, amancebado con Agnesse, llegará una mañana en que pregunte a mi conciencia qué daño hago, y a quién, acostándome con ella, y dejaré de creer que es un pecado. De hábitos pecaminosos, señor obispo, de conciencias muertas, ustedes saben mucho. ¡Piénselo bien, que lo piensen con calma sus asesores, ese cura larguirucho y moreno que le acompaña siempre, que parece dictarle la conducta! Señor obispo, si yo enveneno a Flaviarosa y mando a un sicario que busque en el ejército francés al marido de Agnesse y lo liquide, admito que sea un doble asesinato, aunque con atenuantes. Por lo pronto, el marido de Agnesse, ese jovenzuelo veneciano que traiciona a su patria y se va con los franceses, ante cualquier tribunal de recta justicia es reo de muerte: por traidor, ya lo dije, y por poner su vida al servicio del Mal. Porque, señor obispo, ¡el Mal es la Revolución Francesa, el Mal son las ideas que tienden a destruirnos a usted y a mí! Los teólogos de Roma que encoraginan la guerra de los Príncipes contra la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, ¿cómo no van a perdonar un suceso minúsculo de tan gran guerra, la muerte que un enviado mío pueda inferirle al marido de Agnesse? Y, si no se atreven a perdonarlo, quizá por guardar las formas, admitirán al menos que al responsable se le reciba a las puertas de la gracia tras una corta penitencia. De acuerdo: hay que satisfacer del daño a los herederos, pero de eso me encargaré con gusto, se lo aseguro, cerca de la única, de la legítima que lo puede reclamar. En cuanto a lo de mi esposa, ¿no recuerda ya que lo hemos tratado, y que si bien en cuanto a tal esposa no me es dado tocarle un solo pelo, aunque me ponga los cuernos, que estoy seguro de que me los pone, en tanto subdita rebelde sospechosa de traición la cosa varía mucho, ya lo creo? Convendría, sin embargo, discutir si como tal adúltera no incurre en rebeldía y traición contra la autoridad legalmente constituida. Véalo bien, señor obispo. Que su teólogo lo examine. Hubo casos… Yo podría aducir hasta media docena, pero en los archivos vaticanos queda constancia de más: reinas envenenadas, algunas descuartizadas, por adulterio… De modo que ya hablaremos, si es que salta la ocasión. Porque si Roma no me responde a mi entera satisfacción en eso de Poseidón y de Anfitrite, le aseguro que brincaré por encima de todo escrúpulo, mandaré los infiernos al diablo, y llevaré a la cama a mi amada con honores de legítima esposa y bula para las fantasías. Como lo oye.» No es que haya escuchado semejantes palabras de la boca de Ascanio, pero sí me fue dado adivinarlas al contemplarlo una tarde a la hora del crepúsculo, cuando la luz policromada de las ventanas se amortiguaba y él había quedado solo y a solas con su silencio. La última persona vista era Agnesse, que se había despedido de él como todas las tardes, coqueta hasta en la respiración, aunque sin destinatario fijo, coqueta para sí, como quien dice, para su propia tranquilidad y quizá satisfacción, y que para colmo de osadía, al retirarse (tenía que atravesar la diagonal entera de aquel despacho inmenso), alzó un poco la falda y dejó al descubierto la tentación violeta de su tobillo y el arranque de la pierna: y si lo de violeta va dicho, se debe al color de las medias. Ascanio la contempló con las pestañas inmóviles, sin que siquiera se le crisparan los dedos, pero no pudo evitar que ciertos pensamientos le aliviaran de la desesperación y le dejaran una punta de esperanza. ¡Como que deseaba en el fondo que los dioses fuesen de verdad inexplicables, además de evidentes!
Por esos días sucedió lo del barquito en botella, pero acerca de esta materia no he logrado aclararme, y estimo conveniente exponerlo con sus contradicciones, que no creo que en el fondo lo sean, sino meras coincidencias, probablemente azares. De una parte, conservo cierta imagen de sir Ronald y, por supuesto, el recuerdo de su poema al barquito embotellado. La imagen corresponde al período de sus amores con Agnes, allá arriba, en el alfoz del castillo, casa de la viuda Fulcanelli, y me llegó no sé cómo y no sé cuándo, seguramente alguna de esas veces en que repaso la historia y se me quedan fragmentos descolgados de alguna de las secuencias. Así, este en que los dedos de sir Ronald, largos y blancos, cogen con la energía contenida de los fuertes discretos la botella en que se encierra el barquichuelo, lo sitúa delante de las bujías encendidas, lo mira al través. «Se me ocurre pensar que este barco es lo mismo que el que se asoma a la vida, con ímpetus, pero atado. O quizás como yo…» Agnes le abrazó por detrás, acariciándole. «¿Y por qué como tú? A ti nadie te ata más que yo, y yo lo hago suavemente.» «Pienso en ese muro de cristal que todos hemos de salvar y del que nadie regresa. A lo mejor el mío no está lejos.» «¡No quiero que lo pienses! ¿No ves que, por besarme, eres eterno?» Agnes le acaricia con la lengua las orejas, se las muerde, y a sir Ronald se le subleva la sangre, rápida: con ritmo por el que el barquichuelo se desliza hecho ya amor, hecho ya verso. El barco era la copia en miniatura de una corbeta militar, con bandera de España y el nombre de algún santo. Traía cargado el trapo, navegaba viento en popa, y en algún lugar de la estela asomaban su hocico las sardinas.