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En las otras imágenes anda mezclada Agnesse, y empiezan con una serie de exclamaciones, ¡fíjate tú!, en griego popular, emitidas por un corro de niños del Arrabal que rodean a un viejo marinero francés, orgulloso del pompón colorado, que les enseña algo. Tenía que ser cosa nueva y nunca vista, a juzgar por la curiosidad de los mayores que se iban añadiendo: pues lo que el francés mostraba era también un barco embotellado, algo más grande que el anterior, algo distinto. «¡ Si alguien me lo quiere comprar…! Lo doy en tanto…» Y nadie se lo compraba, naturalmente, en aquel muelle del barrio pobre, pero, por la rareza de la mercancía, se extendió pronto la voz de su existencia a lo largo de los malecones, y de su precio. Franco Benvoglio, corredor de comercio, atravesó en una chalana rápida el cuerno de la ría y llegó a tiempo de encontrar al marinero francés arrimado a una pared, el sol de plano en el gorro y en las narices, y el barquito en el suelo, encima de un tapetillo: todavía le rodeaban los muchachos, alguno se acercaba de más y alargaba la mano, pero el marinero, al parecer dormido, le dejaba caer un pescozón. «¡Se ve y no se toca, mozo!», decía unas veces en italiano afrancesado y otras en italianizado griego. Franco Benvoglio le rescató del sopor, le discutió las piastras, le sacó una rebaja sustanciosa y regresó a la ciudad, a aquella hora de la mañana centelleante de sol. Fue derecho a la casa del señor Bengiamino Pitti, de quien se murmuraba que guardaba más dinero que el propio señor Della Croce, aunque en bancos de Inglaterra, por precaución. Del señor Pitti se decía, además, que era nieto de pirata, que se pirraba por los efebos, y que a esa clase de prevaricaciones vitandas dedicaba sus ausencias anuales, anunciadas con el pretexto de un peregrinaje a la Virgen de Loreto. El señor Pitti abrió mucho los ojos cuando Benvoglio le mostró el barquito; le dio vueltas y revueltas, lo dejó encima del mostrador brillante de su tienda. «No te discuto el precio, pero procura no robarme.» «Si te lo dejo en veinte no gano ni pierdo. Dame, pues, veinticinco.» El señor Pitti repitió el examen del objeto. «No hay en la Isla más que una persona a la que pueda vendérselo.» «En esa misma he pensado yo, pero tú tienes acceso a ella, y, yo, no. De manera que pierdo diez piastras.» «No tanto, no tanto. Si te doy veinticinco, ¿puedo pedir más de treinta?» «¡Ah, eso, tú lo verás!» El señor Pitti pagó en silencio. «Y sin irte de la lengua, ¿eh?» «Le diré a todo el mundo que no cobré más de quince.» «En ese caso, te mandaré apalear.» Benvoglio marchó riendo, y el señor Pitti se encasquetó el sombrero de copa de seda con reflejos, recibido de Inglaterra, que le permitía obtener bastantes triunfos en sus peregrinaciones. Envolvió el barco en un paño, se echó a la calle; no entró en la Señoría por la puerta de honor, sino por un lateral de poca monta, donde había un portero que recibió un recado, lo transmitió y que trajo al regreso la respuesta. «¡Que me acompañe!» Los vericuetos recorridos los conocía muy bien el señor Pitti. Sabía también que habría de esperar en la antesala, y allí se instaló en el extremo de un banco, el sombrero cubriendo el envoltorio, gris sobre rojo: bonito con aquella luz. Y, mientras esperaba, cerró los ojos y dejó que su fantasía persiguiese a un mancebico que había visto aquella misma mañana atravesando la calle, y del que quedara prendado. Le dio tiempo de imaginar esto, lo otro y lo de más allá, inspirándose siempre en las decoraciones de algunos vasos griegos que guardaba en su colección: en armario escondido y sin mostrarlo más que a colegas de mucha confianza, pues por aquella posesión podría perder, si Ascanio se irritaba, la misma vida. Le sacaron de sus ensoñaciones. «¡Que el señor ministro aguarda!» El señor Pitti, cada vez que visitaba a Ascanio, esperaba tener que atravesar pasillos largos y estrechos, quién sabe si pasadizos secretos, en todo caso alguno de los corredores desde los que se escuchaban, aunque lejanos, aullidos de prisioneros torturados en sotabancos húmedos, y se le ocurría siempre que, con un poco de mala suerte, él mismo podía acabar en una de aquellas mazmorras, si le cogían con las manos en la masa, quiere decirse con un mancebo entre las piernas, o cosa así, y no dejaba de encontrarlo gozoso, en medio del amor imaginario; pero, como otras veces, le llevaron por caminos bien alumbrados, y, como siempre también, la ausencia del melodrama apetecido le dejó algo perplejo y un poco despistado, puesto que su corazón seguía sufriendo cuando ya se hallaba en la presencia de Ascanio: no acertó con la reverencia y el saludo resultó un farfullo respetuoso. «Bueno, hombre, bueno, no se me ponga así. ¿A ver qué trae ahí debajo? ¡No será una de esas máquinas que ahora se usan, de las llamadas infernales, inventadas por el diablo contra quienes consumimos la vida en el oficio de gobernar, el más sacrificado de los oficios! Ya ve usted, señor Pitti, a nuestro general, bendito sea su nombre, nuestro pobre, desventurado general… ¿Quién más que él merecedor de la felicidad y del descanso? Sin embargo, enfermo como está, cuida de todos nosotros, de las vidas y las haciendas, de las…» El señor Pitti se iba aproximando a una mesa, empujado por el ministro, si bien suavemente. Dejó encima la carga, retiró el paño. Ascanio enmudeció (se le había abierto de repente la compuerta de los recuerdos felices, y se veía a sí mismo, de la mano de su padre, llevado a presenciar la Gran Revista anual, aquella ceremonia con que la antigua Señoría celebraba su contrato de amor con los mares: buques de línea, navios de alto bordo, fragatas, corbetas, lanchas armadas, urcas, carracas, los ligeros avisos, todos los barcos de guerra, y, también, aunque detrás, lo mismo de esbeltos y veloces, los mercantes. Cubrían la ría y la excedían, cientos y cientos de mástiles y vergas engalanadas, banderines al viento, gonfalones, las severas banderas de combate que habían bordado las esposas y las hijas de los comodoros, nombres todos de epopeya: desfilaban ante la Capitana y saludaban a la voz y al cañón. Como todos los niños de La Gorgona (¿cuántas veces se dijo?), había soñado Ascanio con mandar un navio de guerra. Ahora era el varón más poderoso, pero ya no tenía barcos propios la Isla).

«¿Y cómo puede ser esto? Porque el velero no cabe por la boca de la botella, no hay más que mirarlo. ¡Hace pensar en brujerías!» El señor Pitti le explicó que metían las piezas dentro con pinzas como picos de cigüeña, aunque más finas, y las iban montando con paciencia. Aquél lo había hecho un francés. «¡Es una mercancía cara, señor! Pero, ¿no es verdad que lo vale? Le juro por la Virgen de Loreto que pagué sólo cinco piastras por debajo de lo que voy a pedir. Pero, ¿qué menos que otro tanto de ganancia? Es un capital expuesto, y si no doy a la mercancía una salida rápida, corro el peligro de que me roben. Las cosas raras, aunque el valor intrínseco no sea alto, son siempre tentadoras. ¡Y un primor como éste, más! Señor ministro, le puede preguntar a Franco Benvoglio, el corredor de comercio, que fue quien me lo trajo. Le pagué treinta piastras. Y no esperé a que llegaran clientes, que no habían de faltar. Vine a la Señoría pensando en el señor ministro. En toda la Isla no hay nadie, fuera del señor ministro, que merezca una alhaja como ésta. Treinta y cinco piastras.» No extendió la mano para recibirlas, pero en su mirada de bujarrón sentimental y un poco barrigudo había algo de pala para sacar del horno las hogazas. Ascanio llamó, y al que vino le ordenó pagar al señor Pitti «cuarenta piastras de su peculio personal, no fuera el vendedor diciendo por ahí…». Cuando acabaron las zalemas del señor Pitti, Ascanio entró en el despacho de Agnesse, y llevaba su carga con el mismo entusiasmo que las más eróticas orquídeas. Ella miró con asombro. «Un bergantín-goleta del comercio de Su Majestad Británica, His Majestic Ship, armado por si acaso, quizá en corso, y abanderado. ¿Usted no entiende de barcos? Pues aquéllas son cofas, éstos los botes salvavidas, el capitán manda desde ese sitio que se llama puente, y esos palos cruzados con las velas aferradas, se dice así, aferradas, tienen que ser tan fuertes que aguanten todo el viento que les llegue.» Agnesse había recogido de las manos de Ascanio, como de las de un rey que abdica, el barquichuelo. «Precioso, realmente precioso.» Lo miraba contra los vitrales, al contraluz: caía sobre los mástiles un rayo violeta. «¿Y ese palito delantero, ése que sale de la nariz del barco y aguanta tantas velas?» «Es el bauprés. Las velas se llaman foques, y, por triangulares, son de las de cuchillo.» «¡Qué cosa más bonita!»

Agnesse iba vestida de rosa, y Ascanio enteramente de negro. A Agnesse le relucía el fuego del cabello bajo la luz; los relumbres del de Ascanio eran como de acero pavón. La una tez, de la color del alba; la otra, del de la oliva. Ascanio, aunque cojo, tiraba a corpulento, y parecía cubrir la fragilidad de Agnesse. «¿Sabe que lo he comprado para usted?» Agnesse dio un respingo casi de susto. «¡No puede ser! A lo mejor le gusta a la señora Flaviarosa lo mismo que a mí.» «¿La señora Flaviarosa? ¡No tiene por qué enterarse! Usted lo recibirá en su casa sin que sepa nadie quién lo envía…»

En los cartapacios de sir Ronald Sidney constaban, por supuesto, los esbozos del poema al barquito en botella, el XXII si no recuerdo mal, sí, el XXII. Con el regalo del ministro delante, Agnesse lo releyó y deseó una vez más que aquellos versos hubieran nacido en su regazo, y lo demás pertinente. ¿Sabes, Ariadna, que el velero embotellado que, en el Museo Británico, acompaña a los manuscritos de sir Ronald, es un bergantín-goleta, H.M.S., y no la fragata española que de verdad sir Ronald regaló a Agnes? Alguien miente en esta historia, Ariadna. ¿No seré yo?

7. – Es de los días en que me toca esperar. Te llevaste mi coche, prometiste no olvidar las cartas y los paquetes, espero con ansiedad tu vuelta, pero aún falta un buen rato. Si te cuento lo que hice esta mañana, ¿te aburriré? Probablemente. Si me amases, leerías con avidez y tumulto en el corazón cualquier trivialidad que me tocase de lejos: no lo sería para ti, y esperarías cualquier sorpresa a la vuelta de cada nadería, siempre dispuesta al asombro, a la ansiedad, al desaliento: lo mismo que me sucede al escuchar ese resumen de tus mañanas que haces siempre al regreso, o mientras almorzamos cuando lo hacemos juntos. Pero si yo te escribiera aquí lo que desayuné, que se me quemó el pan al tostarlo, y que perdí una buena media hora buscando una camisa, ¿no es cierto que te aburrirías? Te gustan las historias que te cuento, a condición de que no sean mías, y, si lo son, que pertenezcan a un pasado tan remoto que pueda ser el de cualquiera. Te he prometido buscar ese momento que más te importa, la culminación, el climax, y lo haré. Mejor dicho, lo haremos, será de los viajes emparejados, la sorpresa, la atención compartidas, de modo que jamás olvides que venías conmigo. Sin embargo, por mi gusto, esperaría un poco más, no son nada unos días, hasta tener la historia más entera, los cabos bien atados, y no estos fragmentos sin coherencia a que la va reduciendo tu impaciencia. Fíjate tú, ahora que están para llegar, de una parte lord Nelson, con su reputación y sus heroicas deficiencias; su amiga de la otra, pero también Chateaubriand y Metternich con sus amantes. ¿Será posible que te deje indiferente lo que hagan y lo que digan, lo que suceda en la Isla, que algo tendrá que sucederles? No se columbra todos los días la ocasión de convivir, si bien al modo contemplativo, con tan distintos y distinguidos personajes. Pues tú sigues obsesionada con ese desenlace, podemos llamarle así, del que yo, la verdad, empiezo ya a olvidarme. O más bien desearía que así fuese. ¿No será que me arrepiento, aunque no me lo confiese, de habernos metido en esta danza? Aunque por otro lado, quiero decir… en fin, yo me entiendo. Considero sin embargo indispensable, y en este lugar situada, una aclaración digamos teórica, que hago al mismo tiempo para los dos, pues nos es necesaria tanto al uno como al otro. Fíjate, Ariadna, que eso que vamos quizá a presenciar, la invención del Corso, es el acontecimiento histórico más importante de su tiempo y uno de los capitales de la historia contemporánea, de magnitud equivalente a las de la muerte de Robespierre, la publicación de Das Kapital, la aparición en París de Cleo de Merode o el pánico causado por el cometa Halley. Tú, perita en historias y en interpretaciones, heredera de tantas filosofías, sabes que esa clase de sucesos jamás se manifiesta al modo inesperado y gratuito de una peste o de una erupción volcánica, sino que más bien resulta de unas fuerzas o de unos hechos que a los contemporáneos pueden pasar inadvertidos, pero no al historiador que contempla desde el pasado y con la debida perspectiva. La historia, tú lo sabes, se parece a un buen drama francés en ser un sistema de rigores. Y, ahora, yo me pregunto: ¿dónde están esos eventos previos que conducen necesariamente a la invención de Bonaparte? Te doy mi palabra de honor de que llevo escrutada la realidad de La Gorgona y, sobre todo, sus relaciones con Europa, Francia a un lado, al otro Inglaterra y el Imperio: pues, nada. Los generales de la República, el pueblo en armas, invaden, pelean, triunfan, saquean. Los cónsules se divierten de lo lindo, roban lo que pueden y pronuncian discursos de irreprochable retórica en los que no cree nadie. Pero nadie suspira por Napoleón, nadie piensa que la República desemboque en un poder personal, menos aún se espera o se desea que la nación, la France, se identifique con un emperador, pues para eso ya tenía un rey hereditario y absoluto al que no fue exactamente indispensable degollar. En resumen, se va a inventar a Napoleón gratuitamente. Por cierto que… ¡te va a coger de sorpresa! El señor cónsul de Inglaterra, ése de las orgías y la carta acerca de los dioses, tiene un criado corso llamado Napollione. Ya ves tú… Es un ragazzo alto y un poco desgarbado, de una potencia sexual incalculable, como que míster Algernon Smith lo tiene a su servicio para que le pruebe las mujeres, y días hay de cuatro o cinco.