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Pues me puse a leer un libro de los últimos llegados, había quedado en el montón, y es de los que pedí a Nueva York esos días atrás cuando nuestro interés se volcaba en Ronald Sidney. No sé quién me habló de él como cosa reciente, de grandes novedades. No hallé nada de esto, sino repetición de lo sabido, salvo un apéndice de citas, de la que escojo una, salida de ese baúl sin fondo de Fernando Pessoa y firmada por Alberto Caeiro. Te advierto que, al traducirla, me tomo algunas libertades, no de significación, pues va al pie de la letra, sino en la elección de las palabras, que dudé mucho rato cuáles hubieran sido agradables al Guardador de Rebaños. Pues ahí va el texto: «Es muy difícil encontrar en la historia entera de la poesía quién dé muestras de mayores inquietudes, de incomodidades más patentes para permanecer en la realidad, que sir Ronald Sidney. Causa en seguida la impresión de que el ser de las cosas engendra desasosiego, le hace infeliz o le zambulle en un mundo incomprensible, y quiere sustituirlo inmediatamente por otro de su invención, de la metáfora hacia arriba y siempre hasta más allá de la alegoría y de la hipérbole. Es evidente que un velero embotellado, y un polvo bien echado han sido siempre eso, y sólo eso: inevitable tautología de sí misma que es cada cosa, que es cada hombre, que somos tú y yo, Ricardo y Alberto. Pues en cuanto incidía en el mundo de Sidney cualquier realidad, velero o coito, con una mínima posibilidad poética, dejaba de ser lo que era e iniciaba una escalera de metamorfosis culminada con la complicidad de la palabra, la gran encubridora, y así el velero se trasmuda en el Destino de un adolescente al que estorban las trabas, y en el coito palpita nada menos que el cosmos íntegro. ¿No serían más bien las femorales de su amiga lo que de veras palpitaba junto al oído de sir Ronald? Él quizá lo admitiera, aunque añadiendo que ese palpito y el del cosmos en expansión son una y la misma cosa, a lo cual, ninguno de nosotros podríamos aducir una oposición dialéctica válida». Aunque el párrafo se alarga, y acaba por ascender y transformarse igual que un poema de Sidney, creo que con estas líneas basta. Es muy posible que saque copia de la cita para que se la lleves a Claire: acaso le divierta conocer esa opinión, y comprobar, una vez más, hasta qué punto los pares coinciden y discrepan.

Pero el libro no dio más de sí. ¡La cita de Pessoa ha acabado por costarme siete dólares! Me quedaba por delante toda la tarde, y recurrí a las llamas, más o menos lo mismo que anteayer: el hojeo de la Historia, como quien pasa y repasa las ilustraciones de un libro interminable. Me detuve algún tiempo en unas imágenes que no sé si salieron de la lumbre o las puse allí yo mismo, sin buscarlo: el desfiladero entre unas grandes montañas enfrentadas, pared contra pared casi como un corredor de orografía gigantesca, altas y amenazantes por arriba; había quizá un río en lo más hondo, y, por la vereda frontera, caminaba una tropa de cosacos con largos caftanes grises, en las gargantas una canción viril y algo monótona que les precedió, que les acompañó y que dejó todavía en el aire enrojecido del crepúsculo algo de su eco cuando la tropa ya había pasado. ¿No te parece que esto ya pertenece a algún cuadro, o acaso a la portada de un disco con alguna ópera rusa o con canciones de coros militares? Era lo que intentaba recordar mientras seguía repasando llama por llama cuando, de pronto, algo detuvo mi intención y me obligó a fijarme en unas estampas nuevas que, por otra parte, nada tenían de extraordinarias, salvo, quizá, el aparecer en primer plano siendo de importancia relativa: no más que la silueta de un hombre y de una mujer, de noche, en una terraza. Se arrimaron a la baranda, él la enlazó por la cintura y ella se dejó atraer, le abrazó, le besó la primera, y así estuvieron, callados, aunque no quietos los labios y las lenguas, las manos ávidas en busca de su presa: próximos, apretados los cuerpos. Hasta que entró otra sombra sin toses que la precedieran, ángel guardián o cosa así: les gritó, y por la voz les reconocí: Agnesse, el hermoso Nicolás y la viuda Fulcanelli: «¡ Insensatos! ¡Amor con la complicidad del cielo! ¡A la hora de las Hermanas Siniestras! ¿Pretendéis que os descubran y os denuncien? ¡Pues son aquellos puntos negros que vuelan allá abajo! ¡Ellas son, no los cuervos! ¡Esconderos, ir a mi cuarto! ¡Allí hace ya muchos años que no entran!». Mirándose a los ojos, salieron Agnesse y Nicolás de la terraza, Marietta se santiguó, y las Hermanas Rabiosas pasaron raudas con ruido de faldas que el aire azota (según otras versiones, entre las muchas que puedo darte, con ruido de pedruscos escupidos de un volcán). Marietta las saludó con una mano y añadió un «¡Buenas noches!» gritado, casi cantado y, por supuesto, repetido. Las Hermanas Volantes se dirigieron hacia las claridades del castillo donde pegaba la luna con más fuerza, y allí quedaron, girando alrededor de la torre como si pretendieran ponerle una corona al pánico. Y yo las dejé allí, así, y presté atención a la pregunta que me salía de las zonas más exigentes y escrupulosas de mi razón, aquellas que, de haber prosperado, hubieran hecho de mí un matemático o tan solo quizá un ajedrecista pueblerino, con excursiones regionales y esperanzas de participar en un torneo nacionaclass="underline" ¿Por qué Agnesse y Nicolás? ¿Qué ha sucedido ocultamente, o qué acontecimientos he dejado pasar sin enterarme que justifiquen o que al menos expliquen este amor con el que nadie contaba? Porque, Ariadna, como recordarás, éstos eran los presupuestos: de una parte, Nicolás, poeta a sueldo de la Administración, con el compromiso que viene cumpliendo de publicar, en cada número (quincenal) de La Gaceta de la Isla, un fragmento al menos de cincuenta versos de su poema heroico Galvanoplastia, citado ya; amante de Flaviarosa o al menos en el desempeño de esa función durante algunas páginas. En cuanto a Agnesse, adorada por Ascanio en un silencio insinuante y, además, generoso (no hemos prestado la debida atención a los regalos que hace a Agnesse: el velerito en botella no fue más que uno de ellos), elaboraba, o, si lo prefieres, instituía un gran amor preñado de futuro y llamado a adquirir enorme importancia literaria, por no hablar de la inmortalidad, con materiales tan deleznables como el deseo, la esperanza, y unos poemas pacientemente descifrados de entre el montón de tachaduras, correcciones y lecturas ambiguas que lo dificultaban. La tengo vista, a Agnesse, debruzada sobre los textos, sacándoles una palabra tras otra, y, al final, cerrar los ojos y no sé si meditar o soñar. Me tienta ahora mismo una doble digresión, y no me la ahorro, Ariadna, porque, a fin de cuentas, ¿qué leyes rigen esta carta más que las mías? La primera se infiere de esa frase que vengo reiterando, hojear la Historia, y es que llego a sentirla como un ente folicular y apretado, una dalia, o así, pero esa imagen se complica si al hojear la Historia hojeo esa pantalla de fuego que se me ofrece, porque entonces lo foliáceo son las llamas mismas, suma de panes delicados de lumbre, que al juntarse dan forma y consistencia a algo sutil y tierno como la llama. Más larga es la segunda digresión, menos poética, más conforme con la Historia, aunque bastante desplazada ahora de lugar; pero, si no la cuento, a lo mejor, después, la olvido. Me la sugiere el recuerdo de Agnesse inclinada sobre los textos de los poemas como acabo de describírtela. Yo creo que ya entonces maquinaba sus cartas, ésas de las que nadie sabe más que nosotros la medida de su falsedad. Parece como si en determinado momento de su vida, la única misión de Agnesse sobre la tierra fuera la de escribir cartas a esta o aquella damas con el relato de sus intimidades, aunque siempre en relación con alguno de los poemas de sir Ronald: una mezcla de explicación y precisión histórica. La que se refiere al XXVII (cierra los ojos, Ariadna, y recuérdalo: su música se levanta en la memoria sólo al nombrarlo), se la escribió a una princesa austríaca con castillo en el Adriático y piso puesto en Venecia: la tengo a mano y me complace transcribirla: «Habíamos paseado tras la cena en una trattoria chiquita, como hacíamos siempre: le gustaban estos recorridos tranquilos y un poco al azar, en los que, como otras parejas de amantes, nos dejábamos ir por un canal abajo entre música y luna: en paz, pero siempre alertados a la sorpresa, como una noche en que sin proponérnoslo y casi en la alborada, nos encontramos ante la plaza vacía, salvo una orquestina inesperada que se acogía al muro de la catedral, y una docena de rezagados que la rodeaban. Tocaban a vuestro Bach, y la música, con la magia de la noche, las aguas y la luna, nos retuvo enmudecidos hasta que, con el alba, la orquesta cargó sus bártulos y se deshizo el auditorio. Recuerdo que en alguna de estas ocasiones culminó su elocuencia y me retuvo a su lado, arrobada, quieta, aunque reclinada en su pecho, sólo con el encanto de las historias que inventaba para mí, o el relato de su infancia en Escocia, niño descuidado en un castillo inmenso, que exploraba cada día, que en diez años no tuvo tiempo de conocer entero. En mi fantasía, lo cierto y lo ficticio de cuanto le escuché forma aún un conjunto luminoso y casi sonoro, que llevó siempre su nombre, que lo lleva: decir Ronald es siempre como decir ensueño, es como entrar en el país de las formas innumerables, de las imágenes imposibles y fascinadoras. Pues una de aquellas veces me dormí encima de su pecho, y él se dio cuenta, y en vez de despertarme, podía haberlo hecho con una melodía o con un susurro, continuó hablando, de modo que yo escuchaba el murmullo que me adormilaba más, pero no su meollo; y así pasamos no sé si por las rutas de costumbre, o si fue, aquella noche, otro el camino. Llegamos a mi casa, eso sí, y había que saltar de la góndola a las gradas. No nos movimos, claro: yo seguía dormida, y hubiera estado así hasta el día siguiente. Quizás el gondolero preguntase qué hacía; Ronald le respondió que había que esperar a que la

signorina despertase, y lo dijo con voz que me arrancó violentamente del más divino de los sueños. Me sentí avergonzada y humillada, me sentí irritada contra él por no haberme despertado antes o no haberme despertado después. Que hubiera seguido hablando mientras yo soñaba, lo tomé como una burla. No lo disimulé: vi cómo se disgustaba, hasta el punto de creer que, como consecuencia, tendría que volver a su casa: yo le había prometido que la pasaríamos juntos, aquella noche, como casi siempre… Habíamos quedado en velar hasta bien salido el sol nuestras armas de amor: no me volví atrás, pero mi irritación no se calmó cuando me acariciaba, no sé si con sus manos más que con sus palabras, o si eran éstas las que lamían mi piel como lenguas candentes. El caso fue que mi cuerpo le negó la respuesta; como él dijo después (y fue el primero en decirlo: hoy lo repiten todos), las cuerdas de la guitarra no quisieron sonar, y él lo comprendió en seguida, con evidente espanto. Me pareció que envejecía su mirada, conforme se iba retirando, pero aún así, no fui capaz de conmoverme. Al día siguiente, al encontrarnos, había escrito ya el poema. Lo cual, como verás, no es nada extraño sino más bien pueril y pobre: a sir Ronald le hubiera bastado con darle a Agnesse un par de azotes y mandarla castigada a un rincón de la cama, y, hasta que llegara el mediodía, había tiempo de sobra para que la signorina irritada se calmase y propusiese un armisticio. Debo decirte, Ariadna, que éste y otros relatos de Agnesse no me convencen ni aun como ficción. Lo acontecido alguna vez, ignoro cuándo, entre sir Ronald y Agnesse tuvo que ser más profundo, también más doloroso, para que le dedicase uno de los mejores poemas salidos de su corazón. De modo que te ahorro la descripción que hace Agnesse de aquel otro momento, más de una hora en sus distintas fases, según ella, que culminó en el famoso orgasmo metafísico, ése que en las cátedras y en los seminarios de poesía inglesa se llama ya "el orgasmo de Sidney" lo mismo que pudieran decir "el síndrome de Sidney", base de tantos chistes eruditos o filológicos, comidilla de rectos y de envidiosos, que acaso sean los mismos».