VI
1. – ¿Recuerdas que estaba hablando en el pasillo con el profesor Clark Martin cuando pasaste tú y dijiste: «¡No me esperes a comer, pero vendré a buscarte!»? Y te fuiste corriendo con esa chica morena que habla tan bien francés y de la que has dicho que la van a becar el próximo verano. Pues Clark te contempló, mientras corrías, con una sonrisa escueta colgada del bigote: no supe interpretarla de momento, pero la comprendí en cuanto dijo: «Pronto tendrán que dar una fiestecita juntos». «¿Una fiesta? ¿De cumpleaños, quizá? El mío ya ha pasado. En cuanto al de ella…» E intenté hacerle saber, con un guiño, que ignoro el día exacto en que naciste. Pero él, después de descolgar la sonrisa, me aclaró: «No se trata de cumpleaños, entiéndame, sino de dar un estado oficial a lo de ustedes». «¿Un estado oficial?», le dije, realmente sorprendido. Y a lo mejor me notó que no contaba con aquello: me echó la mano por los hombros: «Entiéndame. Aquí nadie se mete en si dos que viven juntos han pasado por la iglesia o por la casa de un juez, o si lo hacen tras haberse probado y comprobado, o, si el juez que les ampara es su propia voluntad. Lo único que les pedimos es que nos dejen entender, de manera visible y, sobre todo, social, que viven juntos. Y, para eso, basta un party un día cualquiera, de ocho a diez como todos los parties». Sentí la tentación de decirle que sí, que lo haríamos pronto: una tentación estúpida, sabiendo que al día siguiente (es decir, hoy mismo, el día en que esto escribo) marcharías a pasar el Thanksgiving con Claire. Por eso lo que hice fue desengañar a Clark, que se quedó algo perplejo. «Mire, querido Martin: indudablemente, la señorita Ariadna y yo llevamos viviendo juntos unas cuantas semanas, en esa casa tan linda que nos alquila la Universidad a los scholars en la Isla de los Jacintos Cortados, ya sabe a qué me refiero. Pero le puedo asegurar que ella duerme en su cama y yo en la mía, y que no hay trasvases nocturnos, ni cosa semejante.» Clark abrió entonces los ojos como expresión, impropia de un inglés, de su sorpresa. «Pero, en tal caso, ¿a qué viene…?» «Querido Martin, ya sé que son ustedes propicios a respetar la libertad ajena. Pues bien, si intentan respetar la de dos que se acuestan, háganlo también con dos que no lo hacen, aunque les cueste trabajo entenderlo.» «¡Ya lo creo que me lo costará! Usted no es un extravagante sexual, o, al menos, no lo dice su fama.» «Pues quizá por eso mismo pueda vivir en amistad con una compañera que es sólo amiga, aunque no para siempre, por supuesto, eso se lo aseguro, sino sólo lo que dure el alquiler.» Martin volvió a sonreír, aunque de otra manera, una sonrisa más declarada, de esas que se comprenden sólo con ver. «Pues si es así… No seré yo quien me meta, y, desde luego, no hay razón para el party.» Seguimos hablando, después, aunque no de lo mismo, hasta que por un extremo del corredor pasó la decana Ramsay, toda estirada y encopetada, nada informal, como sabes, y Clark le chistó y se fue con ella. No sé por qué me pareció entonces entender que había venido comisionado por el comité de las cotorras para que, de la manera más discreta posible, pero también más enérgica, nos enterase de que, de un modo o de otro, dos personas que se quieren no pueden vivir juntas si la sociedad no lo autoriza, al menos ya pasado un tiempo prudencial, el de prueba. Y no necesito explicarte que, ni antes del piscolabis, ni después, me fue posible trabajar, ni siquiera recordarte, pues toda imagen y toda idea habituales habían sido desplazadas por un tumulto de meditaciones inconexas acerca de algo que jamás me había preocupado más de quince minutos, la libertad del pueblo americano, o, al menos, la de esa parte del pueblo que vive alrededor de los «campuses» (ahí tienes un latinismo sajonizado) y que reclama para sí el estatuto libérrimo del universitario. Pues no hay tal libertad, Ariadna: si queremos dormir juntos, tiene que autorizarlo la doctora Ramsay. ¿Imaginas con qué amabilidad nos llevaría, después, a cenar a su casa? (Por cierto, me han dicho que se ha traído de España unas espléndidas imágenes barrocas, desecho de algún altar desmochado. Me gustaría verlas y, sobre todo, que no las tuviera ella. Lo cual no debes entender como invitación al hurto, aunque, ¿por qué no?)
Marchamos atardecido, Ariadna, uno detrás del otro, tú delante. Te perdí en dos semáforos seguidos, te recobré y, una vez en el bosque, perseguí las luces rojas de tu coche. Fue una de esas raras ocasiones nocturnas en que, yendo contigo, el cosmos permaneció invariable, o acaso que mi fantasía no modificó las sombras: seguramente se debió a que tenía que atender al volante. Llovía un poco, agua menuda, sin fuerza. Me hubiera gustado hallar un símbolo en las ramas del limpiaparabrisas, esas patas de mosca tan monótonas, tan escasamente significativas, pero no se me ocurrió nada medianamente estimable: estaba quieto mi caletre, quizá momentáneamente seco. Al entrar en nuestra vereda, sentí el crujir de las ramas desgajadas, de las hojas muertas. Abocamos el lago, el embarcadero, nuestra cabaña. Lucía la lámpara del pórtico y el barquichuelo se meneaba un poco. ¿Quieres creer que todo lo percibí en lo que es y cómo es, y que lo hallé empobrecido? ¡Querida Ariadna, la realidad sin tropos resulta francamente insuficiente! Anoche, en aquel momento de la llegada, me sentí incapaz de rescatarla ni aun con la palabra, el único rescate ya posible.
En la travesía (¡qué voz tan ancha para distancia tan corta!) me preguntaste por las cosas del día y, sin que te las hubiera contado, me hablaste de las tuyas. La alegría te salía a los ojos, y creí ver una emoción de esperanza en el modo que tuviste de remar, más seguro que el mío, mejor acompasado. Y no dejaste de hablar ya dentro, desde tu cuarto en tanto te cambiabas, desde el fogón mientras hacías la cena. Yo te escuché y encendí la chimenea, con un cuidado especiaclass="underline" nunca como entonces experimenté la sensación, casi la convicción, de que estaba preparando un escenario. Llegué a disponer los troncos en ángulo ordenado como si se tratase de un decorado, acaso de los antiguos, no de estos de ahora, tan abstractos, y llegué a ver, como en telones y forillos de brocha gorda, la Isla de La Gorgona y los rincones más conocidos y transitados de nuestra fantasía: un mar y un cielo más azules que nunca, demasiado azules, las casas encaladas, algunas paredes ocre y las ventanas verdes. Si no recuerdo mal, crecía incluso un ciprés que no pasó de añadido imaginario, porque en la ciudad de La Gorgona, como recordarás, nunca crecieron cipreses ni aun en el patio del monasterio, por falta de esa mínima tierra que un ciprés necesita. Pero todo el tinglado se disolvió en el aire al alzarse las llamas, y se expandió el olor al arce, tan agradable. Viniste con la sopera en la mano, y me dijiste que habías huroneado en la despensa, y que, aunque quedaban víveres bastantes, a lo mejor me resultaban las comidas monótonas, de modo que tal vez conviniera que alguno de estos tres días me fuese por los caminos en busca de un restaurante al azar o bien a tiro fijo, y enumeraste algunos de los varios en que hemos comido bien, aunque yo no pueda precisar ahora si el buen recuerdo que guardo de ellos se debe a unas viandas bien guisadas o a que estabas conmigo. ¡Hallé tan lógica tu advertencia, te encontré tan real, tan verdadera y, al mismo tiempo, tan generosa! Porque, ¿qué otra cosa que una enorme bondad permite, cuando se vive en la esperanza del amor, pensar en las necesidades mínimas de otro, que no es precisamente el otro? Después me preguntaste si ya sabía lo que íbamos a hacer al acabar la cena, y te dije que sí. «Por vez primera, no contemplé la Historia, sino que la escuché. No es música, te lo aseguro, pero no le presté gran atención, porque buscaba sólo una palabra, que se me reiteró, eso sí, que incluso me llegó con refuerzo de timbales y de cañones, pero lo que me interesaba no era su orquestación, sino su balbuceo, y, más o menos, tengo acotados ya el lugar y la fecha. A lo mejor me equivoco, de eso no se está libre nunca; pero, no sé por qué, confío en haber acertado. En todo caso, no creo que te aburras.» Alargaste la mano y cogiste la mía. «Esta noche no busco la diversión, lo sabes.» «Ya sé. Buscas un regalo que llevarle, mañana, a Claire.» Bajaste la cabeza, ruborizada. Y yo pensé, y estuve a punto de exclamar: «¡Qué más regalo que tú!».
Mira, Ariadna; lo extraordinario no fue todo lo acontecido a nuestra vista, sino lo que pasó dentro de mí y sin testigos. ¿Será posible que no hayas advertido hasta qué punto sufría y hasta qué punto sosegué y actué a tu lado de mero narrador de un teatrillo de marionetas? Pero, ¿no fue justamente eso lo que intentaba? Varias veces observé que apartabas de las llamas la mirada y contemplabas no sé si el movimiento de mis manos o la quietud de mi perfil, y llegué a imaginar que buscabas un signo de pesar para compadecerme, o acaso lo que hallaste, el disimulo, para admirarme. Mas te aseguro que ninguno de esos sentimientos me hace feliz, aunque tampoco la indiferencia me hubiera satisfecho.
Pelabas una manzana opulenta y roja, y la monda, hecha una cinta, caía en catarata sobre el plato. Me escuchabas lo mismo que un niño un cuento. Y en el mismo momento me pregunté y no antes… (¿por qué entonces? ¿porque pelabas una manzana con naturalidad? Pero, ¿es que existe relación entre pelar una manzana y creer un cuento como lo creen los niños? Porque me pregunté precisamente por el grado de fe que pudieras prestar a mi relato de La Gorgona y sus sucesos; si por alguna razón pensabas que hubiera en él algo de cierto, o que sencillamente habías entrado en el juego como los niños, que creen en la verdad de lo que saben que es mentira. Había otras explicaciones, claro: que hubieras hallado en la historia un entretenimiento que te ayudase a soportar tardes y noches largas como las de la cabaña, largas unas y otras sin amor, o que te hubiera enternecido mi voluntad de ofrecerte una historia paralela a la de Claire y, precisamente, complementaria, algo de lo que pudiera inferirse una conclusión como ésta: «Ya ves. La fantasía puede llegar donde la ciencia no llega». Ya ves la clase de competencia de que somos capaces los intelectuales: no más guapo que él, no más viril, sino sencillamente con más labia).
2. – Te llevé con la palabra más liviana, con la voz más reposada, a aquella quinta que poseyó el señor cónsul de Inglaterra en el extremo llano del monte Cos, que no lo es en el sentido tectónico, cimas y valles, sino sólo porque, fuera de lo que encierra el muro de la finca, no hay más que esa maleza rala que se agarra para aguantar a las mismas arenas que trae el viento terral cuando sopla hacia el desierto. Muy cerca quedaba ya el Arrabal, y la finca de Algernon cae dentro de su demarcación. Pues bien pudiste verla, porque no había nadie en el jardín, que era enteramente artificial, macetas y macetas, y un arriate de pitas todo a lo largo del muro, que lo cierra por todas partes y le da un aire recoleto, que sugeriría la memoria de un convento si las varias estatuas antiguas, desnudas y las más obscenas, no lo estorbasen. Estaban puestas de modo que destacase el mármol, en templetes, bajo arcadas, si no era la de una mujer que no hay por qué tener por Venus, que, encaramada a un plinto, resaltaba contra el cielo. Tenía debajo una alberca, y también se miraba en ella, y se repetía, claro, para quien alcanzase el punto de mira conveniente. Las flores eran todas las del mediodía, de fuerte aroma: nardos, rosas, azucenas, claveles y alhelíes, que traían el aire transido, y es de suponer que la tierra de los tiestos la habría acarreado el señor de algún lugar del continente, y que la renovaría al menos cada dos años, digo. El suelo, de ladrillo rojo puesto de canto, con algunos espacios previstos para hierbas que no habían crecido. Los restos de cerámica antigua los habían colocado a lo largo de los muros, con orden a la vez decorativo y didascálico, etapas de un camino que el propietario recorrería con el amigo visitante, al que iría mostrando grandes fragmentos o piezas reconstruidas, y explicando los temas mitológicos, militares o fuertemente eróticos. ¿Recuerdas, un par de horas después, cómo reían las damas, respaldadas, defendidas y garantizadas por casi tres mil años de subsuelo? También tú las recorriste y examinaste, aunque como ya iniciada, algo semejante a esto lo tengo visto en Filadelfia, algo así lo tengo visto en París; y te ruborizaste ante algunas escenas, y llegaste a decir que creías que aquellas prácticas eran de invención moderna. «¡En tal materia, Ariadna, no hemos inventado nada, ni queda ya qué inventar! Fíjate tú, los griegos del siglo VII eran ya duchos!» Y más te dije al respecto, ya no recuerdo qué, acaso una referencia rápida a la contribución indochina al erotismo universal. Pero fue el caso que tú te divertiste con aquellos cacharros, en cuyas panzas artistas de tu raza habían tomado nota de lo visto alrededor. Me hubiera gustado saber si el bujarroncete aquél, que vendió a Ascanio el barquito en botella, te acuerdas, había estado alguna vez en el jardín del cónsul, con intención quizá de cotejar colecciones. Pero, recuerda, ya no quedaba tiempo para esas curiosidades. En seguida llegaron criados y empezaron a componer una mesa debajo de un cenador; la cubrieron de manteles de lino irlandés, loza de Francia y cristales de Venecia. La plata probablemente la había traído de su tierra el anfitrión, y al mismo tiempo que polimorfa era alusiva a objetos y prácticas sexuales variadas, muestras de la fantasía anglosajona, con algo de adornos rúnicos en la composición del conjunto y, por supuesto, de los detalles. En un momento de la conversación, algo más tarde, explicó Smith que un artífice la había hecho de encargo, aquella cubertería, para la emperatriz Catalina de Rusia, pero que se quedó con ella por muerte de la destinataria, y que después de haber pasado por un par de ilustres manos, había llegado en secreto a las del dueño actual. Las damas investigaron los rincones grabados; descubrieron entre los lazos los sexos de un bando y otro, aislados o en su sólida combinación, pero también inesperados ayuntamientos, si no tan variados como los de las cerámicas, algo más refinados, y con visible intención obscena, como procedentes que eran de ámbitos puritanos. Las damas rieron. Tú protestaste de las risas: me permito recordarte que, antes que ellas, habías examinado con verdadera curiosidad cuchillos y tenedores, y que el envés de las cucharas te levantara el rubor, pero sin pasar de ahí. Ariadna, ¡lo ignoras todo!;Y piensas, con tu escaso saber, reintegrar a Claire a la virilidad?