El primer coche llegó hacia las seis: traía dentro al vizconde de Chateaubriand y a la señora que le amaba por aquellas calendas: debió de ser de las hurtadas a la Historia, incluso a la Pequeña, porque él la presentó a todo el mundo como Marie, sin ningún aditamento, aunque en seguida sospechamos todos que bien pudiera añadírsele título o apellido rimbombante, quizá de Casa Real, por lo que de distinguida tenía, por el modo de vestir y de portarse, por el desdén nada disimulado que mostraba ante los componentes visibles, ya menudos, ya inmensos, de la realidad. A la vista de esta pareja empezaste a inquietarte y llegaste a decirme que si no era apartarse de nuestro tema, eso de prestarles atención pormenorizada, y que si no valía más prescindir de tal gente e ir al grano: te expliqué que estábamos allí más por intuición que por certeza, aunque a la intuición la hubiesen ayudado ciertos barruntos; que no solamente aquel criado gigantón que iba y venía dirigiendo se llamaba Napollione, sino que la versión francesa de tal nombre, Napoleón, se había pronunciado aquella tarde allí, y que nosotros la oiríamos al repetirse la escena, que había que tener paciencia y esperanza y que, si algo nos defraudaba, con cambiar de escenario, listo. Y sin pausa ni trámite intermedio empecé a comentarte algo del peinado de Marie, que traía lo último de la emigración como protesta contra lo último de París, pues no faltaba más que aquellos burgueses del Directorio fuesen a imponer la moda al mundo y a los leales: le caían sortijas en la frente y traía la nuca desnuda. Hablaba poco, Marie, seguramente en beneficio del vizconde, que lo hacía por tres, en un inglés de fuerte acento bretón, pero de construcción excelente (dijiste tú), que le sirvió para explicar al anfitrión que aquellos pocos días de estancia en La Gorgona eran etapa de su viaje a Tierra Santa, del que esperaba sacar extraordinarios beneficios en el orden espiritual y en el de la literatura, como que proyectaba uno de los más grandes libros cristianos del siglo, y que aquella demora en el lugar obedecía a razones sentimentales, a cuya mención Marie suspiró e inclinó la cabeza para mirar a un lagartito que corría a sus pies: operación que llevó a cabo con íntima serenidad y sin ninguna manifestación externa de terror. El lagartito continuó su camino, que fue a esconderse un momento tras el pedestal de un fauno descabezado, aunque no descapullado, y aparecer después por encima del hombro, como curioso del mundo en que se hallaba y de sus ocupantes, aunque quizá no fuese así. Chateaubriand explicó al anfitrión algo de la última moda intelectual llegada de Alemania. Y quizá haya sido entonces cuando se alzó el vuelo de las palomas, una bandada nutrida, no sé si cien o doscientas, que se escondía en alguna parte, a lo mejor detrás de la muralla, y que hizo gran ruido de alas asustadas. Quizá haya sido entonces o acaso algo más tarde, no lo sé bien, no lo recuerdo, sino sólo el rumor y el espectáculo blanco, pero también puede haber sido un sueño. Las cosas son así.
Vino después un batel de Su Majestad Británica, con marineros muy puestos, silbato en la boca y remos al aire, y en la bancada empavesada de azul con vivos blancos, los personajes de aquel drama de amor que conmovía a Inglaterra: él, la manga vacía al viento, vacío asimismo el ojo, miraba hacia la proa y la retenía a ella, tierna y estúpida, con el brazo siniestro ceñido a la cintura: el almirante victorioso y la dama pecadora, pues Nelson, ni más ni menos, y lady Hamilton. Habían avisado de la llegada con los pitos; el anfitrión corrió a una puerta que abría a un muellecico, le siguieron criados, y el vizconde y Marie, con parsimonia, esperaron a ver quiénes llegaban, sin moverse. Te empeñaste en interpretar como señal del romanticismo céltico la alborotada cabellera del vizconde, hecha para agitarse al viento, y la figura compuesta de Marie como espécimen gracioso del clasicismo decadente. ¡Ay, Ariadna, mis dotes de creador de alegorías son verdaderamente escasas, y lo único que logré entonces ver fue una princesa rubia de buena talla que se inclinaba un poco hacia un vizconde bajo! Te diré, sin embargo, porque importa saberlo, aunque hayas preferido pasar por alto algunos acontecimientos, que lo mismo el almirante que Chateaubriand y Metternich paraban con sus coimas ilustres y bellísimas en el único hotel de La Gorgona, no por único malo, sino excelente, y que allí, en tres días que llevaban, al cobijo de las murallas y con salida a ellas, una fantasía de volúmenes blancos y cactus, se habían hecho amigos, incluidas las mujeres, quizá porque no hablaban una lengua común y se entendieran por señas. Tu sobriedad nos privó de horas quizá inmortales de política y de amor, quién sabe, y de la ocasión propicia de ver sin distancia a aquellos personajes acerca de cuyos caracteres quedan ciertas dudas a los biógrafos, pues aunque son más o menos conocidas sus ideologías y bastantes de sus hechos, se ignora todo acerca de sus hábitos eróticos, y tú sabes, Ariadna, que nada define tanto a una persona como sus preferencias ante el cuerpo de otro. Tratándose de tres reaccionarios, alguno de ellos la propia Reacción, será cosa de imaginarlos practicantes de lo usual durante el siglo XVIII, que en ese aspecto fue bastante rico en fantasía y combinaciones, contra lo que pudiera esperarse de la disciplina neoclásica que lo había dominado. Bien sabes que mis aficiones personales se inclinan escasamente hacia la pornografía, pero, ¿quién se negaría a contemplar en la cama a la condesa de Lieven? Deduce que desconocimos a los personajes, pero no que se desconocieran ellos, y, ¿quién sabe?, a lo mejor, alguna de esas noches pasadas, y al encontrarse juntos en el jardín de la muralla, se habrán aproximado bastante a eso que solemos llamar cama redonda. De modo que no hubo sorpresa al ver llegar a la segunda pareja, esperada, lo mismo que las otras, como ellas anunciada. La tercera fue la del conde Metternich, también por tierra, coche cerrado, con su condesa, cisne de suave deslizamiento, que parecía bogar por un lago de aguas quietas. El cónsul de Inglaterra los fue acomodando en un rincón penumbroso, y los criados les servían bebidas frescas. Se inició entre las damas una conversación que, al parecer, consistía en el elogio de los trajes respectivos; ellos intercambiaron entretanto noticias de las últimas llegadas, todas alrededor de la República Francesa y sus conquistas, sin mesura e imprudentes: una provincia se tolera, caray, hoy por ti, mañana por mí; pero, ¡eso de conquistar en todas direcciones sin el menor comedimiento, ponía de manifiesto lo que puede esperarse del pueblo desatado cuando rompe los diques de la ambición! Metternich opinaba que la mala educación de los revolucionarios, la falta de principios, y, sobre todo, de modales, de aquellos advenedizos, explicaba el estallido del imperialismo popular, primer caso en la Historia: favorecido por la autorización a la violencia y al robo, amparados en los Grandes Principios. Pero a Chateaubriand lo que más le admiraba era la estrategia de la conquista de Italia, que, ejecutada por bandas de verdaderos descamisados, parecía concebida y dirigida por un gran general. Llegó la cuarta pareja que fue, para nuestra sorpresa, la de Agnesse y el bello Nicolás. Él parecía, como siempre, remedo de Algernon, aunque más joven y algo más frisado el frac, como quien exagera el principio del desgaste; ella había sacrificado lo francés a su veneciana lejanía, sobre todo en el peinado, y había dejado que el cabello, trenzado con algo muy brillante en que se escachizaba el sol, le cayese por la espalda: y fue la admiración de todos, que vinieron a tocárselo, ay qué lindo, ay qué suave, en francés, en inglés, y en lituano. Tú misma, Ariadna, estabas deslumbrada, y alguna vez, de reojo, miraste tus vaqueros, blancuzcos por las rodillas, y la comparación te avergonzó. La que llegó la última fue una invitada de elástica figura, sin caballero, y tapada con antifaz, si bien del resto de su cuerpo moreno no hiciese tanto misterio: se adornaba con una guirnalda de rosas frescas. El anfitrión, al presentarla, explicó que altas razones de Estado le impedían mostrar quién era, pero que él la asumía como anfitriona y que, por supuesto, salía garante de la belleza de su rostro, que se anunciaba inequívocamente seductor en las partes visibles, la barbilla fascinante, la boca enloquecedora y las orejas como caracolitos menudos de la mar. Que la identificase en seguida Nicolás no tuvo ningún mérito, pues había actuado de correveidile en los trámites de la invitación, y porque, además, aquel cuerpo lo conocía como si fuera el pavimento de su dormitorio; pero también la conoció Agnesse, por el aire, por algo de las posturas, y comentó a Nicolás en voz imperceptible la osadía de venir a aquella fiesta de la que Aldobrandini había denostado todas las horas de la mañana, y se había mordido los puños por no poder enviar contra ella a un escuadrón de policía, seguro como estaba de que la cena diplomática en honor del almirante acabaría en orgía de las que hacen clamar al cielo a las gentes de bien. Flaviarosa tenía pegada la hebra, en alemán, con Metternich y su pareja, y hablaban de la Segunda Coalición. En cuanto a Agnesse, como también sabía lenguas, pronto sirvió de trujamán entre las damas, y los piropos respectivos y recíprocos, las ingeniosas frivolidades, pasaron por sus labios, trasmudadas. Te acordarás, Ariadna, del grupo que formaban en el rincón aquel, que tenía de ocre el fondo, con azulejos y unas tanagras en la hornacina, dorada por el sol que iba a ponerse: pues el traje de Agnesse era como cosa de fuego y rubio, toda Venecia en él, y verde el de Flaviarosa, toda Toscana, con ornamentos de encaje negro, muy sutiles; Marie y la condesa iban de blanco: la una, tirando a perla, y la otra a pergamino, con un chal dorado; coincidían en el ceñidor, también de oro; lady Ha-milton se vestía de una túnica simple, azul suave, y no llevaba zapatos, sino sandalias helénicas con cintas rutilantes. Los caballeros venían de paisano, si no era el almirante, que vestía de eso, y le caía bien. ¡Lástima de sus mutilaciones, tan hermoso y tan rubio como era! Un cuarentón melancólico, la muerte más anunciada ya que presentida: un día cualquiera. Recordarás que lady Hamilton tomaba su refresco en vaso de Murano cuando sonó el estampido del cañón, y se le cayó al suelo el vaso, que se hizo trizas. Pidió perdón al cónsul con una sonrisa, pero todos miraban ya al castillo, que lo cogían de perfil, de modo que, aunque lejos, verían cómo salía a saludar el general, si bien se le escapase el efecto de la sombra cubriendo al pueblo, porque quedaban entre el horizonte y el castillo, con el sol a la popa. Había por allí un catalejo que cogió alguna dama y lo pasó luego a las otras. Nelson permaneció contemplando la figura lejana que saluda diaria a la ciudad y al mundo para que el pueblo pueda dormir tranquilo al saberse cuidado por el que no descansa. Después, el almirante abandonó el bicornio en un asiento, y comentó: «No logré que el general me recibiese. Con un pretexto u otro…». Le respondió la risa cortesana, aunque resolutiva, del cónsul. «¿Es que no sabe milord que el general está leproso?» «Una especie de leproso inmortal, ya me lo han dicho. Acaso el Gobierno de Su Majestad sepa mejor que yo a qué atenerse, pero, puesto que la escuadra republicana puede salir de Tolón un día cualquiera, me gustaría contar con alguien a quien hacer algunas confidencias.» Se escuchó algo velada la voz de Flaviarosa, en un inglés que parecía salir volando de un arpa por la parte de los graves: «Esos informes, milord, están un poco rancios. La escuadra republicana ya salió de Tolón, y parece dirigirse a Oriente». «¿Lo sabe por las palomas?», preguntó el almirante un poco irónico. «Lo sé por los pescadores, que son más de fiar.» Milord alzó el brazo y se rascó delicadamente las narices. «Si fuera cierto, tendría que abandonar ahora mismo esta reunión tan grata.» «Si milord considera que, de momento, sopla levante…» «También es cierto. ¡Oh!, la Dama Misteriosa sabe de vientos lo mismo que de política.» «Le hubiera dicho antes -continuó Flaviarosa- que nuestro general no es más inaccesible que el rey de los ingleses, a quien tengo entendido que es inútil visitar, porque allí manda el
premier.» «¡Quizá tenga razón, pero el rey de Inglaterra es, por lo menos, visible de más cerca, y, con frecuencia, audible. Tiene vida privada, e incluso aventuras sentimentales, y los ingleses sabemos quién es su sastre, y todo eso.» Volvió a escucharse la risa sapientísima del cónsuclass="underline" «No creo que nadie de los presentes, hecha excepción de nuestros invitados forasteros, claro está, ignore que el general Della Porta sería un bulo si no fuese un muñeco, y pido perdón a la Misteriosa Dama si acabo de descubrir un secreto de Estado». También rió Flaviarosa, más inteligentemente todavía: una risa que, además, creaba espacios. «Un secreto de Estado, sí, aunque sui generis. Si todo el mundo sabe que el general Della Porta es una ficción flagrante, todo el mundo está de acuerdo en que el secreto debe permanecer secreto, porque es un secreto útil y en él se fundamenta la seguridad de todos. El señor cónsul de Inglaterra puede, probablemente, corroborarlo.» El señor Algernon Smith había estado ayudando a Napollione en la preparación de bebidas nuevas, de modo que se aproximó al grupo con dos vasos en la mano. Era el momento en que la silueta del general, mera sombra contra un cielo turquesa, se retiraba. «Pues lo haré con mucho gusto, y llegaré a reconocer que, como ardid, no tiene igual. Incluso me atrevería a recomendarlo como sustitución del Parlamento, por lo menos en algunos países, no en Inglaterra, por supuesto, porque allá estamos bien abastecidos de fantasmas. Hemos pasado todos por el trance desagradable de la ejecución de Luis XVI. Si los reyes de Francia fueran ficticios, o no habría necesidad de ajusticiarlos o, en el caso de hacerlo, no nos causaría repugnancia.» «Pero hubieran movido igual a los ejércitos del orden contra ese pueblo regicida», intervino Metternich; «con el cuerpo de un hombre o como mera ilusión, un rey es siempre un rey». «Yo añadiría -terció Chateaubriand- que, en cierto modo, todos los reyes tienen algo de fantástico.» «Pero no fantasmal -opuso el señor Smith, ya libres de bebidas sus delicadas manos-; en cualquier caso, admiro a la persona que inventó al general Della Porta.» «Y yo le doy las gracias en su nombre», le respondió Flaviarosa. Nelson había seguido los movimientos del general hasta su desaparición en la pared ensombrecida. «Luego, ¿qué es? ¿Sólo un muñeco?» «Sobre la consistencia física de Su Excelencia, yo no puedo informarle -le dijo Flaviarosa-, pero sí le aseguro que es, por lo menos, un uniforme.» «Sí, eso ya lo he podido ver. Un uniforme, por otra parte, muy corriente.» «Como conviene a un general amado de sus tropas que comparte con ellas el frío y el calor.» «Eso, según. Las tropas aman también a los generales de uniformes deslumbrantes.» «El general Della Porta desdeña esos atuendos como apropiados para los segundones.» «Pero, en esta Isla, ¿hay ejército?» «No, almirante. No hay más que seis soldados decorativos, y hasta un par de docenas de mandos intermedios. A esos me refería.» Napollione anunció que la mesa estaba servida, y se inició la ceremonia de dar el brazo a las damas y conducirlas a sus asientos. En la mesa abundaban las fuentes más espectaculares, desde los emplumados faisanes a las langostas en gelatina, y, en cuanto a vinos, los había de todos los colores, de todas las temperaturas y de bastantes nacionalidades, a causa, seguramente, de que la posición de La Gorgona en las rutas comerciales favorecía la importación de caldos apreciados. Incluso en un rincón estaba prevista la garrafa de Porto para cuando quedasen solos los caballeros. Se iniciaron entonces diálogos parciales, y a Nicolás le costó trabajo arrancar una sola palabra a lady Hamilton: el almirante, en cambio, halló en Agnesse una buena conversadora más informada de lo que pudiera esperarse de una muchacha con tan hermosa cabellera: singularmente enterada de los asuntos de Estado en todo lo concerniente a construcciones navales. Pudo charlar con ella, mientras duró el consomé, de tiempos y de calidades, como si se tratara de un capataz del astillero, y en un momento de imprevista debilidad, admitió Nelson, complacido, que su inspección de los barcos a punto de botarse había sido satisfactoria, y Agnesse pensó que era una lástima que su asistencia a aquella cena fuese de tapadillo, pues, en caso contrario, le habría sido posible informar a Aldobrandini acerca de la opinión del almirante, y el ministro hubiera probablemente reconocido sus dotes de agente más o menos secreto. Y no pensó esto por deseo que hubiera de servir a su jefe, sino más bien de crecer en su estimación profesional. Se consoló, no obstante, al preguntar a su interlocutor por la ocasión gloriosa en que le habían arrebatado el brazo, y si era la misma en que había perdido el ojo. Lord Nelson le respondió con la acostumbrada sobriedad británica, y, por ser británico del todo, incluyó un chiste en el relato (chiste que, por desgracia, no ha pasado a la historia, a causa del olvido inmediato en que incurrió Agnesse).