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Me dijiste, Ariadna, que, hasta aquel mismo momento, nada limpio y rigurosamente nuevo había salido de la cena, pues, si bien habíamos corroborado que el general Della Porta era una ficción, no parecía que de la reunión fueran a resultar consecuencias extraordinarias en el orden de lo político y de lo militar, aunque sí de lo galante, a juzgar por el cariz que iban tomando las cosas, y. sobre todo, por el trabajo a que las manos se dedicaban. «Por lo pronto -me dijiste-, conviene no perder el sentido de la historia y de sus estilos y solemnidades. Nos hallamos delante de unos personajes cuya importancia depende sobre todo del modo que tengamos de entender la situación, y que sólo alcanzan un relieve superior al mediano si ese modo es el personal y el anecdótico. Porque es evidente que, con Nelson y sin Nelson. el capitalismo inglés hubiera vencido a la Revolución Francesa, o, si lo prefieres, un pueblo liberal y marítimo a uno continental y autoritario, lo que convierte a Nelson en instrumento de ciertas entidades algo abstractas, aunque no por eso menos reales, que son las que de verdad mueven la Historia. Esto, al menos, te diría mi maestro, el doctor Wagner, de estar aquí presente, si bien estoy segura de que la anécdota le hubiera complacido también, ya que Wagner es bastante rijoso y amigo de tocarle los muslos a las alumnas. Están presentes dos caballeros de los que ya nadie se acuerda (en el caso de que hayan existido), y cuatro damas que, con cierta benevolencia y a pesar de sus nombres ilustres, podemos tratar de putas. ¿Tú piensas que de una gente así puede salir una figura tan trágica y significativa como la de Napoleón?». Pero yo me limité a darte un ligero codazo y a indicarte, con un gesto, el grupo que componían, en un ángulo, con el cónsul y con Flaviarosa enmascarada, Metternich, Chateaubriand y la condesa de Lieven. Marie se había agregado a la pareja del almirante y Agnesse, y el bello Nicolás se mantenía en su intento de obtener de lady Hamilton algo que no fueran gruñidos más o menos expresivos. En cuanto al aire, algo había acontecido, sí: como si aquellos ámbitos, de pronto, se hubieran ensanchado, y el cielo profundizase más arriba; pero no hay que alarmarse: seguramente se trataba de alteraciones en la percepción causadas por el vino. Decía en aquel momento Metternich: «La dificultad es que no sabemos contra quién peleamos. ¿Qué es la nación? ¿Qué quiere decir el pueblo en armas? Estamos acostumbrados a que la historia la conduzcan ciertas cabezas visibles, sea Cromwell, sea Federico II, pero la Francia de hoy, o permanece acéfala (y no quiero aludir a un episodio triste para todos), o su multicefalia proclamada es absolutamente incalculable. ¿A quién declarar la guerra? ¿Con quién firmar las paces? Si lo hacemos con Moreau, Hoche no se siente obligado, y ese desconocido que preside ahora el Directorio, o que al menos lo presidió hasta ayer, no llega ni a enterarse. Tenemos los mejores generales de Europa para oponer a una entidad amorfa cuyo nombre no figura en nuestro vocabulario y cuya efigie no podría trazar el dibujante más imaginativo del mundo». «Por eso -le respondió Chateaubriand- estamos procurando, de algún modo, la Restauración. Necesitamos un rey que simbolice a Francia.» «¿Y por qué no un rey fantasma? -intervino el cónsul-; daría el mismo resultado.» «Un rey fantasma no puede subsistir si no aparece incluido en una dinastía de prolongado abolengo, y eso es lo único que tenemos. La República puede destruir los retratos de los reyes y aventar sus cenizas, pero no su recuerdo.» «Conviene considerar -insistió el cónsul- que las dinastías han tenido un comienzo y que la de los Borbones no está sola en el mundo. Inglaterra, sin ir más lejos, cuenta con cuatro o cinco.» «¿Insinúa que excluyamos de Francia a la línea legítima? Es consustancial con ella.» «Los Borbones con ella, sí, pero ella con los Borbones, quizá no. El país se consustancializa con el que mande, o al menos eso dicen los que mandan.» «Aun en ese caso -opinó Metternich- carecemos de la persona adecuada. No podría ser un Orleans, Borbón al fin y al cabo, ni tampoco…» El cónsul había cuchicheado un instante con Flaviarosa: ella adelantó el busto y levantó la mano, florecida esta vez de un racimo de uvas. «El cónsul de Inglaterra acaba de tener una idea que me parece estupenda, una idea de cuya utilidad puedo dar testimonio.» El cónsul le pisó, entonces, las palabras: «Si no disponen de esa persona, invéntenla». «¿En el sentido etimológico de descubrir, o en el más popular de sacar algo de la nada?» «En este último, precisamente, pero, entiéndame bien: sacar de la nada algo que siga siendo nada al mismo tiempo que lo es todo.» Hubo un silencio, el ámbito se redujo al tamaño aproximado de una alcoba, y llegó a los oídos de todos un fragmento de la copla veneciana que estaba cantando Agnesse. Habían encendido ya las velas y las antorchas, pero Agnesse quedaba en segundo término de las luces movedizas, y la canción temblaba con las llamas. Probablemente a causa de este incidente musical, nadie rió ante la aclaración del cónsul, o a nadie preocupó demasiado, pero no fue olvidada. Te miré: te temblaban las manos y te oí decir: «¡Esta imbécil…! ¡Ocurrírsele cantar ahora!». Sucede, querida Ariadna, creo habértelo dicho alguna vez, que la Realidad no obedece en su curso imprevisible y, sobre todo, incontrolable, a las leyes del drama, menos aún a las propuestas por la filosofía de la historia, que quizá coincidan con aquéllas, o difieran. La canción de Agnesse interrumpió el desarrollo normal de una escena principalmente frivola cuyas consecuencias, a lo mejor, se perderían en el camino que va de lo posible a lo real, camino, ¡ay!, sembrado de naufragios y otras muertes. Agnesse tuvo que cantar otra canción, con voz más elevada, y únicamente después de haberla terminado se le ocurrió al cónsul decir al almirante, de modo que lo oyeran todos: «He invitado a estos caballeros a que inventemos para Francia un emperador o un caudillo». Nelson, con aquella voz aséptica de inglés bien educado que tenía, pero que jamás usó con lady Hamilton, al menos en privado, le respondió: «¿Un emperador? ¿Es que no les bastará con un sargento?». El vizconde de Chateaubriand pegó un salto en la silla «Excelencia -le dijo-, la historia de Francia exige la más alta jerarquía para sus protagonistas.» «¿Se refiere usted a Marat?», le preguntó el almirante. «No; me refiero a Guillermo, el de Hastings», le respondió Chateaubriand, y se quedó a medio sentar, galleando. Pero el marino no se mostró sensible al trompetazo del kikirikí. «¡Ah, señor vizconde, no es inoportuna referencia! Entonces fue mala suerte que el rey Haroldo no pudiera disponer de la Home Fleet a causa de no haberla todavía inventado y, sobre todo, por no tener a mano al almirante Collingwood, el cual probablemente no había aún nacido. Le aseguro que este hombre, con sólo treinta barcos medianos, se basta para defender el canal y, si me apuro, la costa entera.» «No obstante lo cual, señor almirante, Guillermo, el de Hastings, seguirá preparando invasiones, durante al menos unos siglos. Después, no se puede saber.» «En cualquier caso -intervino Metternich-, si de inventar un emperador se trata, habría que imaginarlo capaz de repetir la hazaña de Guillermo, el de Hastings.» Chateaubriand suspiró ostentosamente. «Señores, quizá los reyes de Francia que hemos llegado a conocer no hayan llevado a cabo personalmente ese tipo de hazañas, pero al menos siempre tuvieron alguien que en su nombre las acometiese. La República, en cambio, no hace más que patrocinar sargentos, y en ese sentido concede la razón a milord.» El cónsul, que se había sentado al lado de Flaviarosa, y que de nuevo había hablado con ella en voz baja, anunció que la Dama del Antifaz iba a tomar la palabra; y Flaviarosa lo hizo sin echar mucho teatro, con relativa sencillez tratándose de una italiana. Se volvieron hacia ella las cabezas: si el antifaz causaba alguna inquietud, algo así como una broma que no acaba de resolverse, la voz pastosa, musical, los tranquilizó a todos. «Caballeros, tengo la impresión, nada agradable, de que se están ustedes alejando del verdadero tema, que no es más que el de hallar un editor responsable, emperador o rey, ¿qué más da?, para esos actos tumultuarios y por lo tanto anónimos de la República Francesa; si no es el caso, ni más ni menos, que el de poner una firma a una operación bien hecha, como lo es la conquista de Italia, tan perfecta que parece concebida y ejecutada por la misma persona, y ésta, un genio de la estrategia. Pues bien, les pregunto: ¿por qué aquí mismo, y sin perder tiempo en quisicosas, no ponemos manos a la obra? Estamos juntas precisamente las personas necesarias para que todo salga bien. Alguien habló aquí de emperador: me sumo a esa persona.» «Pero, ¿y el nombre, señora? -preguntó Chateaubriand-, ¿no comprende que lo primero es un nombre que lo resuma todo, que lo explique y que lo signifique? Un nombre y una figura, naturalmente. La historia la hacen los héroes, y los héroes son, a fin de cuentas, nada más que nombre y facha, que palabra y retrato.» «¿Y a usted, siendo escritor, le apura eso?» Flaviarosa alzó la mano, levantó el brazo, y chistó al criado gigantesco. «Ven, tú, acércate.» Napollione lo hizo con algo de felino elefantiásico: había estado contemplando a Flaviarosa y había decidido considerarla la más atractiva de todas las presentes, la única entre ellas que habría catado de habérsele ofrecido la ocasión. «Sí, mi señora.» «¿Cómo te llamas?» «Napollione, señora. Napollione Buonaparte.» «¿Dónde, cuándo has nacido?» «En Ajaccio, señora, el año sesenta y nueve, hijo de Carlos y de Leticia Ramolino, buena gente, no hay más que verme.» «Gracias, Napollione, puedes ya retirarte.» Flaviarosa se volvió a los comensales: «Tenemos ya una fe de bautismo, que es ya como tener una persona. Hijo de padres conocidos. ¡Fíjense ustedes!, un pasado, una historia. ¡Un montón de páginas en blanco para genealogistas y cronistas!». Chateaubriand, tras beber unos sorbos de aquel vino helado que les servían, interrumpió: «¿Es que le suena, señora, ese espantoso nombre de Napollione para un emperador francés? Lo encuentro ordinario, de puro popular, y que yo sepa, y a pesar del señor de Barras, los franceses no han perdido el buen gusto: un nombre así, sería inmediatamente repudiado». «Por supuesto, señor vizconde; pero todo se arregla traduciéndolo al francés. ¿Qué le parece Napoleón Bonaparte?» Algo así como una brisa estremecida conmovió los corazones y los rostros. Nosotros, Ariadna, escuchamos una fanfarria lejana, un cañoneo, la voz de un violoncelo que se aleja por encima de la mar, pero seguramente fueron adiciones meramente imaginarias. «¡Napoleón Bonaparte!», dijo alguien con unción; y acaso entonces la misma brisa que los había agitado haya cogido el nombre y lo haya llevado a los confines del mundo. ¡Napoleón Bonaparte! «Reconozco que está mejor -dijo el vizconde-; pero no pretenderá usted atribuirle también la estatura de este mozo. Los franceses tenemos el instinto de lo proporcional y sabemos que el que venga jamás superará a Carlomagno.» Ahora fue la condesa de Lieven quien mostró deseos de intervenir. «Se me ocurre -dijo, una vez autorizada- que lo que los franceses necesitan es una persona a la que admirar y despreciar al mismo tiempo, que satisfaga el orgullo nacional y la necesidad de la maledicencia, alguien que reúna en su persona cualidades visiblemente contradictorias, y sólo por tratarse de un emperador advenedizo. Dejemos de momento las morales. Si ha de ser emperador, ¿por qué no hacerle bajito y algo vulgar? Les propongo la silueta de ese general-muñeco que acabamos de ver en el castillo. Va vestido de un modo parecido al de un coronel de artillería, con algo de tripa ya.» Flaviarosa rió, regocijada. «¿Es que pretenden robarnos a nuestro invicto?» «¡Solamente copiárselo, señora! Ya estoy regocijándome ante la idea de que tenga mi marido que presentarle sus cartas credenciales.» Metternich inclinó la cabeza y dejó caer los brazos: «Me siento tristemente preterido, Dorotea. ¿Qué será entonces de mí?». «¡Oh, perdón, amor mío! Quise decir mi marido y mi amante. Porque, naturalmente, ¿qué pueden hacer los verdaderos emperadores, nuestros señores, llegado el caso, sino enviar embajadas a este emperador de pega?» Chateaubriand reclamó atención por el procedimiento de golpear con el cubierto la copa ya vacía. «Les suplico que no lo tomen a broma. Algo me está diciendo en mi interior que por medio de este juego de salón, y sin quererlo quizá, hemos hallado precisamente lo que Francia necesita, eso que hará inteligible la marcha de la Revolución, y lo que puede dar al traste con ella. Marie me ha sugerido que, puesto que soy poeta… En fin, que sea yo quien le invente una biografía y un modo conveniente de ser a la Majestad Imperial de Napoleón I, al que, como es natural, habrá que imaginar etapas precedentes.» «De general de artillería -insistió la condesa-, si ha de llevar ese uniforme.»