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Una vez le pregunté a Claire, a raíz de los primeros acontecimientos, que cómo se le había ocurrido la idea, o cuál había sido el camino que le llevara hasta ella, y lo que me respondió no dejó de chocarme: como que oí palabras a causa de las cuales a lo mejor nosotros dos, quiero decir tú y yo, estamos ahora en la Isla, y salvo esos días en que mis cursos me llevan a acompañarte por las mañanas y a regresar contigo en los atardeceres, te espero a la hora del crepúsculo como voy a hacer ahora, y consumo un pitillo tras otro hasta que escucho tu bocina; te contemplo después mientras parqueas, y cómo agitas la mano al descubrirme, afectando sorpresa: sabes de sobra que te aguardo; y después te embarcas y conduces el bote hasta una mano que te ayuda a saltar y una mejilla que recibe tu beso. «Hoy no has tenido carta. Me preguntó por ti Natalia, la ucraniana. Dentro de dos días, a las seis de la tarde, hay reunión del departamento: me encargó Olga que no te olvides de asistir. Hoy apenas comí: me tomé sólo un sandwich en la cafetería y regresé al despacho de Claire porque me mandó recado de que a las dos y media me llamaría.» «¿Te dijo dónde está?» «Por fin no telefoneó. Estoy preocupada.»

Claire me contó aquel día que siendo niño, al oír el nombre de Napoleón, le sonó como si fuese falso al mismo tiempo que conocido, como el nombre de nada puesto a nada. Tenía siete años, ¿sabes?, una edad muy temprana para ciertas intuiciones, una edad en que se piensa que tras un nombre hay siempre una realidad; pero, me explicó Claire, lo suyo fue como si aquel nombre le recordase algo que ya sabía, o como si a su conjuro se destapase un saber hasta entonces velado. Me dio a entender que aquella convicción debía haberle venido como el color del pelo y la forma de la nariz, con los mismos cromosomas, pero esto, claro, es lo que él dice ahora, el modo como lo interpreta. Lo que le sucedía entonces era que, cuando hablaban de Napoleón en el colegio, se levantaba y decía al profesor que aquel emperador no había existido nunca: «Pero, ¿cómo lo sabes? ¿Contra quién peleó entonces Pitt el Joven? Y, ¿a quién venció en Trafalgar el almirante Nelson?» «Pitt el Joven peleó contra la República Francesa; Nelson venció al almirante Villeneuve.» Pues ésa fue la explicación que me dio Claire, fíjate bien. Hay a quien le sucede eso mismo con Dios, que escucha su santo nombre y lo recibe como palabra vacua, y el resto de su vida se lo pasa convenciendo a los otros de que Dios no pasa de eso.

3.- Nos gustó la cabaña. No sé a quién más de los dos, pero, en cualquier caso, tu entusiasmo pareció mayor que el mío, y no por lo que ibas a cobrar de comisión, un 10 por ciento sobre la renta, sino por verdaderas ganas que tenías y ocultabas de pasar allí unos días, de ver cómo el otoño se metía en el tiempo, se apoderaba una a una de las hojas del bosque: se te notaba en los ojos, en el ágil manoteo, sobre todo en la voz, cuando elogiabas las virtudes y méritos de la Isla y del refugio, lugar para el amor también, no sólo el estudio y el recogimiento. Fueron unos minutos en que, de hallarse Claire delante, se hubiera sonreído un poco con esa su sonrisa de anglosajón prepotente ante los pueblos inferiores, y en el caso de ir más allá de la sonrisa, que ya basta por sí misma para sentirse uno molesto, te hubiera reprochado como a meridional incorregible el movimiento y la expresividad, justo lo que yo alabo de ti, la voz que sube y se quiebra, y lo que dicen tus manos cuando la lengua se recrea. Estaba entusiasmado contemplándote -me había sentado en uno de los sillones y te veía ir y venir, abrir puertas y armarios, detenerte junto a la chimenea, describirme la llama estremecida del hogar en las noches oscuras, y la luz de las bujías trémulas si quisiera encenderlas, creando en las esquinas las sombras del misterio y del miedo-, y tardé en darme cuenta de tu deseo: cuando lo comprendí, me apresuré a invitarte: «¿Por qué no vienes también y me acompañas durante todo este tiempo?». Y señalaba con el dedo extendido el camarote del pirata, el que me había gustado para mí y ahora ocupas, esa celda encantadora para refugio de un intelectual cansado. Me preguntaste si te lo ofrecía en serio; te respondí que sí, y quedaste pensativa durante un rato largo, hasta que me dijiste: «Habría que ir y venir de la universidad todos los días». «Bueno, ¿y qué? ¿No vas desde tu casa?» Fue muy curioso, un poco incoherente, al menos según mi modo racional de enjuiciar: no respondiste ni que sí ni que no. Dijiste: «Me apetece bañarme. Te ruego que no mires: no quiero que me veas desnuda». Y sin que yo asintiese, sin que siquiera protestase contra la tentación, saliste, y unos minutos después, traidor que soy, gente de poco fiar, te vi braceando lenta por las aguas del lago, salir más tarde y esconderte de prisa, quizá en el interior de la cabaña. Me gustó entonces tu cuerpo, delgado y moreno, no rosado como el de las vikingas, sino de patinada piel como las teclas de un piano viejo. Y recordé mientras lo contemplaba aquel poema egipcio que Claire no te recitó nunca, porque probablemente no figura en su limitada antología: «¡Es tan hermoso zambullirse en la alberca y bañarme allí ante ti! ¡Mira qué bella estoy, cómo mi túnica mojada moldea mi cuerpo! Somorgujo junto a ti, y, al emerger, voy a tu lado y llevo prendido en los rizos un pececillo rojo. ¡Acércate y escrútame!». Regresaste al salón enjugando el cabello. «Estaba un poco fría el agua», y me pediste whisky, si llevaba: te lo di de mi frasco de plata, el que me regaló Tatiana cuando aprobó summa cum laude, la tesis que yo le había dirigido. Me preguntaste una vez, hacía poco que éramos amigos, si Tatiana había sido mi amante; me eché a reír: Tatiana es una muchacha juiciosa; cree en el matrimonio y va a casarse con un químico cuáquero al que ha rescatado de la droga. El frasquito de plata para el whisky que me dejó como recuerdo lo había recibido de su padre, oficial del ejército del zar salido apenas de la escuela cuando aquello de la revolución. Tatiana es el fruto tardío del matrimonio entre el teniente emigrado y una señorita colombiana hallada en no sé qué catástrofe: hablaba el español, Tatiana, balanceante y dulce de su madre, el más bonito que he escuchado jamás. No. No fue nunca mi amante.

Nunca te dije que tu cuerpo, visto desnudo algunas veces más, todas las que te bañaste en el lago, no es cuerpo de madre, ni siquiera de esposa: yo lo destinaría a otra clase de amor hecho de tempestad y tormenta. Mirándolo por la cortina entreabierta, lo alumbraba un poquito el sol poniente, era terrible y escueto como un relámpago; comprendí entonces por qué le gusta a Claire, y alguna vez te diré las razones, aunque no entiendo todavía por qué me gusta a mí, y temo que no podré jamás explicarlo satisfactoriamente, ni siquiera en las páginas de este cuaderno, donde puedo escribirlo todo, donde desearía hacerlo.

Hoy, sin embargo, no pensaba fantasear sobre tu cuerpo: tema que vino sin querer, imágenes traídas por una de esas asociaciones azarosas que tan fácilmente explican el alma en sus movimientos y nos la ponen de trasparente y comprensible como la exposición de un teorema. El alma, sin embargo tiene vacíos, agujeros oscuros como esos que los astrónomos dicen que existen en el espacio: abismos de la nada de los que un día emergerán las manos que han de agarrar al cosmos, las fauces que lo van a devorar. Bueno, hoy no pretendía hablarte de tu cuerpo, ni tampoco (al menos largamente) del asunto de Claire, que me dijeron en la universidad que va bastante mal, como que en su reunión los decanos han acordado nombrar un comité de especialistas que estudie el caso y dictamine si el sentido del humor derrochado en el libro lo exime por su propia exuberancia (y quizá por su peso) de toda pretensión científica y lo relega al ámbito inocente de la mera poesía, en cuyo caso Claire será perdonado, si bien a condición de que se disculpe en público (hay quien habla de organizar un simposio, pero yo opino, y así lo dije, que el único modo de explicar un libro es escribiendo otro). Pero en el caso contrario, aunque considerando que es la costumbre de los anglosajones expresarse con gracia, y cuanto más abstruso sea el tema más se procura enmascarar su gravedad, si Claire se empeña en que la pretensión científica del libro permanezca como su justificación y su sustancia, perderá la cátedra. Me revelaron en secreto a quiénes han elegido para el comité: pues gente tan inteligente como Jones, tan honrada como Jackson, tan sagaz como Wilson. Y, para ostentar la presidencia, que lo hará con un empaque como si verdaderamente fuera el presidente del país, un pavo real de tan brillantes plumas como Catskill, quien, como no ignora nadie, sólo desea el bien de Claire, al que por otra parte debe su puesto y su reputación. ¡Pues por eso! Fuera el libro una especie de Peter Pan, y lo presentarían como la prueba del esfuerzo frustrado a que un científico en declive se arriesga para mantener pendiente de su obra la atención del mundo entero. ¡R. I. P., Ariadna! ¡Pobre Claire!

Y, ¿sabes que pretendo ayudarle? Tú no te has dado cuenta todavía. Acaso piensas (o no te atreves a pensarlo) que te he traído conmigo para mirarte con libertad y sin prisas, para que charlemos juntos a esa hora del crepúsculo y de la anochecida en que sólo se dice lo esencial; acaso para distraer tu mente y apartarla del recuerdo y hasta del amor de Claire. Es posible que todo esto sea cierto. Bueno: lo es, y no lo ignoras. Pero, además está lo de la ayuda.

Hasta ahora nunca te he hablado del tiempo. Hoy necesito hacerlo ya, no en cuanto llegues, como siempre, con ganas de cerrar los ojos y de oírme disparatar acerca de bagatelas, con hambre acaso, o con exclamaciones exageradas de que vienes moribunda, de lo lejos que queda ya el sandwich de las once y media, de que te has aburrido más que un pulpo en un garaje (la frase es tuya); pues para el caso te tengo apercibido con qué saciarte, porque esta tarde me arriesgué caminando más allá del bosque, he llegado al downtown y allí compré algunas de las vituallas de las que sé que gustas: un montón de castañas asadas, higos secos tan griegos como tú, o al menos así me lo han asegurado. Comí uno de ellos: dulce y pastoso, y tenía la pulpa color de miel. Confío en que te recuerden tu tierra y en que llores un poco mecida de la nostalgia: momento, como puedes comprender, poco oportuno para metafísicas.