Todo esto, Ariadna, ahora se me ocurre. Aquella noche no podía pensar. Te sabía tan cerca, dolorida, desventurada, y no hacía más que preguntarme por qué, si yo era tu remedio, no lo buscabas. Fíjate bien, Ariadna: esperaba algo similar a esto: abrir tú la puerta, quedar en ella a contraluz, estampa de la desolación desmelenada; llamarme por mi nombre y pedirme que entre. Y una vez juntos, no decirnos palabra (todo queda supuesto); pero el modo de llorar que tienes en mi hombro me anuncia que al fin has comprendido. Después de aquella noche, elucubré que hubiera debido suceder justamente lo contrario: abrir yo tu puerta, quedar en ella (y no a contraluz, porque el salón estaba a oscuras) y decirte que no llorases más. Una solución y otra, no sé cuál de ellas más desatinada, partían del supuesto, de mi convicción inquebrantable, pero muy pronto quebrantada, de que te habías equivocado enamorándote de Claire, y de que al comprender tu error te volverías a mí, o, más exactamente, vendrías, después de haber comprendido, así, de golpe, como una revelación o un estallido, mi amor inmenso, etc. Ya ves el tiempo que ha pasado: pues admito que no me hayas amado jamás y que no hayas podido amarme, y que si una vez estuvimos a punto de besarnos, fue únicamente el efecto de ciertas circunstancias que no comprometían tu corazón. Hubiera sido un error el habernos besado aquella noche, el habernos dejado arrastrar… Lo impidieron, ¿recuerdas? las Hermanas Siniestras.
Pasé la noche ante tu puerta, de pie o sentado. Jamás la hubiera abierto, porque supe siempre respetar la voluntad ajena, y eso fue lo que me tuvo quieto y silencioso. Yo no sé si, hacia la madrugada, hubo un momento en que quedé traspuesto. Oí ruido en tu cuarto, volví a esperar, adiviné que preparabas tu maleta y me escondí. Saliste, después, sin hacer ruido: te vi, desde mi ventana a oscuras, ir al embarcadero, entrar en el esquife y bogar hasta la otra orilla. También oí el motor de tu coche, que tardó en encenderse, frío como estaba de aquella noche de nieve. Y me quedé sentado, con el mirar perdido en los árboles blancos, en la profundidad oscura de los árboles. En aquel momento supe que nuestra historia había terminado.
Los relatos de amor, Ariadna, deberían contarlos sólo las mujeres, porque en su corazón está siempre la clave, y en el nuestro la pasión que no entiende e imagina. ¡Lo que tú podrías escribir, leído este cuaderno, y cómo quedaría en claro lo que ahora no lo es! Añadirías nada más que un par de páginas escuetas, pero explícitas, de las que se podría inferir que la única razón de que no me hayas amado es que no me has amado, eso tan simple que yo complico con las galaxias remotas y con el desconocible secreto de la vida. El mundo recupera el orden alterado cuando el amor del varón halla correspondencia; ante el no, el mundo se desconcierta, todo queda fuera de lugar, y una incomprensión general acompaña al sentimiento decepcionado. Tendemos (debes saberlo, tú, que leíste bastante poesía) a involucrar el universo y a los dioses en el fracaso sentimental, a dar dimensiones cósmicas a lo que no va más allá de las paredes de una alcoba (recuerda lo que decía alguna vez sir Ronald Sidney). Admito que esta carencia del sentido de la proporción, que este desplazamiento de la realidad hacia los mundos inventados, haya engendrado excelente poesía; pero, ¿no convendría tener en cuenta el otro punto de vista, ese que reduce la pasión a sus límites y lo expresa con palabras sencillas y suficientes? Acabo de mentar un par de páginas. ¿No bastaría una frase breve para que lo nuestro quedase perfectamente explicado por lo que a ti respecta?: «¿Por qué lo iba a querer, si no me gusta?».
No recuerdo haberte dicho (y si no lo hago hoy, no lo haré nunca. Aunque, ¿es de verdad indispensable que lo haga alguna vez?); no recuerdo haberte dicho que, con frecuencia, en nuestras charlas demasiado intelectuales, a ver quién chafa a quién, en que hasta la elementalidad de un culo femenino más o menos columbrado la sometíamos a uno de esos procesos tan elevados en que la física se muda en poesía, y ésta en palabras, le tengo asegurado a Claire, como verdad tomada de la experiencia y no mera excogitación, que un varón sólo a través del cuerpo de una mujer puede alcanzar el meollo de lo real. No se lo echaba a la cara, así, como el que arroja un insulto, sino al hablar, por ejemplo, de ese famoso escritor del que sabemos por las murmuraciones, del que podemos colegir por lo que encubre su prosa, que no cató fembra en la vida, ni al modo recto, ni de ninguna de las oblicuas maneras, y que no ha aspirado, el pobre, ese perfume ácido de una muchacha en sazón. Y para chafar a Claire, para que no tuviera réplica que darme, solía traer en mi pro algunos versos de su tatarabuelo, que ése sí que alcanzó lo real hasta saciarse, y por todas las vías. Pues ahora mismo, en este instante de inesperada clarividencia en lo que al amor respecta, empiezo a dudar de mis antiguas convicciones, de las más hondas, y a pensar que con estas metafísicas solemos enmascarar cierto incurable romanticismo, nosotros, los nada románticos por exceso de seso, y que lo que se conoce a través del cuerpo armado no es más que el cuerpo mismo, y nunca en lo que es o lo que tiene, sino en meras insuficientes aproximaciones, pues anda cada cual tan metido en lo suyo que no percibe lo que palpita debajo. Lo cual se me ha ocurrido, así, de pronto, y sin pensar si es cierto o no, como el que acepta que le desgajen de un solo golpe todas las ramas de un árboclass="underline" así quedó desnudo de adherencias mi sentimiento hacia ti, necesidad de comunicación y compañía, nada más: lo que uno puede alcanzar del otro cuando no pide peras al olmo, lo que va a ser difícil que alcance de otro árbol. Pero es tarea de dos, ésta de comunicarse y acompañarse, y yo estoy solo. Aunque no lo tome por la tremenda (cuando se pasa de los cuarenta, las ocurrencias de suicidio suelen considerarse muy fríamente), no ignoro que detrás de ese trabajo febril al que pienso integrarme, pero al que acaso no me entregue; detrás de esos honores y de esos triunfos profesionales que intentaré conseguir, pero que acaso no consiga y que tal vez no busque, la soledad y el tedio conquisten cada día parcelitas del alma, como células el cáncer sigiloso. Me voy a entretener con otras chicas, acaso llegue a gustarme alguna de ésas que ponen todas sus ansias en ser amantes del profesor. No niego la posibilidad de haberme equivocado, y acaso haya imaginado en ti lo que no había. ¡Oh, la imaginación influye mucho en el amor! Pero, así o de otra manera, no llegaré a encontrar lo que ya creí tener.
Y se acabó. Podría seguir escribiéndote, mera repetición con variantes. Dejémoslo.
Y por si un día quieres reconstruir el sueño que inventé para ti o que te ayudé a soñar, la patraña con que quise sacarte de ti misma y arrebatarte a quien te poseía, voy a contarte el final. Me gustaría hacerte previamente una advertencia, o, mejor, ponerte en la pista de un secreto que ante todo te atañe. ¿Cómo no te diste cuenta de que la historia comete anacronismos? Porque la condesa de Lieven encontró a Metternich no recuerdo ahora si en Carlsbad o en Aquisgrán, se conocieron en Carlsbad y se acostaron en Aquisgrán, o al revés, pero, en todo caso, hacia la época de los grandes Congresos, quiero decir, doce o catorce años más tarde del tiempo en que mi historia transcurre; y también, en un momento dado, se dice que la Tonta traía puesto el traje de amortajar a La Traviata, cuando esa dama de las camelias coloradas vivió al menos medio siglo después. No lo hemos discutido, ya no tendremos ocasión de hacerlo, pero debe de ser la consecuencia de mi punto de partida, es a saber, que la historia es simultánea y todo anda revuelto, y se contagia todo y se carece de la seguridad que daba la historia sucesiva, tan ordenada en años, décadas y siglos. De no ser así, ¿qué más da la presencia de Dorotea en La Gorgona o que la Vieja tenga más de dos mil años? El año, el tiempo, el pasado, son mera convención: recurre a los espejos de Agnesse.
Pero si ahora te acomodas junto a mí por vez postrera, y no a mirar espejos, sino a las llamas prendidas del fuego, verás de nuevo nuestra Isla Gorgona, ahora en su conjunto, irregular y nítida, en mitad de la mar rutilante. Algunas velas, una fragata lejana, esa escuna que va a entrar en la ría. La verdad es que nada de eso nos importa, en el supuesto (aleatorio) de que nos importe algo. Pero, por si acaso, te invito a fisgar un poco en el palacio de Las Tres Gracias, a quienes alguien llama también Las Tres Doncellas, cuya fachada luce gala de luto. No me preguntes por el día en que estamos, porque lo ignoro. Desde luego no es el siguiente al pistoletazo de Nelson. Ha pasado algún tiempo, el requerido por el sinfín de detalles y de condiciones que la Vieja ha exigido para enterrar a su hermana. Hubo que traer, ya verás para qué, mendigos de Calabria y violinistas de Nápoles. Hubo que enviar a Florencia un equipo especializado en robo con fractura para sacar de un palacio cuyo nombre no consta cierto traje de damasco usado en el día de su boda por una funesta princesa. Hubo que traer maderas olorosas del Oriente para la confección del ataúd. Hubo que… Finalmente, se organizó el velorio a gusto de la Vieja con la aprobación expresa de la Tonta, que llegó a opinar: «Nuestra hermana está muy guapa, y da gusto morir así. Quiero que la quites a ella y me pongas en su sitio», y porque la Vieja le dijo que no, y que dejara de desear sandeces, pasó tres días llorando.
El catafalco que ves no son más que cajones disimulados, como todos los catafalcos; pero el terciopelo negro, bordado y blasonado, que lo cubre, ya figuró en el funeral del papa Alejandro VI, quedó en herencia a la Vieja por servicios prestados, con unas dosis de ponzoña de añadidura. Se había frisado un poco, el terciopelo, con los siglos, por la parte de las dobleces, pero, a fuerza de cepillo, quedó bastante bien, y, además, como decía la Vieja, y con razón, su mismo deterioro acreditaba su remota prosapia. Los candelabros eran un poco más recientes, de bronce pesado, con amorcillos trepando por rosales y vides y enviándose besos de descarado misticismo, obras atribuidas al Bernini en un momento de ebriedad. Cuanto a la alfombra, había venido de Persia un par de siglos antes. Pero eso carece de relieve en el conjunto; no resalta, como en seguida se advierte. Lo que atrae, lo que ha solicitado tu atención desde el momento de entrar en el salón tan triste y tan lujoso, fue el rostro de la Muerta (Talía, no lo olvides). Por lo pronto, el escultor se había esmerado, había puesto en la máscara suficiente talento. Como no le habían dado retrato que copiar, ni siquiera una idea, él había hojeado antiguos grabados y dibujos, y había acabado por elegir la bellísima cara de una doncella pintada seguramente por el Guardi con ocasión de un deceso, a la que había añadido por su cuenta unas arrugas apenas perceptibles en las esquinas de los ojos y de los labios, sólo por haber oído alguna vez que la Muerta, igual que sus hermanas, contaba siglos. La puso blanca, claro, pero de una blancura opalescente, casi cristal, y para el rojo de los labios imaginó la palidez de una guindilla (en esto, desde luego, no fue demasiado original, pero tampoco se le pueden pedir filigranas a un modesto escultor isleño). Añadió unas sombras muy leves, y el consabido violeta a las ojeras. Cuando a la Vieja le llegó aquella máscara, al momento no reconoció en ella a su hermana muerta, pero como el rostro de porcelana quebrada por el inglés tampoco representaba con toda exactitud la verdadera cara de la Muerta (de quien algunos aseguran que no existió jamás, y que fue una convención tácitamente aceptada a lo largo de los siglos, como se aceptó después la de Napoleón), dijo que bien, que se le parecía mucho, y sin dilaciones ella misma la instaló en el lugar adecuado, completó con ella la figura, vestida del ropón florentino (un primor de damasco rosado), yacente en el ataúd. No faltaba más que encender los blandones y mandó que lo hicieran. Y ya empezaba a entrar la gente que hacía cola a la puerta del palacio para los pésames y las visitas a la difunta, cuando se le ocurrió a la Vieja una novedad con la que completar, diríase perfeccionar, la leyenda de su hermana inexistente, y fue escribir en un largo y retorcido pergamino, con grandes letras de fuego, estas palabras: