Talía murió virgen
Y las puso ella misma a la cabecera del armatoste, casi tapando el Crucifijo: Entonces se enorgulleció de su obra y pensó sin atreverse a reconocerlo que, en el fondo, valía la pena que hubieran matado a la Muerta, pues así tenía un pretexto para organizar aquel magnífico espectáculo y poner en circulación aquella especie de la virginidad mantenida a través de tantas encarnaciones, que de ser cierto o, al menos, de ser creído, daría al acontecimiento en su conjunto un tono de solemnidad trascendente que (sobre todo si se lo proponía Ascanio) bien pudiera acabar con la beatificación de Talía como punto de arranque: pues, ¿no era una víctima de la intransigencia protestante? Y lo que después pudiera suceder no se atrevía a imaginarlo, pero su mero presentimiento la escalofriaba de gozo. Todo esto sucedía un par de semanas antes de ese momento elegido por nuestra curiosidad. El velorio había durado tanto porque los encargos hechos a la Península no los daban cumplidos, fuera porque en Nápoles hubiera pocos violines, fuera porque en Calabria los mendigos temieran que se intentase engañarlos y venderlos como esclavos a algún pachá de Oriente. Por fin lograron reunir ochenta. De violinistas, veinticinco, y costó caro: llevaban ya cuatro días ensayando el Misserere de Butarelli, que, por voluntad de la Vieja, habían de tocar durante el sepelio, siendo cantado por los niños de coro de la catedral latina (que ensayaban también). De este Butarelli, La Vieja hizo saber a las visitas que había amado a la Muerta en su mocedad (en la del mozo, pues la Muerta no había sido joven jamás), y que había compuesto una ópera en su honor, pero que, al sobrevenir alguna de sus muertes, quizá la cuarta o la quinta, el desesperado amante había utilizado los materiales sonoros de la ópera para componer una Elegía, que se cantó en la plaza con asistencia de príncipes y otros melómanos, y aquel tremendo Misserere, timbales a las puertas del infierno, para usar en los entierros previsibles de la Muerta.
La apertura del velorio tuvo una solemnidad de llantos muy loada por la asistencia: el de la Vieja era intenso y silencioso; el de la Tonta, aparatoso y chillón como de plañidera profesional. La Vieja, a veces, quedaba muda y transida, y después de un pedazo así, en que parecía que el alma le hubiese emigrado tras de la de su hermana, hipaba de repente y dejaba rodar las lágrimas calientes. Los chillidos de la Tonta subían y bajaban, y en alguna ocasión fueron tan fuertes que la Vieja dijo a un ujier cercano: «Decirle a esa tonta que se calle, que no la aguanto más», pero esto es seguramente una calumnia. Acaso lo sea también la especie de que, detrás de las orejas de la Muerta, vigilaban unos ojos petrificados en azabache como de dos arañas tremendas.
El sepelio se organizó a la caída de la tarde, y empezó a caminar cuando ya se ponía el sol, con la interrupción obligada de escuchar las trompetas vespertinas y contemplar allá arriba la figura envarada del General, padre leproso de la patria, merced a cuyo cuidado la gente de La Gorgona podía enterrarse como le viniera en gana. ¡ Pues no faltaba más! Arrancó la primera la cruz alzada con los ciriales consabidos, llevados por tres monagos de buena talla, sobrepelliz blanco y sotana negra, y detrás, cuarenta a cada lado de la calle y un gran espacio en medio, los ochenta mendigos con los hachones lucientes en las manos, ni uno cojo, ni uno manco, ni uno solo corcovado, mendigos como flores, lo mejor del mercado de mendigos, y las ochenta llamitas temblorosas y levemente rojizas, como un párpado múltiple en el crepúsculo creciente, y así marchaban, lentos y hermosos en su miseria: quizás fuesen también mendigos milenarios, trimilenarios, los ciudadanos libres que habían votado la cicuta para Sócrates y se veían ahora en aquella calamidad, libres aún, pero pobres. ¡Pues menuda Historia podía hacerse a cuenta de ellos, sólo con preguntarles uno a uno! Pero acaso llegase a fatigarte, a ti, Ariadna, que eres de la profesión. De modo que voy a detenerme unos instantes en decirte lo que son Las Cuatro Torres. Eso no lo has visto en tu tierra, menos aun aquí, en USA, donde el melodrama funerario prefiere otros materiales. Las Cuatro Torres son esas cuatro varas llevadas por cuatro porteadores, muy pesadas, como que se requieren para poder cargarlas esas cuatro correas que pendiendo del cuello reposan en las barrigas, y allí, en un agujero ad hoc, se enganchan los árboles o mástiles, quiero decir las varas, hacia cuya mitad, y hasta arriba, salen en orden de simetría esas tulipas moradas que ves, todas de vidrio afamado, hasta cuarenta en cada torre, cada tulipa con su vela y todas las velas encendidas, fíjate tú, tantas llamas moradas, tanto temblor de oraciones en lo alto, como breves castillos de luz que se movieran. Van situadas en las esquinas del féretro, un poco apartadas de él, naturalmente, para no tropezar, y alumbran si no a la Muerta (a la que llevan destapada, asómbrate, destapada para que todo el mundo le diga adiós a la belleza lánguida de su escayola), al menos a su nombre y su recuerdo, según la costumbre seguida sabe Dios dónde con las mozas que mueren con el virgo en la entrepierna. Destapada, te dije, y las manitas en cruz, y el cabello sin lazo y arrastrando, así como lo oyes, arrastrando, porque esos que la conducen, lacayos con libreas de luto y plata, peluca blanca, en vez de cargarla en hombros, la llevan de la mano, como ves, en unas parihuelas transversales en que reposa el féretro, y así la Muerta queda a la altura necesaria para que un palmo de su cabello arrastre y barra humildemente el pavimento. ¡Da escalofríos verlo…! ¿Verdad? Un cabello tan lindo, tan leonado, de ondas tan generosas, obra maestra de sabe Dios qué peluquera…! ¡Él solo hubiera hecho feliz a un amante, de haber existido alguna vez la Muerta y haberse dejado amar! ¿Dices que Butarelli? ¡A saber si no es una invención de la Vieja, a saber si escribió alguna vez el Misserere, a saber…! Todo lo cual contradice a lo que llevo dicho. De acuerdo, pero no olvides que esas contradicciones jamás dejarán de serlo a causa de la extravagante y diría extraviada sensibilidad de los investigadores, que nunca se fijan más que en cuestiones secundarias.
Pues en seguida venía el clero: tres curas revestidos, y hasta cuarenta más, en dos filas de veinte, de blanco y negro, y eran los que cantaban, cuando el coro y los violines enmudecían, una canción litúrgica que la gente traduce con su habitual maldad en los términos siguientes:
A estos latines los acompañaba la voz acatarrada de un fagot, que tocaba un sujeto gordo con un lobanillo reluciente debajo de la oreja izquierda, un lobanillo muy visible, un sujeto que a veces escupía con bastante descaro algo más de lo exigido por el oficio.
Los violinistas seguían en pelotón cerrado, después de los niños de coro, también en grupo, y lo que tocaban y cantaban, ese Misserere que nadie conocía más que la Vieja: una música profunda y triste, más apta para contrabajos que para violines, pero tocada por violines, al fin y al cabo, y se parecía bastante a lo que años después fue la Marcha Fúnebre, de Chopin (quien a lo mejor, se inspiró en el tal Butarelli, o a lo mejor lo plagió, ¡vaya usted a saber!). ¡Pon-pon-porón-pon-porón-porón-porón! Era verdaderamente chocante, después de los gorigoris salidos de voces arrastradas y carraspeantes, escuchar la aparición solemne y levantada del Misserere: por los violines, por los castrati, por las aves en vuelo, por las olas marinas, por los vientos, por todos los ruidos que venían del muelle, de poleas, de vergas, de obenques, y por todos los sones de la tierra sonora. Era estremecedor, la gente se estremecía, y Michaela le dijo a Guillermina que corriese al balcón a escuchar aquel entierro tan bonito. Desde luego resultaba fascinante, y fascinaban a los espectadores, en el ámbito cada vez más nocturno, cada vez más oscuro, el temblor de la cera quemada, el perfume del incienso que se expendía en el aire como una invasión de gloria, humo va, humo viene, y el ritmo marcado por la banda de tambores que tocaban a cajas destempladas cuando el clero, cuando el arte descansaban. Y, por último, las tres sillas de manos, esta vez de laca negra incrustada de marfil, ocupando la calle:
A T E
la del medio vacía y de luto. Y, después…
Lo que venía después pudo verse porque Ascanio Aldobrandini, gobernante en cierto modo ilustrado, o, por lo menos, partidario de mejoras ciudadanas, había dotado de enormes, de broncíneas farolas, alimentadas a costa del erario público, la antigua avenida del Temple, hoy ya del General, de modo que se pasaba por la calle de noche como si fuera el alba, o casi. Así fue dado ver lo que venía después, la larga, la interminable procesión de los artrópodos, de uno en fondo, a partir del palanquín de la Muerta y como si de él cayesen: de mayor a menor, hasta las ínfimas arañas casi invisibles, ésas que se introducen en la piel debajo de las uñas de los pies, y matan. Las habían traído de los cuatro confines, africanas peludas, tropicales de América escamosas, de la Insulindia largas, de los bosques indostánicos esféricas; unas arañas amarillas criadas en el techo del mundo, del que solían colgar, en el alto Tibet, a costa del Dhalai Lama y para su diversión; y otras, bigotudas y con una especie de coleta que se crían libremente en las pululantes aguas del Yan tsé-Kiang y dicen que se alimentan de niños vivos, pero que discriminan entre los chinos y los de otra ralea: arañas colaboracionistas de imperios raciales. Vinieron las del Polo Norte, que de puro congeladas parecen de vidrio blanco, y las de la tundra, entre moradas y verdes, achatadas y de patas larguísimas. Y estaban las volantes de Tomboctú, que iban a saltos porque no aguantan en tierra mucho tiempo, y ese extraño animal del Yucatán, estilizado y tantas veces pintado y esculpido durante las civilizaciones sucesivas del maíz, del centeno y de la torta enchilada, que no se sabe muy bien si es araña o serpiente, pero que al participar de ambas naturalezas, lo mismo concurre a las reuniones de los reptiles que a las de los artrópodos. Estaban todas las arañas posibles, ya no recuerdo más nombres, y no hacen falta más. Y la gente, al principio, tuvo miedo, pero, al verlas con tal orden y tan simétrico respeto, obedientes al incienso y al tambor, quedaron poco a poco más tranquilas, y aun hubo quien se atrevió a observarlas de cerca, miradas de insectólogo curioso. Lo importante del caso fue que, de motu proprio, al entrar el cortejo en la catedral, quedaron las arañas fuera, en su lugar descanso, hasta que sopló un viento inesperado, un viento como si fuera justiciero o vengador, en el momento mismo en que el coro cantaba aquello de