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et in peccatu concepit me mater mea [4]

y se las llevó a todas con su fuerza imparable, hasta ese lugar remoto e ignorado en que van a parar los vientos, así los impetuosos como los delicados, y donde se amontonan las cosas que arrebatan: un verdadero rastro, es aquel rincón del mundo, por lo que es dado imaginar. Y me pondría, Ariadna, a contarle lo que allí hay, en cosas, en personas y en ensueños, y cómo es, si no fuera por respeto a las leyes de la epistolografía, que aconsejan no desviarse por los posibles afluentes. Pero, ya ves: bastó esta digresión mínima, esta distracción inapreciable, para que el espectáculo del sepelio se desvaneciese y no quedase de él más que el reguero de cera al borde de la calle. Pero fue un inusitado entierro, ¿verdad?, un verdadero primor: el que la Muerta merecía, por supuesto. Aún escucho en el recuerdo a los clérigos, a los cantores, a los violinistas, al viento y a las aves, que habían enmudecido.

3. – No te marches aún. Deja que te retenga un poco más, y que te hable. ¿No ves que todavía lucen las llamas, y lucirán? Por el hecho de que se haya suspendido la visión del entierro así, de repente, solo porque el viento haya soplado, no vayas a pensar que también yo he dejado de inventar. Lo que sucede, después de un breve lapso de silencio cerebral, no sabes cómo se queda de oscuro, de profundo, más bien de vacío, es que han mutado las imágenes igual que cuando cambia el escenario en el teatro, y tras el primer acto viene el segundo, con un paisaje distinto. No puedo asegurarte si lo que ahora vamos a ver sucedió exactamente pasado el entierro o antes, pero me inclino a creer que haya sobrevenido, aquella cólera de Ascanio, quizás después de haberle dejado solo con Flavia-rosa, en aquella mañana, ¿recuerdas?, en que sintió compasión por él y le acarició el cabello: era que Agnesse había desaparecido. Ascanio se levantó lentamente, alzó los brazos, cerró los puños y envió al espacio inmenso de los cielos una espantosa blasfemia que hizo temblar el eje de la esfera y provocó cataclismos en cadena en lugares remotos. Me resisto, ya ves, a repetirla, ni siquiera como fidelidad a la Historia, por miedo de que nos suceda algo. Lanzó con voz tonante una blasfemia, y la gente que oía sin quererlo se echó a temblar, porque Ascanio no había blasfemado nunca, y lo que es más grave, no había dado pie jamás a que pensase nadie que acabaría un día por hacerlo, en vista de lo cual los cogió a todos de susto, a quienes escuchaban y al mismo aire. «¡Ha blasfemado!», dijeron los hombres a los hombres y las piedras a las piedras, y cuando llegó la noticia a Flaviarosa, quedó como de un paralís y dijo algo así como esto, o lo pensó: «¡Nunca creí que la quisiera tanto!». Nosotros tampoco lo hubiéramos creído, Ariadna, por falta de antecedentes. Las noticias al respecto fueron escasas, no por mi culpa. Llegamos a saber que sí, que la amaba, pero ignorando la manera y el grado de intensidad, sobre todo de intensidad, y el trabajo que le costaba no llevarla a la cama. Y ahora resulta que la quería tanto, que el dolor le llevó a blasfemar, lo último que se podía esperar de él, protesta contra la voluntad del cielo, y es de suponer que la blasfemia había que interpretarla además como indicio de que Ascanio dimitía de todo, lo primero del miedo a los infiernos; que lo arrojaba todo por la borda y que se quedaba solo con esta soledad del amor sin esperanza. «¡Que me traigan en seguida al obispo! -clamó después-. ¡Que me lo traigan maniatado, si es menester!», y algún esbirro en pareja salió corriendo en busca del obispo, sin otra precaución que llevar también un coche: porque haría muy feo, pese a todo, que el obispo viniera maniatado por la calle.

Y mientras el obispo llega, Ariadna, que aún tardará un poco, porque el palacio queda pasada la catedral, aquella casa tan linda que parece pensada por Bramante, mira hacia el otro lado de la mar, contempla ese patache que acaba de arribar al puerto de Palermo y que atraca al muelle tranquilamente, sencilla la maniobra. No tendrás dificultad en reconocer a Agnesse en esa muchacha que se sienta en la bancada de popa, cerquita del timón; si insistimos en observarla, veremos cómo el patrón del barco se acerca y la saluda; cómo ella le da las gracias con expresiones para el capitán Triantafilu; cómo trasladan al muelle el equipaje de Agnesse, y cómo ella misma recorre sin ayuda la pasarela y queda en el muelle, contemplada por los marineros del patache, por los ociosos, por algún pescador, y por ese caballero inglés, maduro ya, que la descubre de lejos, que la examina, que se aproxima cuando ella se ha sentado en su baúl, y que interpreta como inmensamente desolado, como dubitativo y sobre todo desalentador, su gesto y su ademán. «No soy un desconocido, signorina. Me llamo sir Ronald Sidney.» Y ella de un salto le mira con estupefacción, con súbita alegría con imparable llanto; parece sin embargo que en tales lágrimas fuera a realizar la metáfora tópica que las convierte en gemas, aunque no perlas, sino más bien diamantes, por las chispas de luz del arcoiris que el sol les arrancaba. Se echó en sus brazos y respondió: «¡Es milagroso, señor, es increíble!» y recitó en inglés el primer verso de la melodía tercera, el que le vino a las mientes. Y sir Ronald, impecable, la recibió en su pecho, besó su frente (quizás como exploración), y respondió a un verso con otro verso, aquel de la melodía VII que dice, más o menos: «¿Qué viento fue el que movió tu nave hacia mi corazón? ¿Qué buscas a mi lado?». A Agnesse le pareció, entonces, que la mejor respuesta era besarle en la boca. De modo que con esto atamos un cabo más, y finiquito. El resto de la historia de Agnesse y de sir Ronald es lo que se conoce, más o menos; corregida en el detalle de que no fue sir Ronald quien se sentó en el baúl, corregida en algún detalle más, hay varios eruditos empeñados en despojar el idilio de las mentiras y adherencias acumuladas por Agnesse en su correspondencia: no creía la verdad suficiente y procuró completarla. Aunque con esto no acuso a Agnesse: cuando se sepa toda la verdad del encuentro y de todo lo demás, una vez cotejada con la mentira, ésta será probablemente más importante y, sobre todo, más verosímil.

Pues ahí tienes ya al obispo, y sin maniatar, porque no opuso resistencia a la orden del ministro. Se limitó a que le acompañase su secretario y familiar, ese clérigo espigado y de verdosa tez como las aceitunas napolitanas, al que alguna vez hemos entrevisto, ése que parece una espingarda y tiene el mirar tenebroso. ¿Sabes que es la mismísima persona a quien yo había prometido en Nueva York una visita, el conde Cagliostro, José Bálsamo, Gran Maestre Universal de Rosa-Cruz y por tanto poseedor del secreto de la inmortalidad, o, por lo menos, de la vida longa, pues subsiste? Lo habíamos olvidado, como tantas cosas más. ¡Ay, Agnesse, no se debe escribir una carta de amor cuando se tiene que inventar una novela! Ahora no queda tiempo para contarte las razones por las que está disfrazado de cura y en función de familiar del obispo de La Gorgona, pero puedo al menos aclararte que todo se relaciona con el tesoro del Temple, que nadie sabe si está debajo del castillo, o en las mazmorras de un convento, o en una gruta excavada en las rocas del mar.

Los habían dejado en la antesala, cerca del ventanal, y ellos, silenciosos, contemplaban la ría y sus afanes, la descarga del bergantín que había llegado, la carga de la goleta que iba a zarpar. El obispo señaló las velas de un brik-barca que enfilaba la bocana, y el familiar le respondió que eran hermosas. El Obispo comentó: «A lo mejor, parte para las Indias Occidentales». «Ahora todo el mundo quiere marchar a las Indias Occidentales. Dicen que allí se es libre.» El obispo suspiró, el familiar siguió con la mirada las velas. Abrieron una puerta detrás: ellos no se movieron. Una voz advirtió que Su Excelencia esperaba, y ellos entraron en el despacho de Ascanio, el obispo delante, el familiar pisándole los talones, reverencia va, reverencia viene, los sombreros en la mano, las capas recogidas. Y sonrisas desde lejos. Ascanio quedaba al fondo, detrás de la mesa enorme, de los papeles, del Crucifijo de marficlass="underline" de pie, tranquilo ya, como quien se ha desahogado haciendo barbaridades, si bien las suyas no hubieran alcanzado las de Aquiles en cólera, ni las de Orlando en furia, sino que todo se le había ido en palabras, aunque, ¡caray! Los eclesiásticos se aproximaron con pasitos, con modales de eclesiásticos, y volvieron a saludar ya más cerca, con reverencias asimismo eclesiásticas, e iban a sentarse a la manera eclesiástica, pero como el ministro no mandó que lo hicieran, se sintieron de pronto desairados, sobre todo el obispo, con el cuerpo doblado ya y el gran culo episcopal encima del asiento; pero no llegaron a romper la compostura eclesiástica. El familiar resolvió la situación rogando a Su Ilustrísima que se sentase, y el ministro no se atrevió a prohibirlo, pero quedó de pie, de manera que el familiar no tuvo más remedio que imitarle. Sin embargo, quien quedaba en la posición peor fue el obispo: lo comprendió al sentirse interrogado, interpelado, desde arriba, desde la posición más fuerte, por la voz, por la mirada, por el ademán de Ascanio. «Señor obispo, hace ya tiempo que se envió a Roma un propio con una carta.» «Roma, señor ministro, es cauta en las respuestas, y por supuesto, demorada. En Roma no se acostumbra a improvisar.» «Señor obispo, Roma actuará como eterna que es, pero la vida de los hombres acaba pronto, y necesitan de soluciones rápidas.» «Las respuestas de Roma, señor ministro, sientan doctrina, Su Excelencia no lo ignora. Tienen que redactarlas escrupulosamente fundamentadas.» «Y en buen latín, ya lo sé; en el mejor latín posible, para que no haya dudas. Pero, señor obispo, por esperar la respuesta de Roma perdí a la mujer que amaba.» «Señor ministro, ante cuestiones de doctrina, Roma no puede tener en cuenta los casos particulares más que como lo que son. En su nombre, sin embargo, deploro pérdida tal, y recomiendo a Su Excelencia resignación cristiana.» «Señor obispo, usted, lo mismo que yo, ha contemplado a los hermosos dioses antiguos, a los llamados falsos, esos que no existieron nunca, tan vivos como nosotros mismos. A partir de aquel día, yo no sé si usted dejó de creer en la Iglesia, pero puedo asegurarle que todos cuantos los vieron han perdido la fe, si no fueron los griegos, si acaso, que esos hallaron a tiempo el modo de creer en los viejos y al mismo tiempo en el nuevo, pero lo hallaron también para seguir pecando sin miedo a condenarse.» «Reconozco, señor ministro, que la situación es confusa, y lamento no disponer aún de medios para aclararla. Pero un día dirá Roma la última palabra…» «Cuando ya todos hayan muerto, ¿verdad?» El obispo ocultó modestamente la sonrisa: «Muy posible, señor ministro. La fecha de la muerte es un misterio insondable». «Salvo en el caso de los condenados, que de ésos se conoce la hora en punto.» «¡Pero Dios se apiadará de ellos, como de todos nosotros!» Ascanio le respondió a esto último con un mohín de la boca que lo mismo quería declarar conformidad que indiferencia. «Pues yo, señor obispo, no sé qué pensará hacer la gente de este pueblo, ni me importa, porque pronto dejaré de meterme en eso, pero sé lo que voy a hacer yo. Por lo pronto, entraré en el convento de las Clarisas y violaré a unas cuantas novicias de cuya hermosura se hace lenguas la gente: con absoluta tranquilidad de conciencia, porque no es pecado. Los dioses lo autorizan con su ejemplo». El obispo representó con bastante habilidad la escena del espanto. «¿Será capaz, señor ministro, de ultrajar de ese modo a las novias del Señor?» «Señor obispo, hemos visto a Poseidón y Anfitrite amarse impunemente encima de las aguas…» «Podían ser demonios, señor ministro. ¡Las tretas del Maligno son imprevisibles y absolutamente originales! Me atrevo a pensar que la respuesta de Roma, cuando llegue…» «No la puedo esperar, señor obispo. El hambre de mi revancha no admite tregua. Fui casto por temor al infierno y perdí la ocasión de ser feliz. Ahora pienso cobrarme, al menos, en placer. No necesito decir que expulsaré de la Isla a los clérigos, a los frailes y, con el mayor respeto, a Su Ilustrísima. Y que enviaré un embajador a la República Francesa.» El obispo pegó un salto en el asiento, absolutamente sincero, y el terror se le pintó en el gesto. «¡Señor ministro, no hará eso! ¡A la República Francesa, no! Señor ministro, ¿se da cuenta de lo que pesan esas palabras de Libertad, Igualdad y Fraternidad? En ese mundo de ateos ni usted ni yo tendremos sitio.» «Yo sí, señor obispo. Convocaré un Parlamento, haremos una Constitución…» «¡El acabóse, señor ministro, el acabóse!» El obispo miraba compungido un poco más arriba del Crucifijo que tanto miedo había puesto en el alma de Agnesse, tiempo atrás, el día de su llegada; miraba hacia un punto neutro en el que acaso estuviera el remedio de la catástrofe. Y sobrevino un silencio suspirado tras del cual se esperaban, de una parte o de otra, palabras levantadas, definitivas, tajantes. Pero el que tajó fue el brazo escuálido, fue la mano larga y oscura de Cagliostro. Interpuso, brazo y mano, entre las Dos Espadas y dijo: «Me parece, señor obispo, señor ministro, que el punto de partida es un error. Si se me permitiera decir unas palabras, acaso lograríamos ver claro y llegar a un acuerdo». Ascanio le sonrió: «Mi decisión está tomada, pero para que no se diga…». Cagliostro le hizo una breve reverencia. «No esperaba otra cosa de la cortesía proverbial de Su Excelencia, de la que se hacen lenguas hasta los condenados a muerte. Pues bien, quiero ser breve y claro. Acaso el señor obispo, acaso el señor ministro, no hayan jamás oído hablar de Messmer.» El ministro y el obispo se miraron. «No. No oí jamás ese nombre.» «Ni yo tampoco.» «¡Desventajas de no viajar, excelentísimos señores! El doctor Messmer ha demostrado a satisfacción de la Academia Francesa, hace ya lustros, cuando en París vivían reyes y reinas, la existencia de ciertos fluidos naturales capaces de provocar en las personas estados que llamaremos de sugestión, pero también de hipnotismo, que es la palabra apropiada: Hacer ver lo que no existe, por ejemplo, y que el sujeto lo crea.» «¿Va usted a decirnos que he visto a Anfitrite y a Poseidón porque estábamos sugestionados?» «A eso aspiro, Excelencia, pero no con palabras. El efecto de esos fluidos puede operar sobre personas aisladas, pero también sobre colectividades, y hacerles ver…» Esta vez fue el obispo quien interrumpió con lujo de aspavientos: «¡Pero es una herejía, padre! Si lo admitimos, ¿quién va a creer en milagros? Todo el mundo dirá que son casos de sugestión colectiva». «Todavía no sabemos lo que dirá la gente, ni siquiera lo que dirá la Iglesia cuando llegue el caso. Me limito a proponer a Su Excelencia que nos conceda una tregua… digamos de un par de días. Pudiera suceder que una nueva situación inexplicable sobreviniera; tengo, al menos, mis motivos fundados para esperarlo, a causa de ciertas señas en los vuelos de las aves y en los cercos de la luna… En fin, como la cosa es urgente, no da tiempo a entrar en grandes explicaciones, que, de ser necesarias, se darán después. Pero suplico a Su Excelencia que aplace por unos días, dos o tres, el asalto al convento y la violación de las novicias, en la que, de todos modos, tardaría algún tiempo. Si después de lo que suceda no se queda satisfecho, el propio señor obispo le franqueará las puertas del cenobio.» El obispo miró al familiar con sorpresa y algo de incomprensión. «Sí, Ilustrísima, me tomo la libertad de hacer esa promesa, que es también compromiso, en la seguridad de que las puertas de Santa Clara permanecerán cerradas a la lujuria, como lo están ahora.» «¿Tanta fe tiene usted en sí mismo?», le preguntó el ministro; y esperó la respuesta con la misma ansiedad que el eclesiástico. «En mí, ninguna. Pero en la ciencia y en quienes la poseen…» El señor obispo se estremeció y, al mirar a los ojos de Ascanio, advirtió algo que podía interpretarse como una coincidencia. «¿No huele eso a azufre?» «Si es ésa la última palabra de la autoridad eclesiástica, entonces, señores, podemos ir paseando ya hasta el convento de Santa Clara.» El obispo cruzó las manos e inclinó la cabeza. «¡Confío en el Señor, confío en el Señor!» Una pareja de palomas había venido volando hasta el alféizar del ventanal. Eran grises y buchonas. El macho buscaba el pico de la hembra, la hembra lo dejaba buscar. Caía el sol vertical del mediodía y el aire sofocaba. Ascanio Aldobrandini ofreció a los clérigos unas copas de vino frío. Ellos las aceptaron. Al levantar la suya, el obispo observó que en las oscuras pupilas de Cagliostro, navegaban solemnes tres navios de guerra.

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[4] Existe una leve coincidencia, quizá sólo aparente, entre este momento de la narración, y otro del Misserere de Bécquer. Pues no es coincidencia, sino imitación deliberada, y si se quiere, plagio. Y, para que conste, expido la presente aclaración, en tal lugar del globo, a tantos de tantos, etc. Puedo añadir que lo hice porque me convenía, y que si lo declaro no es más que para enterar a los que no han leído a Bécquer.