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Parte de esto lo sabías, Ariadna, aunque yo lo haya completado con mis propias averiguaciones, y eso puede haber hecho que te parezca enteramente nuevo. Confieso que lo de los espejos, ese ir de uno en otro como quien va de una ventana a otra en busca de paisajes distintos, es de mi personal descubrimiento, pero no creo haberme apartado mucho de lo que prueban los documentos, porque me encuentro en situación de asegurar que Agnesse buscó siempre en los espejos alguna forma de revelación, y te diré cómo y por qué, aunque a su tiempo. Parte de esto lo sabías, insisto, y también la escapatoria de Venecia con pasaportes falsos, por caminos infestados de soldados, hasta la misma Roma. En cambio no figura en tu memoria, porque Claire la ignora aún, la aventura de Agnesse con un coronel francés en un castillo de la Romaña desde un sábado hasta un lunes. Yo estoy bastante bien informado (insisto: a su debido tiempo sabrás el cómo) y puedo asegurarte que si a aquel amor debió Agnesse el haber acabado el viaje con vida y el haber llegado a Roma con escolta militar, los días que duró, mejor dicho, las noches, no las olvidó jamás, y fueron ese punto de referencia o de comparación a que se acude siempre que un amor nuevo aspira a superar a los antiguos o a igualarlos al menos. Los de Agnesse fueron muchos después, nunca alcanzaron esa cima de perfección y de ardor que los hace incomparables; o quizá sea que el coronel francés, perito en ambas tácticas, la dejó incapacitada para salirse ya de los caminos monótonos, aunque ella lo pretendiese, aunque no buscase ya en la vida más que eso. Si en el amor participan el alma y el cuerpo, o, al menos, eso que llamamos alma y eso que llamamos cuerpo y que todavía no sabemos lo que son, por mucho que se empeñen los especialistas en privarlos del misterio, el alma de Agnesse se recluyó y dejó al cuerpo que amase solo, y lo hizo, de eso estoy bien seguro, con furia, pero también con desencanto. Hasta que encontró a sir Ronald.

Tú sabes, Claire te lo dijo y enseñó, algo de la vida de Agnesse en Roma, intrigas de amor, y de política, escasez de dinero, cierto vivir peligroso a causa de sus juegos con los espejos, la Santa Inquisición todos los días encima, aunque también protegida por varios purpurados, entre los que contaba algún pariente (¿algún amante también?); pero quedan de esta vida de Agnesse unos meses en blanco, tiempo en que las pistas se perdieron y que varios biógrafos suponen oscuros más que vacíos, vulgares y medrosos en algún escondrijo, y no falta una hipótesis que la imagine prostituida, a causa del desamparo en que la dejaron sus amigos; pero esto no pudo ser así, porque precisamente estos amigos, los cardenales del bando austríaco, fueron los que encontraron para ella un refugio en La Gorgona, donde pudiera protegerse de los enemigos políticos y de los que la perseguían por bruja. ¡Llamarle bruja porque veía en los espejos lo que la vida había depositado en ellos! Fra Giaccomo Serra la tranquilizó al respecto, pero sólo mientras se entendía con él. El dominico asesoraba en Teología a la Santa Sede, y se presentaba a Agnesse (ella lo cuenta en sus cartas, que por eso fueron puestas en el índice) como el hombre de más poder de la cristiandad, ya que todos creían lo que él mandaba, empezando por el papa. «Si de verdad existiera Dios, solía decir, sería como yo quiero.» «Fra Giaccomo me hizo descreer. Solía llevarme ante los espejos del Vaticano (yo disfrazada de novicio) para que le descubriese los secretos del pasado, pecados de papas o componendas teológicas. Cuando se cansó de mí, o yo de él, no lo recuerdo bien, quizá nos hayamos cansado al mismo tiempo, puso en mi huella a todos los lebreles del Santo Oficio, que me persiguieron, que me acosaron, pero que no lograron apoderarse de mí». Claire no te lo confesó, ni creo que llegue a confesártelo, pero con esa operación siniestra a que te tiene sometida y de la que espera (él, al menos, lo dice) que la verdadera voz de Agnesse emerja del silencio de la muerte y hable desde tu cuerpo, lo que busca no es aclarar la verdad de estos enigmas, sino sólo lo que hizo Agnesse en ese tiempo de ausencia, dónde estuvo, con quién se relacionó y cuál fue la ocasión en que pudo enterarse de que Napoleón había sido inventado. ¿Comprendes ahora? Mediante un desliz secreto, mediante unas técnicas a que no le autoriza su dignidad científica, un investigador irreprochable como lo fue Claire podría husmear en dirección segura, alcanzar por caminos vedados el meollo de la cuestión, y si el resultado es de los indemostrables, como tendría que ser, quedarse al menos satisfecho de su averiguación, por vía irracional, de la verdad. Pero lo que Claire se propone es imposible: la parapsicología no da para tanto, ni siquiera el espiritismo científico, si es hacia ahí adonde se encamina. Quiero creer (es mera hipótesis) que Claire, antes de esa siembra tantas veces mentada y reída, antes de tomarte por conejillo de Indias de un método que no sé si inventó o le aconsejaron, se valió de toda clase de ardides usuales, las mesas parlantes, las guijas, algún que otro médium profesional, a cuyo reclamo el espíritu de Agnesse se mostró reticente, si no insensible. ¡Cómo iba a responder ella, incrédula de raíz, pero que, de creer en algo sería en la Iglesia Católica, que tiene prohibida a las ánimas la participación en esa clase de diversiones, la concurrencia a esa clase de citas! No hay contradicción, fíjate bien, entre lo que acabo de decir y la investigación del misterio por el método de los espejos: el espiritismo es cosa de mentes racionalistas, que quieren aplicar la ciencia a lo que es por naturaleza incompatible con ella, y lo de los espejos pertenece a vuestro mundo meridional y a la parte secreta de vuestros hábitos y de vuestras sapiencias. Agnesse no fue más que una muchacha veneciana como otra cualquiera, pese a hablar el inglés como su lengua madre y haber conocido a Byron (con quien seguramente se habrá acostado también, aunque se carezca de datos al respecto. ¿Conquistado quién por quién? Me inclino a creer que en esa aventura, si existió, Agnesse no cedió un solo instante el timón de la góndola, que, como sabes, carece de timón). Si alguna vez la iniciaron en la magia, habrá sido en la vuestra, la de Casandra y la Sibila de Cumas, oráculos y videntes, no en esas otras que ahora pululan, sin tradición, sin raíces, sin fundamento, de las que parece ser devoto Claire. En cualquier caso, mi procedimiento se opone al suyo: no es un modo racional de averiguación, sino místico! Consiste pura y simplemente en ver y en hacer ver: para esto está el fuego, está el tumulto inquieto de las llamas: elocuentes, más que cualquier espejo o que cualquier redoma, pero de esto ya te hablaré: porque antes sucedió lo que debo contarte, lo que tienes necesariamente que saber: volví junto a Cagliostro, le llevé los diarios y las revistas en que critican el libro de Claire, le expliqué de qué se trata y lo que quiero averiguar. «Me dijo usted que orientase mí curiosidad hacia la Isla de La Gorgona. También me dijo que puedo ver lo mismo que usted ve. ¿Cómo se hace?» Cuestión de palabras, Ariadna: eso fue lo que me respondió: ¡Todo lo importante del mundo se resume en palabras, abren o cierran, atan o libran! Las aprendí y dejé que de mis labios volasen. Cagliostro me vigilaba como el maestro al alumno que agarra por primera vez el volante de un coche, va bien, no va bien, un poco a la derecha, y vi la Isla de La Gorgona por primera vez, después de haberla buscado en el tumulto interminable de la historia y del Cosmos: en medio de la mar azul, luminosa y concreta como una gema a la que arranca destellos el sol. Y vi también en un velero navegante entre Gorgona y Ragusa, el Artemisa, a una mujer dormida. Agnesse Contarini. En aquellos momentos, el poeta Sidney tomaba el sol en una plaza de Palermo, sentado ante una taza de café que no sabía aún cómo pagar. No es cierto, pues, como Agnesse relata, que se lo haya encontrado en el mismo muelle, recién desembarcado de La Gorgona, gaviota solitaria entre el cielo y el mar. El encuentro aconteció más tarde, de eso estoy seguro, y cuando tengamos tiempo averiguaré sus trámites. Lo que ahora quiero saber es el porqué de ese viaje y el porqué de habérnoslo ocultado Agnesse a nosotros y a toda la posteridad: a lo mejor ahí está la clave que se busca, la que busco para ofrecértela como una rosa que se entrega al paso: «Toma, ahí la tienes. A Napoleón lo inventaron… quienes fueran, tal día y en tal lugar. Agnesse estaba delante». Pues el Artemisa con ella a bordo, navegaba hacia un temporal en el que se metió con todo su velamen, que hubo que arriar deprisa, el capitán Triantafilu desgañitándose en el puente, y Agnesse temerosa de morir allí mismo, y sin poder encomendarse a nadie porque ya no creía en Dios. Llevaba yo un buen rato delante del espejo, el barco peleaba contra el viento y las olas, era muy emocionante ver al propio capitán agarrado a la rueda del timón y al contramaestre a su lado con el silbato en la boca, mientras los marineros, anhelantes, esperaban las órdenes. Pero empezó a ser monótono el espectáculo, y se alargaba, y le pregunté a Cagliostro que cuántas horas. Me dijo que no lo podía saber, pero que, según su experiencia, el temporal no hacía más que empezar, y que a lo mejor duraba un día entero. «¿Y tenemos que aguardar aquí, contemplándolo hasta que amaine?» «No parece muy distraído.» «¿Y no podríamos darlo por amainado, y ver la arribada del barco a La Gorgona?» «Habría que esperar. Todo tiene sus trámites, y desconozco los conjuros que pueden abreviar la duración de un temporal.» Lo dijo con desgana, y no sé por qué me pareció advertir cierta contradicción entre aquellas palabras y lo que el otro día me había revelado acerca de la simultaneidad de todas las acciones. Podría sin embargo explicarse como efecto del cansancio, ya que añadió que por qué no me decidía a obrar yo por mi cuenta y a contemplar en mi casa los episodios del viaje: bastaba con un espejo y las palabras…