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Al margen de estas cosas, la estancia de María Clara en Londres no había sido útil ni placentera. Londres le había parecido una ciudad poco acogedora, en general rica en promesas, pero poco dadivosa con el forastero carente de relaciones o fortuna. No había hecho amistades sólidas y los días allí se le habían hecho eternos; había buscado algún trabajo eventual, más por combatir la soledad y el tedio que por apremios de dinero, pero tampoco en eso había tenido suerte. El clima era riguroso y el apartamento en que vivía estaba tan mal acondicionado que a veces dejaba transcurrir el día entero sin salir de la cama, y hasta diez días seguidos sin darse un baño.

– Vamos, vamos -dijo Fábregas de pronto-, me cuesta creer que en dos años no consiguiera entablar ningún tipo de relación personalmente remuneradora.

La torpe formulación de este comentario, que en realidad pretendía ser gentil, el tono en que fue hecho o algo en la expresión de Fábregas, hizo que María Clara enrojeciera. Se hizo un silencio engorroso que solventó Fábregas pidiendo la cuenta a voces. Estaba irritado, pero no conseguía vislumbrar las causas de esta irritación, cuya injusticia, en cambio, se le hacía patente. Miró a María Clara de soslayo y se enterneció. Debo decirle algo tranquilizador, pensó; algo como: disculpe la indiscreción de mi comentario estúpido; o: por supuesto, no me debe ninguna explicación en lo que atañe a sus actos; pero no es esto lo que ella espera de mí, sino esta frase: haga usted lo que haga, a mí me parecerá siempre bien. Pero para decir tal cosa haría falta una magnanimidad que yo no poseo, se dijo. Acababa de pensar esto cuando ella levantó la mirada que hasta entonces había tenido clavada en el mantel y la dirigió hacia el horizonte. Entonces él vio que sus ojos eran grises y muy claros y que por esta causa cambiaban continuamente de color, según lo que se reflejara en ellos; ahora eran de un azul plomizo, como el agua de la laguna. Le sonrió y alargó la mano para coger la de ella, como si con este gesto y esta sonrisa quisiera decir: tenga paciencia, no soy tan riguroso ni tan inflexible como usted me juzga, pero por ahora no me es posible hacer más. Sin embargo, se detuvo sin concluir el gesto y su sonrisa se desvaneció sin que ella hubiera tenido tiempo de advertirla.

IX

Cuando ya se iban, el yugoslavo que regentaba el establecimiento les dijo que la próxima vez que fueran allí les prepararía una bullabesa.

– No hay otra igual en todo el Mediterráneo -fanfarroneó. El aliento le olía a vino, pero Fábregas dedujo de sus palabras que el yugoslavo daba por sentado que regresarían a aquel restaurante en breve y decidió tomar la baladronada por un buen augurio. El yugoslavo les acompañó a la puerta.

– ¿Van a visitar la ermita? -les preguntó.

Fábregas, que no había oído siquiera hablar de una ermita no supo qué responder y miró a María Clara. Ella dijo que sí y acto seguido le explicó que en aquel islote se encontraban las ruinas de una ermita célebre donde había habido hasta pocos años atrás una reliquia de San Francisco de Asís, el cual había estado allí en vida, orando y predicando.

– Y también haciendo milagros -se apresuró a añadir el yugoslavo. Y a continuación pasó a referirles uno de aquellos milagros que, según dijo, había acaecido en el mismo lugar donde ahora se encontraba el restaurante o muy cerca de allí-. Una vez estaban San Francisco y otro monje paseando por este sendero a la caída de la tarde y hablando de asuntos acuciantes de la orden cuando acudió a posarse junto al sendero una bandada de pájaros piando y chillando de un modo escandaloso. El monje, enojado por aquella irrupción, que les impedía proseguir el diálogo, cogió una piedra del suelo e hizo ademán de arrojársela a los pájaros, pero San Francisco le detuvo diciéndole: Déjalos que píen, hermano, porque no nos hacen ningún mal; antes bien, nos dan ejemplo, pues alaban al Señor exaltando Su obra; vayamos donde ellos están y cantemos a su lado las horas canónicas. Y diciendo esto fue a donde estaban los pájaros, los cuales, viéndole venir, no huyeron, sino que permanecieron quietos y en silencio hasta que San Francisco, dirigiéndose a ellos, les dijo: Hermanos pájaros, acompañadme en el rezo de mi oficio en honor de Nuestro Señor. Dicho lo cual, se puso a cantar, pero no con su voz habitual, sino con el gorjeo de los pájaros, mientras éstos coreaban su canto balanceando la cabeza y agitando las alas. Cuando hubieron terminado, San Francisco se reunió de nuevo con el monje, que había asistido mudo de asombro a aquel milagro, y los pájaros levantaron el vuelo y no volvieron a importunarles más.

Al salir del restaurante el sol ya declinaba y los árboles proyectaban una sombra agradable en el camino, por el que anduvieron un rato en silencio hasta que Fábregas, sin poderse contener, dejó escapar una carcajada.

– ¿De qué se ríe usted? -preguntó ella.

– De la majadería que acaba de contarnos el señor del restaurante -dijo él.

– Es una leyenda muy antigua -dijo ella-. Yo la he oído contar varias veces. En el fondo, no hace más que ilustrar el cariño proverbial de San Francisco hacia los animales y no veo qué tiene eso de irrisorio.

– Por favor -exclamó Fábregas-, no me diga que esa historia no le parece ridícula y sin sentido.

– Ridícula tal vez lo sea -dijo ella con una seriedad que desconcertó a Fábregas-, pero no sin sentido. Los milagros no tienen otro objeto que dar testimonio de la omnipotencia de Dios; lo que ocurre es que usted no ve sentido a lo que no produce un beneficio práctico directo e inmediato. Hoy en día los milagros son siempre así: la curación de una enfermedad irreversible o el salir indemne de un accidente aparatoso. Ya ve usted que la religión no puede ser algo tan mezquino.

– La veo muy impuesta en la materia -dijo Fábregas en un tono de extrañeza no exento de ironía.