– No es eso -replicó ella sin abandonar la seriedad con la que venía hablando-; es que usted lo ignora casi todo.
Sobre una loma había una construcción en ruinas que a Fábregas le pareció una fortaleza antigua, pero que era en realidad la ermita a la que se dirigían. Los muros eran altos y macizos y estaban cubiertos de hiedra. Los sillares que componían estos muros eran de tal grosor que Fábregas no podía dejar de preguntarse cómo era posible que se hubieran derrumbado en tantas partes: sólo un temblor de tierra o un cañón de gran calibre podían haber sido la causa de tantos boquetes, pensó. Unos matorrales enmarañados cegaban el acceso a la puerta de la ermita, de cuyas jambas paradójicamente aún colgaban las bisagras. Cuando entraron en la ermita por uno de los boquetes del muro, pudo ver que el techo había desaparecido, pero que aún permanecían en pie los dos arcos románicos que lo habían sustentado en su día: ahora por entre los arcos se veían pasar unas nubes largas, estrechas y deshilachadas por los bordes. En las paredes interiores se podían distinguir restos de pintura y entre la hierba que cubría el suelo asomaban losas rectangulares cubiertas de inscripciones en latín y de relieves borrosos. Fábregas iba sorteando los obstáculos en seguimiento de María Clara, de cuyos labios esperaba oír alguna explicación. Ella, sin embargo, parecía no advertir su presencia. Finalmente se detuvo en el centro de la nave, cogió un palo del suelo y con él empezó a remover y separar las hierbas hasta dejar al descubierto una lápida en cuyo centro un bajorrelieve que el tiempo había desgastado hasta dejarlo apenas reconocible representaba un yelmo rematado por un penacho. Fábregas se reunió con ella, examinó la lápida y aguardó a que ella dijese algo, pero cuando parecía disponerse a hacerlo un ratón de campo salió corriendo de las matas que ella había removido y pasó zigzagueando entre los pies de María Clara, que dio un brinco involuntariamente.
– Vaya -dijo de inmediato-, me parece que sin querer he perturbado la paz de este inquilino.
– Me temo que ha perturbado usted algo más que su paz -dijo Fábregas poniéndose en cuclillas y señalando el lugar de donde había salido precipitadamente el ratón-. Mire lo que hay aquí.
Ella se agachó y miró hacia donde él señalaba. Allí había cinco ratoncitos recién nacidos, a los que su madre, atemorizada, acababa de abandonar.
– Ni siquiera tienen los ojos abiertos -dijo él tomando uno de los ratoncitos con dos dedos y colocándoselo en la palma de la mano. El ratoncito no era mayor que el dedo pulgar de él y tenía la piel rosada, sin pelo y surcada de pliegues. Fábregas acercó la mano a los ojos de María Clara para que ella pudiera examinarlo mejor. El cuerpo del ratoncito se agitaba como si jadease o como si los latidos del corazón le repercutieran en todo el cuerpo-. Han nacido hace unas horas, posible Tiente mientras nosotros comíamos. Vea cómo busca todavía el calor de la madre.
– ¿Usted cree que ese ratón que acaba de salir huyendo era en realidad la madre de esta carnada? -preguntó ella mirando fijamente el ratón que sostenía Fábregas, pero sin decidirse a tocarlo.
– De eso no hay duda -dijo él depositando de nuevo el ratoncito junto a sus hermanos.
– Yo creía que los animales defendían a sus crías -dijo ella.
– Sólo cuando la defensa tiene algún propósito -dijo Fábregas-. En este caso la madre sabía de sobra que no podía plantarnos cara, de modo que ha salido huyendo. A lo mejor trataba de atraer sobre sí nuestra atención y evitar de esta manera que descubriéramos el escondrijo de sus crías. Pero también es posible que sólo tratara de ponerse a salvo. A veces eso es lo único que se puede hacer por las personas que dependen de uno, ¿no le parece?
María Clara se quedó reflexionando, como si aquellas palabras fueran en realidad una alegoría de otra situación o escondieran un significado importante. Luego miró a Fábregas con la esperanza de ver en los ojos de éste una expresión que le permitiera descifrar aquella incógnita, pero él no la miraba. Con un…s ramas secas estaba ocultando los ratoncitos.
– ¿Qué hace? -le preguntó.
– Su madre volverá cuando crea que ha pasado el peligro -dijo él-. Seguramente está escondida por aquí cerca, espiándonos y esperando que nos vayamos.
– En tal caso, ¿no sería mejor dejar los ratoncitos en lugar visible, en vez de ocultarlos como está usted haciendo?
– No -dijo él-. Si los dejáramos a la vista no tardaría en caer sobre ellos algún ave rapaz. Y de todas formas la madre los localizará por el olfato o por el oído. ¿No oye como chillan?
María Clara inclinó la cabeza y pudo percibir un chillido muy agudo y muy tenue.
– ¡Pobrecitos, deben de estar muertos de hambre! -exclamó-. Vayámonos cuanto antes y dejemos que su madre regrese.
Se puso de pie y sacudió del borde de la falda las briznas adheridas a la tela. Fábregas se incorporó luego y ambos se alejaron de aquel lugar y se apostaron junto a una piedra que en su día debió de haber sido el soporte del altar. Ella confiaba en ver desde allí la rata cuando ésta acudiese nuevamente junto a sus crías, pero él le dijo que no cabía esperar tal cosa.
– No asomará el hocico hasta que no se cerciore de que nos hemos ido -le dijo-. Antes la hemos pillado desprevenida; ya no permitirá que la sorprendamos por segunda vez.
Salieron al campo por otro boquete del muro. Este boquete era tan ancho que entre las dos partes del muro que aún permanecían en pie había echado raíces una higuera.
– ¿Usted cree que estarán a salvo? -dijo María Clara mirando por última vez en dirección al punto donde habían dejado ocultos los ratoncitos.
– Nadie está a salvo -dijo él-, pero en este caso particular creo que podemos contar con la intercesión de ese santo pajarero al que usted tanto admira.
– Ya veo que se ha enfadado conmigo porque antes le he reprochado su ignorancia y su incredulidad -respondió ella mirándole primero a los ojos fijamente y luego al cielo-. Venga: falta poco para la puesta de sol y eso es algo que merece ser visto.
X
Anduvieron un trecho a campo traviesa hasta desembocar nuevamente en el camino, por el que descendieron, siempre en dirección a poniente, hasta alcanzar la orilla del agua. En aquella parte la costa se allanaba formando una playa estrecha de guijarros oscuros. En uno de los extremos de esta playa se alzaba una formación rocosa sobre la cual se veía el armazón de una antena de radio en desuso, en cuyo vértice, sin embargo, seguía encendiéndose y apagándose con regularidad una luz roja que prevenía al tráfico aéreo de la presencia de la antena. Al pie del promontorio rocoso, sobre la playa, había una caseta de madera maltrecha y sin puerta.
– Sentémonos aquí -dijo ella señalando un lugar cualquiera en la playa. Fábregas se quitó la americana, la dobló y la colocó sobre las piedras. Todo esto lo hizo con tanta rapidez, habilidad y discreción que María Clara se encontró sentada sobre la americana de él inadvertidamente. En definitiva aquel gesto acabó pareciendo un truco de prestidigitación antes que un acto de galantería. Fábregas se sentó directamente sobre los guijarros, rodeó con los brazos las piernas encogidas y apoyó el mentón en las rodillas. Esta actitud tenía algo de antiguo. Así estuvo un buen rato, callado y mirando fijamente el agua. Comprendía que había cometido con ella una incorrección grave y que le debía una disculpa, pero no sabía qué decir. La acusación de escepticismo que ella le había lanzado por despecho, al azar y sin fundamento, le había causado un impacto inesperado. Efectivamente, siempre había sido un escéptico, no sólo en materia de religión, sino en todos los sentidos, pensó. En su fuero interno estaba convencido de que todo el mundo pensaba como él, incluso quienes profesaban explícitamente una creencia o una doctrina de cualquier tipo, y la experiencia no había hecho más que ratificarle en su opinión. Ahora, sin embargo, llegado a aquellas alturas de su vida, la acusación que ella le lanzaba sin conocimiento de causa parecía encontrar eco en su propio desasosiego. Quizá lo que me ocurre es que nunca he tenido un ideal, pensó. Una ráfaga de aire frío le sacó de su abstracción. Le pareció oír a lo lejos el retumbar de un trueno y al levantar la mirada del suelo vio que el agua se había vuelto del color del plomo. Presa de un temor irracional miró a María Clara con una expresión que la sobresaltó.