– ¿Qué le ocurre? -dijo ella.
Él recobró la calma al oír su voz.
– Perdone si la he asustado -dijo-. Anoche tuve una pesadilla y en este mismo instante he creído revivirla.
El cielo se había encapotado y se aproximaba el fragor de la tormenta. Fábregas sintió un escalofrío y ella, al advertirlo, se levantó y le devolvió la americana.
– Póngasela -dijo-, no sea imprudente.
– Deberíamos regresar sin perder un minuto -dijo él-, pero no veo de qué forma.
– No lo ve porque es usted un hombre sin fe -dijo ella-. Mire.
Fábregas miró hacia donde ella señalaba y vio aparecer entre las rocas del promontorio la misma barca que unas horas antes los había llevado al islote.
– Vamos, vamos, usted había quedado con el barquero en que nos recogiera a esta hora y ha hecho coincidir la conversación con su llegada para sorprenderme -dijo.
– No, no, ¿cómo podía saber yo el instante preciso en que aparecería la barca? -replicó ella en tono jocoso.
Fábregas no supo qué responder a esto y volvió a sus cavilaciones, de las que le sacó la voz áspera del barquero, quien, después de atracar, les apremiaba.
– Entonces, ¿vamos a tener tormenta? -preguntó Fábregas cuando María Clara y él se hubieron acomodado en la barca.
– Eso parece -dijo el viejo lobo de mar-, aunque con el tiempo, nunca se sabe.
– Yo pensaba que los lobos de mar siempre sabían estas cosas -dijo Fábregas.
– Los lobos de mar, puede que sí -respondió el viejo lobo de mar-, pero yo sólo soy un marinero de agua dulce que se gana la vida paseando turistas.
Apestaba a vino, pero se había vuelto muy locuaz. Puso proa a Venecia y aceleró el motor hasta el límite de su potencia. La tormenta les perseguía: el cielo se había vuelto negro y el agua empezaba a encresparse.
– Tampoco sabía que hubiera tormentas en la laguna -dijo Fábregas.
– Pues las hay, y bien fuertes -dijo el viejo lobo de mar. Y añadió acto seguido-: Precisamente se cuenta una leyenda que viene muy a cuento y que la señorita ya debe de conocer, pero que a usted, que es forastero, le gustará. Mire, dice así: Una noche, hace cientos de años, se desencadenó en la laguna una tormenta tan terrible que todos creían que Venecia entera iba a desaparecer bajo las aguas. Nadie se atrevía a salir de su casa, salvo un pobre pescador, que luchaba desesperadamente por poner su barca a salvo del oleaje. De pronto se acercó al pobre pescador un individuo y le dijo: Oye, tú, desata la barca y llévame a donde te diré. Un embozo impedía ver su rostro, pero su mirada no admitía réplica. El pobre pescador le ayudó a subir a bordo, desamarró la barca y se puso a remar en medio del temporal. El embozado le indicó por señas que se dirigiera a la isla de San Jorge, donde otro individuo, igualmente embozado, subió a la barca y ordenó al pobre pescador que se dirigiera a San Nicolás, en el Lido. Allí embarcó un tercer embozado que, a su vez, ordenó al pobre pescador que los llevara a la boca de la laguna, precisamente donde las aguas estaban más embravecidas. El pobre pescador se santiguó y murmuró para sus adentros: Hágase la voluntad de Dios, pero bien sabe Él que yo habría preferido morir en seco. Desde allí y a la luz de los relámpagos que se sucedían sin interrupción, vieron una galera fondeada frente a la boca de la laguna. Esta galera iba cargada de demonios y eran estos demonios en realidad quienes provocaban aquella tempestad funesta. Entonces los tres embozados abrieron sus capas y revelaron su auténtica identidad: eran San Marcos, San Jorge y San Nicolás, los tres patrones de Venecia. Al reconocerlos, los demonios prorrumpieron en denuestos y blasfemias; con las manos y los pies les hacían gestos procaces y amenazadores, les mostraban desenfadadamente las partes pudendas y les arrojaban inmundicias hasta que finalmente San Jorge desenvainó su espada y les gritó: ¿Qué pasa, demonios? Éstos al punto callaron. Entonces San Nicolás trazó en el aire la señal de la cruz con el báculo y el mar se puso en calma. Y San Marcos, levantando la cara hacia las nubes, emitió su pavoroso regüeldo de león. Se disolvieron las nubes y se esfumó la galera y su cargamento. Luego el pobre barquero devolvió a cada santo al lugar en que lo había recogido. Al despedirse de él, San Marcos le dio su anillo de oro para que se lo entregara de su parte al Dux. Aún hoy pueden ustedes ver en la basílica el anillo del santo y una pintura antigua que conmemora este milagro.
Cuando el viejo lobo de mar concluyó el relato, que sufrió numerosas interrupciones debido a los incidentes de la navegación, ya estaban llegando a la orilla de los Schia-voni. Una luz zodiacal iluminaba la ciudad que se extendía ante sus ojos.
– Me parece que nos hemos librado del remojón -dijo Fábregas.
Delante del Palacio ducal había una multitud que contemplaba el animado tráfico de embarcaciones. Entre aquella multitud Fábregas distinguió de repente el trío misterioso que la víspera le había hecho pasar un mal rato. Sin saber por qué, agarró a María Clara fuertemente del brazo y le señaló la multitud.
– Mire, mire, ¿no ve a tres tipos estrafalarios? -dijo con vehemencia.
– Ojalá sólo hubiera tres tipos estrafalarios en Venecia -respondió ella.
– Ah, es que éstos son particularmente inquietantes -exclamó Fábregas-. Bah, ya no se ven, ¡qué lástima! Me habría gustado mostrárselos.
Aquella noche le despertó la lluvia en dos o tres ocasiones. Entonces se levantaba, abría la ventana y pasaba el rato acodado en el alféizar. La tormenta había cesado y la lluvia caía mansamente en el canal.
XI
A la mañana siguiente la esperó en elhall del hotel. Se habían separado apresuradamente, acuciados por los primeros goterones de la tormenta, sin haber concertado ninguna cita, pero Fábregas estaba convencido de que ella acudiría a buscarle como efectivamente hizo con la mayor naturalidad, como si lo hubiera establecido así la costumbre. Aquel día y los días siguientes, sin embargo, no se aventuraron a ir muy lejos por causa de la inestabilidad atmosférica. El tiempo había vuelto a ser variable y era raro el día en que no llovía un rato. Cuando no llovía, el cielo seguía nubloso y turbio. Sólo a veces escampaba y salía el sol por un período breVe; entonces se producía un cambio sorprendente. En estas ocasiones, todo contribuía a dar a la ciudad un aspecto primaveraclass="underline" los tiestos floridos en las ventanas, la hiedra que cubría los muros, los árboles cuyas copas asomaban por las tapias de los jardines escondidos, incluso los puestos de frutas y verduras que se instalaban en las plazas. En estas ocasiones Fábregas experimentaba una alegría rayana en la demencia. El resto del tiempo estaba absorto y encandilado. Ya no le irritaba el clima desapacible. Había dejado de protestar enteramente: ahora se dejaba conducir de buen grado y sin hacer preguntas a donde ella hubiera decidido llevarle con anterioridad. Ni siquiera las aglomeraciones le molestaban: era paciente si tenían que hacer cola y a veces parecía sentirse a gusto en medio de aquellas muchedumbres. Aunque nunca había sentido la menor inclinación hacia el arte, allí donde éste era exhibido guardaba un silencio respetuoso y ponía interés en percibir lo que pudieran tener de conmovedor o de grandioso aquellas pinturas o aquellas estatuas de fama universal. Este empeño, sin embargo, casi nunca daba los frutos deseados, porque le costaba poner atención en todo lo que no fuera ella. Sólo por ella lamentaba ahora no tener una opinión formada respecto del arte y la cultura. Por más que se devanaba los sesos no conseguía que se le ocurriera nada que diera pie a un comentario: entonces temía que su seriedad y su mutismo hicieran de él un acompañante aburrido en extremo. Pero contra esta limitación, que venía de antiguo, él no podía luchar. En sus años formativos nadie se había ocupado de educar su sensibilidad ni él había hecho nada para suplir por su cuenta aquella carencia. Había pasado distraídamente por el colegio y la Universidad, sin que nada despertara su curiosidad, echando al olvido lo que iba aprendiendo a medida que los resultados de los exámenes le iban liberando de la necesidad de recordar algún dato. El resto de su formación lo debía casi por entero a su padre, quien, sin ocuparse de ello explícitamente en ningún momento, había ido construyéndole un modelo de conducta con su propio ejemplo. La vida de su padre había transcurrido en una actividad continua: cuando no le absorbía el trabajo, se entretenía jugando con sus hijos, practicando algún deporte, viajando, asistiendo a espectáculos y frecuentando la sociedad, a solas o con su mujer. Desde que se despertaba hasta que se iba a dormir no parecía dedicar un solo minuto a la reflexión. En la vejez gozó de una serenidad sin fisuras: hablaba de su pasado muy raramente, sin poner en ello ningún énfasis y sin sombra de melancolía; a lo sumo, con una leve condescendencia hacia las insensateces que decía haber cometido, como, según él, hacían inexorablemente los seres humanos a lo largo de sus vidas. Oyéndole hablar así cabía pensar que la suya había sido una sarta de anécdotas deslavazadas. No parecía haberle ocurrido nunca nada trágico ni doloroso. La guerra, en la que se había visto forzado a participar tardíamente y en el bando perdedor, sin que de ello se hubieran seguido consecuencias negativas para él, había servido únicamente para poner a prueba su picardía a la hora de complementar el rancho menguado del cuartel al que había sido destinado. Los negocios y la familia sólo le habían proporcionado satisfacciones y parecía guardar un recuerdo afectuoso y divertido de las personas allegadas cuya compañía le había ido arrebatando el paso inexorable de los años. Sólo los achaques de la vejez, que le habían postrado en un sillón y condenado a una inmovilidad casi absoluta, habían puesto de manifiesto en él una faceta sensiblera que nadie le había conocido hasta entonces: ahora se le anegaban los ojos de lágrimas por cualquier insignificancia. Finalmente la muerte le había sorprendido en forma inesperada una noche mientras veía a solas la televisión. Tampoco en aquel trance parecía haber experimentado angustia ni dolor: sus facciones inexpresivas y su mirada vidriosa no diferían de las que habitualmente adoptaba en el desempeño de aquella actividad. Fábregas estaba satisfecho de haber heredado o adquirido por reflejo aquella forma de ser, que podía tomarse fácilmente por sabiduría o por imbecilidad, pero que no tenía nada de la una ni de la otra. Ahora, sin embargo, se sentía anodino, superfluo y vulgar. Habría querido causar en ella una fuerte impresión y no sabía cómo. Notaba que los días transcurrían plácidamente, sin que el poso de cada uno de ellos les hiciera vivir el siguiente con más intensidad, y de esto se culpaba exclusivamente a sí mismo. Por más que rechazaba este pensamiento, sabía que aquella relación fortuita no se sustentaba en nada y que tarde o temprano el curso natural de las cosas le pondría fin, si antes no se transformaba en algo distinto, y nada hacía ver que tal cosa fuera a producirse de inmediato: todo se había convertido en hábito para ellos. Ahora ya nunca hablaban de sí mismos ni debatían cuestiones importantes en sus conversaciones; ahora se limitaban a comentar las incidencias mínimas del paseo que acababan de dar, confrontaban gustos o debatían nimiedades. Sin embargo y con la salvedad de algún momento aislado de reserva o preocupación, Fábregas no lamentaba que su relación con ella hubiera ido adquiriendo naturalmente aquella apariencia insustancial, porque temía que si tomaba un sesgo distinto, las circunstancias personales de cada uno de ellos se conjugarían para imponer su ruina. A él le bastaba con lo que había para ser feliz: las horas del día se le iban sin sentir en compañía de ella; luego, a solas, tendido en la cama del hotel, hacía inventario de todo lo que habían hecho y dicho juntos y nada le parecía prosaico ni desdeñable. A veces en el curso de esta operación le vencía el cansancio y descabezaba un sueño breve del que invariablemente se despertaba apremiado por el temor de haber omitido del repaso un detalle trivial que, analizado ahora, pudiera revelar un gran secreto. Esta ansiedad, sin embargo, sólo lo acosaba cuando dejaba de verla. Con ella se sentía ligero de ánimo y sin zozobra; todo le hacía reír. A veces, sin que nada pareciera motivarlo, se ponía a perorar con volubilidad sobre cualquier tema, trayendo a cuento los argumentos más irrelevantes y sin que nada ni nadie pudieran hacerle callar. En realidad hablaba de este modo para evitar que se produjera un silencio definitivo, del que ya sólo podría sacarlo la confesión de una gran verdad. Si ahora callo, pensaba en estas ocasiones, sólo podré volver a hablar para decirle que la adoro.