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XII

Entretanto Riverola no cejaba en su empeño; quería hacerle entrar en razón, convencerle de que debía volver. No le había costado averiguar nuevamente en qué hotel se hospedaba y le telefoneaba casi a diario para instarle a que abandonara aquella actitud cerril e irresponsable. Estas exhortaciones surtían en él un efecto variable, según cuál fuera su estado de ánimo en el momento de ser hechas. Algunas veces las consideraciones del abogado hacían mella en su conciencia. Realmente, pensaba, Riverola está en lo cierto y yo soy un canalla y un majadero; al fin y al cabo, no hay motivo alguno que me impida ausentarme de Venecia por dos o tres días, resolver los asuntos más apremiantes y regresar de nuevo aquí; ni siquiera es preciso que deje de verla durante este viaje: podría invitarla a visitar Barcelona; estoy convencido de que aceptaría encantada. Sin embargo, cuando estas reflexiones parecían a punto de desembocar en una respuesta afirmativa a los requerimientos de Riverola, bastaba que éste pronunciara una frase cualquiera como «ha llamado Brihuesca» o «ayer vinieron los de Suministros Totus» para que se presentara a su ánimo una imagen repulsiva, que no correspondía a la realidad cotidiana de la empresa, a la que estaba sobradamente acostumbrado y en la que no se sentía mal, sino a una especie de esencia falaz y espantosa, cuya sola perspectiva no podía menos que hacerle reaccionar con violencia. Entonces reiteraba su negativa con gran vehemencia y obstinación y Riverola, que venía advirtiendo esperanzado el electo de sus persuasiones, se quedaba perplejo. Luego trataba de contemporizar para que no se perdiera irremisiblemente lo que un minuto antes creía tener ya en sus manos.

– Está bien, no vengas si no quieres -le decía-, pero deja que yo vaya a verte. Al menos hablaremos de este asunto cara a cara.

Esta propuesta parecía sacar de quicio a Fábregas.

– No quiero verte -le replicaba-; no puedes obligarme a que te vea si yo no quiero. Si vienes o simplemente si creo que vas a venir, cambiaré de hotel, adoptaré un nombre falso e iré por la calle disfrazado de turco.

Estas palabras inquietaban mucho a Riverola, no por lo que significaban, sino porque le parecían provenir de una mente desquiciada. Entonces plegaba velas y no volvía a dar señales de vida hasta unos días más tarde. Otras veces era el propio Riverola quien perdía los estribos, insultaba a Fábregas y amenazaba con dimitir de su cargo.

– Por mí puedes hacer lo que te dé la gana -le decía Fábregas en estos casos.

– Dimitiría ahora mismo si creyera que la empresa tiene salvación -replicaba el otro-; pero no la tiene y el sentido del deber me obliga a hundirme con el barco.