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Entonces era Fábregas quien se desconcertaba y no sabía cómo continuar la disputa. Había conocido a Riverola en el colegio; habían hecho juntos la carrera y el servicio militar y habían entrado a trabajar en la misma empresa el mismo día, aunque por puertas distintas, porque Fábregas era el hijo del dueño y Riverola, sólo un empleado. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que todos aquellos años de compañerismo no habían dejado ningún poso de intimidad ni de conocimiento. En realidad Riverola le había irritado continuamente, porque aquél siempre había dado pruebas de entrega, lealtad y valor, tres cualidades supremas de las que él creía carecer; enfrentado a Riverola, se veía obligado a admitir su inferioridad moral y a confesarse además la indignidad de la envidia. Hacía mucho que deseaba verse libre de él, pero la subordinación del uno respecto del otro le impedía tomar medidas arbitrarias. Poco a poco se habían ido distanciando: ahora se veían sólo ocasionalmente fuera del trabajo. Riverola llevaba una vida sentimental y familiar ordenada. Se había casado después de que lo hiciera Fábregas, pero su matrimonio, a diferencia del de éste, había resultado estable y armonioso. Poco antes de la boda de Riverola, sin embargo, en el transcurso de una fiesta, Fábregas había arrastrado a la novia de aquél a un rincón resguardado de las miradas ajenas y la había besado apasionadamente sin que ella ofreciera la menor resistencia a este asalto inadvertido. Si tú quieres, le había dicho ella, desharé la boda en este mismo instante. Fábregas, que había actuado de aquel modo por pura malevolencia y no esperaba verse enfrentado a una muestra de arrojo como la que ella le estaba dando, hubo de salir del paso con evasivas. A esto ella reaccionó bien: nunca le dijo nada a Riverola y simuló que el paso del tiempo borraba el suceso de su memoria. Fábregas, a fuerza de pensar en ello, acabó llegando a la conclusión de que todas las mujeres, en vísperas de su boda, estaban dispuestas a echarse en brazos del primer sinvergüenza que se lo propusiera.

Por su parte, Riverola no podía sospechar que tenía su mejor aliado en el silencio. Lo que por teléfono era arrebato y vocerío, la quietud de la noche lo volvía reflexión. Verdaderamente las cosas no pueden seguir así, pensaba entonces Fábregas. Por último, decidió plantear la cuestión a María Clara. Le diré que debo ausentarme brevemente, se dijo. Para abordar este tema, que a él se le hacía de gran trascendencia, eligió una tarde en que habían ido al Lido aprovechando una mejoría súbita del tiempo. Aquel día, sin embargo, María Clara no estaba de buen humor: hablaba poco y pasaba largos ratos encerrada en un mutismo huraño. Esto era insólito en ella y saltaba a la vista que algo le venía preocupando. Fábregas se preguntaba si el motivo de aquella preocupación no sería precisamente la naturaleza de sus relaciones. Temía haber elegido el peor momento para anunciar el viaje; por esta causa iba postergando el asunto, las horas transcurrían lentamente y la tirantez entre ambos iba en aumento. Él comprendía que debía hacer algo para levantar el ánimo de ella y hacer que recobrase el talante habitual, pero se sentía abrumado por su propia congoja ante la perspectiva de la separación y todo lo que decía o hacía era inoportuno y de mal gusto. Se habían sentado en una terraza que daba a la playa. En las mesas de mármol había unos parasoles enormes, ahora cerrados y sujetos por correas para que la clientela del establecimiento pudiera disfrutar del sol tibio de la tarde. La brisa era fresca, pero suave.

– Es preciso que le diga algo -se aventuró a decir él finalmente con una voz baja y compungida que no llegó a oídos de ella o, cuando menos, no bastó para arrancarla de su ensimismamiento. Para no ver su rostro crispado, Fábregas desvió los ojos hacia la playa, por la que en aquel momento deambulaban varias personas que acapararon fugazmente su atención. Estas personas, que pese a formar un grupo homogéneo en apariencia no se hablaban ni se miraban entre sí, se dirigían al agua con andares vacilantes; parecían impedidos. A menudo alguno trastabillaba y se veía obligado a hincar una rodilla o ambas rodillas en la arena por no dar de bruces en la playa; entonces tomaba arena con la mano y se la llevaba a los labios, como si tuviera la intención de degustarla, pero se limitaba a rozarla con los labios y luego la dejaba escurrir entre los dedos.

– ¿Ha visto esa gente? -dijo Fábregas con volubilidad fingida-; cualquiera pensaría que son locos o borrachos si no fuera evidente que se dirigen a cumplir un rito.

Ella hizo un gesto de impaciencia y le dirigió una mirada torva. ¿Será posible que tengamos que separarnos con aspereza?, pensó. Luego desvió nuevamente la mirada hacia la playa. La cofradía había llegado al borde del agua y se había detenido allí. Ahora todos miraban cómo un hombre joven se destacaba del grupo, se revestía de una sobrepelliz, se descalzaba, se arremangaba los pantalones y se adentraba escasos metros en el agua. Es evidente que he hecho algo que la ha ofendido, pensó Fábregas, pero no sé qué puede haber sido.

– Es preciso que me vaya -dijo ella de repente.

Él consultó instintivamente su reloj: sólo eran las cuatro y media.

– Pediré la cuenta -dijo.

Ella le puso la mano en el brazo que se disponía a levantar para llamar la atención del camarero.

– No me ha entendido bien -dijo-. Es preciso que me vaya de Venecia.

– ¡Cómo! ¡Irse de Venecia! ¡Ahora! -exclamó él con el único propósito de oírle desmentir aquellas afirmaciones; luego, como ella no hacía más que corroborarlas con su mutismo, añadió casi en un susurro-: No es posible.

– ¿Por qué no ha de ser posible? -replicó ella en un tono ligeramente desafiante.

– Quiero decir que sin duda habrá algún medio de solucionar desde aquí lo que sea que la obligue a irse… Si en algo depende de mí… si en alguna forma yo soy el causante…

– Por favor, no me obligue a darle explicaciones: eso me resultaría penoso y no aclararía prácticamente nada. Permítame que ahora me vaya sola; quédese aquí y no intente seguirme.

– ¡Espere! -gritó viendo que ella estaba realmente dispuesta a dejarlo abandonado en aquel preciso momento-. Dígame al menos a dónde tiene que ir con tanto apremio.

– A Roma… o a cualquier otro sitio, ¿qué más le da? De todas formas, vaya a donde vaya, no debe usted seguirme; ¡por ningún concepto debe usted seguirme!

– ¡A Roma!… -dijo él-. ¿Y cuándo tiene previsto regresar?

Ella se encogió de hombros y él percibió nuevamente aquella mirada enigmática que creía haber advertido en los comienzos de su relación, pero que en los días posteriores había echado en olvido.

– No lo sé. Es posible que no regrese jamás, pero lo más probable es que esté de vuelta dentro de nada. Todo depende de unos factores sobre los que no tengo ningún control, créame.

Él se cubrió la cara con las manos, como si no quisiera ver nada de lo que ocurría a su alrededor.

– Váyase -le dijo.

XIII

Siguió con la cara tapada hasta que la voz del camarero, que acudió al cabo de un rato a preguntarle si se encontraba mal, le hizo comprender que no podía permanecer en aquella postura indefinidamente. El reflejo del sol en el agua le deslumbró momentáneamente. Luego vio que estaba solo en la terraza; caía la tarde. También la playa estaba vacía. Pagó y fue caminando hasta el embarcadero del vaporeto, donde, después de comprar el billete y de mirar sin ver el horario encolado a la pared, se sentó a esperar en un banquito de madera. Transcurridos unos minutos hizo su entrada en el embarcadero un grupo de hombres y mujeres de avanzada edad, en quienes creyó reconocer a los que un rato antes habían consumado una ceremonia en la playa. Poco después llegó el joven que se había arremangado los pantalones para entrar en el agua y repartió entre los ancianos los billetes que acababa de comprar.

– Que cada cual conserve su billete -les dijo-. Preséntenlos al subir al vaporeto y, sobre todo, no los vayan a perder.